Luchar es triunfar
- La Parashá de esta semana registra uno de los primeros combates en la historia de la humanidad. Una lucha desigual desde los papeles. Por un lado, Yaakov, nuestro tercer patriarca; un hombre delicado, de vida tranquila, morador de tiendas y con pocas ganas de buscar pelea.
Su oponente, del otro lado del ring, un ángel venido del cielo, con todo lo que ello significa.
La pelea dura toda una noche. No hay avisos comerciales ni bellas señoritas anunciando el inicio de los rounds. En este combate no hay ni siquiera un árbitro; parecería que todo vale.
La crónica de la pelea es bastante escueta. Sólo queda registrado un golpe. Viendo el ángel que no podía con Yaakov, golpea su muslo con fuerza y lo deja rengo.
Cuando despunta el alba, la pelea finaliza. Como vimos, no hay árbitro, pero el ángel da por vencedor a Yaakov por medio de una frase que lo dejará marcado por el resto de su vida:
«Y le dijo el ángel: No será llamado más tu nombre Yaakov, sino Israel; pues luchaste con Dios y con hombres y venciste». (Bereshit; 32-29).
Es llamativo y paradójico también. Según el veredicto de su contrincante, el vencedor es Yaakov. Pero el que resulta lisiado de la pelea... ¡también es Yaakov!
¿Cómo es posible? ¿De qué clase de victoria estamos hablando? ¿Cómo puede ser que el vencedor se vaya rengueando y el perdedor se vuelva al cielo volando?
Seguramente, la victoria de Yaakov pasa por otro lado. Evidentemente, en esta pelea no gana el que el pega más; si fuese así, Yaakov hubiera perdido.
La victoria de Yaakov reside en que luchó. En la vida real, luchar es triunfar.
Se cuenta que un pequeño gusano caminaba en dirección al sol. Muy cerca del camino se encontraba un grillo. «¿A dónde vas?», le preguntó.
Sin dejar de caminar, el gusano contestó: «Anoche tuve un sueño; soñé que desde la punta de una gran montaña miraba todo el valle. Me gustó lo que vi en mi sueño y decidí realizarlo».
Sorprendido, el grillo le dijo mientras se alejaba: «¡Debes estar loco! ¿Cómo podrás llegar hasta allí? ¡Tú, una simple oruga! Una piedra será una montaña, un pequeño charco un mar, y cualquier tronco una barrera infranqueable».
Pero el gusano ya estaba lejos y no lo escuchó; sus diminutos pies no dejaron de moverse. De pronto oyó la voz de una langosta: «¿Hacia dónde te diriges con tanto empeño?». Sudando, el gusano le dijo jadeante: «Tuve un sueño y deseo realizarlo: subir a esa montaña y desde ahí contemplar todo nuestro mundo».
La langosta no pudo soportar la risa, soltó la carcajada y luego exclamó: «Ni yo, con patas tan grandes, intentaría una empresa tan ambiciosa». Y se quedó en el suelo tumbada de la risa mientras la oruga continuaba su camino, habiendo avanzado ya unos cuantos centímetros más.
Del mismo modo ocurrió con la araña, el topo, la rana y la flor; todos aconsejaron al gusano a desistir. «¡No lo lograrás jamás!», le decían. Pero en el interior de aquél había un impulso que lo obligaba a seguir.
Ya agotado, sin fuerzas y a punto de morir, decidió parar a descansar y construir con supremo esfuerzo un lugar donde pasar la noche. Fue lo último que hizo; allí quedó tendido sobre las piedras.
Todos los animales del valle fueron a mirar sus restos; ahí estaba el animal más loco de todos. Había construido algo así como su propia tumba, un monumento a la insensatez. Allí se hallaba un duro refugio, digno de alguien que murió por querer realizar un sueño irrealizable.
Una mañana en la que el sol brillaba de una manera especial, los animales se congregaron en torno a aquello que se había convertido en una advertencia para los atrevidos.
De pronto, todos quedaron atónitos. Aquella caparazón dura comenzó a quebrarse y, con asombro, consiguieron divisar unos ojos y una antena que no podía ser la de la oruga que creían muerta. No hubo nada que decir, todos sabían lo que haría: aquel gusano convertido en mariposa iría volando hasta la gran montaña y realizaría su sueño; el sueño por el que había vivido, por el que había muerto y por el que había vuelto a vivir. Todos se habían equivocado... Menos él.
También nosotros debemos luchar en nuestra vida por aquello que amamos y creemos y, si nos damos cuenta que no podemos, quizá necesitemos hacer un alto en el camino y experimentar un cambio radical en nuestro pensar y accionar.
Yaakov triunfó porque luchó, no porque pegó. Yaakov triunfó porque cambió.
Yaakov el oportunista, aquel que había birlado la bendición de su hermano, regresó a su tierra con veinte abriles más a cuestas, habiéndose dedicado a un trabajo honesto, habiendo amasado una pequeña fortuna y habiendo formado una familia.
¡Si hasta el nombre que llevará por el resto de su vida será testimonio de ello! El ángel lo llama «Israel, porque luchaste» (no le dice «porque venciste»). El ángel privilegia el don de lucha del patriarca.
En el boxeo triunfa el que más pega. En la vida real, el auténtico vencedor no es quien golpea más certeramente, sino quien se anima a luchar.
¡Shabat Shalom!