Israel anunció unilateralmente la cancelación el proceso negociador con la Autoridad Palestina (AP) sólo 24 horas después de que se informara acerca un proceso de reconciliación política y unidad nacional entre Al Fatah que controla Cisjordania y la organización terrorista, Hamás, que gobierna en Gaza.
El argumento del Gobierno israelí lo dio a conocer el primer ministro hebreo, Binyamín Netanyahu: «Israel no puede negociar con quien no lo reconoce y lo tiene por ilegítimo». Horas antes ya había exigido al líder de la AP, Mahmud Abbás «escoger entre la paz y Hamás».
Todo esto es lógico y el primer argumento, inatacable, pero es también formal, la oficialización de un proceso político en gran parte secreto que sólo puede entenderse bien si se atiende a su principal condición: el calendario.
En efecto, lo acontecido sucede ahora no por casualidad sino cuando quedaban exactamente seis días para que concluyera el tiempo de las negociaciones y aceptado en su momento. El 29 de abril debería haberse alcanzado al menos un primer acuerdo marco, según preveía el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, quien viajó a Israel y a la AP una docena de veces y se dotó de un asesor especializado, Martin Yndik - ex embajador en Israel - para intentar el milagro de conseguir un pacto definitivo entre israelíes y palestinos.
Lo primero a dilucidar es por qué ahora sí y antes no, pese a que las tratativas se interrumpieron de hecho varias veces.
El calendario lo explica de nuevo si se acepta que, en realidad, lo único que intentó - y consiguió - Netanyahu fue comprar tiempo para demorar lo que más teme, que no es el terrorismo armado, sino la acción política y diplomática de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que hábilmente le está ganando la batalla jurídica y desde 2012 ya dispone de un status de Estado observador no miembro en la ONU, que prefigura el de miembro de pleno derecho tras un voto de la Asamblea General que midió a la perfección la percepción internacional sobre el particular: 138 votos a favor, 9 en contra y 41 abstenciones.
Netanyahu y la jefa negociadora israelí, Tzipi Livni, acusaron el golpe y comprendieron el problema: sin disparar un tiro, la OLP convierte poco a poco a Israel en un país ocupante de otro Estado de la ONU y éste último podrá recurrir a las instancias internacionales para denunciar la situación.
Hace sólo una semana el Gobierno de la AP, viendo que la negociación se dirigía a su fin sin nada útil, anunció que había presentado las solicitudes propias para su ingreso, que obtendrá sin ninguna duda, en una quincena de instancias internacionales, incluyendo el Tribunal Penal Internacional (TPI).
Salvo algún cambio radical, sería un escenario posible que un general israelí o un ministro no pueda viajar tranquilo porque al aterrizar en un elevado número de países un modesto guardia de seguridad podría detenerlo. Lo de Pinochet en Londres fue un precedente.
Israel, además de verse así como «el malo de la película» y en la actitud poco honorable de ignorar a la ONU que le dio vida con la partición de Palestina en 1947, debe hacer frente a la campaña conocida como BDS (Boicot, Desinversión, Sanciones) que denuncia al Estado judío en todo el mundo y exige su aislamiento.
Estados Unidos es el aliado principal de Israel y su escudo militar, pero el fracaso de todos los presidentes, incluido el esfuerzo de Bush con la Conferencia de Annapolis, en resolver la cuestión palestina terminó por agotar a una administración tras otra y la de Obama, un líder desinhibido no sólo porque hace lo que cree justo y bueno para su país, sino porque no aspira a la reelección, decidió un último esfuerzo.
La cancelación del proceso negociador es una acción unilateral - sólo de Israel - y si se atiende bien al texto y el tono de la declaración del Departamento de Estado norteamericano sobre lo sucedido, se advierte una fuerte diferencia con el criterio israelí. Washington reiteró que Hamás «debe reconocer a Israel y renunciar a la violencia», pero no denunció ni calificó de error la reconciliación con Al Fatah.
Cuando el dirigente de Hamás, Mousa Abu Marzook, llegó a Gaza el pasado lunes desde El Cairo y dos días después anunció por sorpresa la reconciliación, no fue porque se produjo un milagro en el tiempo récord de 48 horas; todo estaba verosímilmente arreglado.
No es muy temerario suponer que Kerry estaba al corriente del paso que Abbás iba a dar y, aunque es más aventurado, no es descabellado suponer que Hamás podría anunciar en breve que bajo el manto de la OLP mantendrá una «tregua por tiempo indefinido» con Israel en las fronteras del 67 y se une al consenso literalmente internacional de la fórmula de dos Estados en esos límites.
¿Qué ocurrirá entonces? Israel no abadonará Jerusalén Oriental, la AP será disuelta y el Estado judío será el único ocupante responsable de todo: población, economía, seguridad, desigualdad de derechos individuales, entre muchos otros asuntos, y no dejará de estar en la crítica diaria de la comunidad internacional para la cual una situación así resulta inaceptable.
Todo esto es lo que hay detrás de la movida táctica y, en realidad estratégica, de la OLP: convertir a Israel en la Sudáfrica del apartheid en Oriente Medio. Una situación insostenible que podría determinar el fin del actual Gobierno de Netanyahu.