En el momento de escribir estas líneas, domingo de noche, en Jerusalén, el Estado de Israel ya se halla en una de las jornadas más tristes de su calendario: Iom Hazikarón, el día recordatorio de los caídos: de los soldados, policías, miembros de los diversos servicios de seguridad, que cayeron en el campo de batalla durante su servicio, así como también de los civiles muertos, la enorme mayoría en atentados terroristas.
El número aumenta año a año y la así llamada «familia de duelo», continúa creciendo; una familia cuyos hijos muertos ya no crecen sino que permanecen eternamente con el rostro joven que tenían al caer; en la que la vida inevitablemente sigue, pero ya nunca será igual.
Al cumplir Israel 66 años de vida independiente, se recuerda a 23.169 soldados y 2.439 civiles. Entre ellos, también a los ciudadanos israelíes no judíos, árabes musulmanes, cristianos, drusos, circasianos y beduinos, que cayeron durante su servicio o a manos del terror.
También en los últimos días y semanas se agregaron nombres a la larga lista: una joven asesinada en un atentado, un ex oficial de la policía cuyo automóvil fue baleado hace tres semanas cuando viajaba con su esposa y cuatro de sus cinco hijos a la casa de sus suegros a la cena de Pesaj, la Pascua judía, y hace tres meses, un joven oficial alcanzado por una carga explosiva detonada por Hezbolá en la frontera entre Siria e Israel. Se sumaron a la lista que ya hace años incluía a los muertos en la embajada de Israel en Buenos Aires, dos años antes del atentado contra la AMIA, también en Argentina.
Y todos parecen tener claro que hasta el nuevo Iom Hazikarón, se habrán agregado más nombres. Esa es probablemente la mayor de las tragedias: la convicción del israelí promedio de que seguirá habiendo quienes desafíen su propia existencia y quienes intentarán, al menos, hacerle sufrir.
Es increíble que un país que lidia con esta situación, siga siendo la única democracia de Oriente Medio. Que sea ejemplo de creatividad, empuje y desarrollo científico. Que continúe atrayendo inmigración. Que haya recibido y asentado a judíos llegados de los confines más diversos del planeta, convirtiendo a todos en sus ciudadanos. Que tenga instituciones académicas reconocidas y de nivel mundial, aún en medio de la adversidad.
Así debe ser, pero no por eso deja de ser digno de recordar: que el 20% de sus ciudadanos, los árabes israelíes - palestinos al igual que sus hermanos de Cisjordania y la Franja de Gaza - gozan en el Estado judío de más libertad y derechos que tantos millones de árabes en el propio mundo árabe e islámico. Que en los hospitales israelíes, médicos judíos y árabes atienden a pacientes judíos y árabes. Que hay parlamentarios, jueces y profesores árabes, y que eso es normal.
Nadie dijo que era una locura que un juez árabe de la Corte Suprema de Justicia haya sido quien escribió y leyó la sentencia por la cual el otrora presidente de Israel, Moshé Katzav, fue enviado a prisión por violación. Y a nadie le choca que el director del Hospital Naharia sea el Dr. Barhum, árabe cristiano. Ni que el presidente del Centro Académico «Ahvá» sea el beduino profesor Alyan al-Krinawi. Y parece lo más natural que justamente desde el podio de oradores de la Knéset, Parlamento de Israel, se oigan duras críticas a la política del Gobierno, de boca de los diputados árabes electos libremente. Sí; a veces enfurece, pero es un orgullo para Israel que esta realidad sea posible por más duro que sea lidiar con ella.
Por un lado, la sociedad es mucho más individualista y egoísta que años atrás. Al mismo tiempo, sus expresiones de solidaridad son fuertes. Hay un alto índice de voluntarismo. Y cuando el norte sufre por los misiles de Hezbolá, en el sur abren las puerta a sus niños para que puedan descansar tranquilos. Y cuando son los cohetes de Hamás los que acosan al sur, desde el norte y de Tel Aviv llegan las invitaciones. Nadie se queda solo.
También hacia el exterior se extiende un brazo solidario. La unidad de rescate de las Fuerzas de Defensa de Israel ha trabajado en escenarios diversos para salvar víctimas de terremotos, sacándolos de abajo de los escombros.
Hace unos años, cuando la terrible catástrofe en Haití, el hospital de campaña erigido por Israel, era fuente de inspiración para las demás delegaciones. Habitantes locales lo rodeaban, agradecidos, cantando rítmicamente «Israel, Israel, Israel».
Son muchos los motivos por los que Israel puede hoy sentirse orgulloso. Pero no son pocas las razones que tiene para estar preocupado.
Hay no pocos problemas sociales por resolver y diferencias económicas crecientes que deben ser reducidas significativamente. No siempre hay motivos para creer que las autoridades tienen el orden de prioridades más adecuado.
El que no se haya logrado aún la paz es la mayor deuda pendiente para con los habitantes de Israel. Los israelíes están divididos acerca de la mejor forma de conseguirla; y con la misma energía con la que la mitad del país considera que únicamente retirándose de Cisjordania se llegará a ella, la otra mitad está segura de que eso sería fatal para el Estado judío.
Aunque el uso de la primera persona no siempre es lo más elegante, aquí me resulta inevitable, ya que no puedo esconder posturas que sin duda despiertan polémicas en un «nosotros» generalizado sin nombre y apellido.
Considero que una retirada israelí de gran parte de Cisjordania es clave pero no por los derechos palestinos a su Estado propio (eso es tema aparte, válido también) sino para la salud mental de la propia ciudadanía israelí.
Enviar a jóvenes soldados a montar guardia e inevitablemente a entrar en roce con la población civil, es colocarlos en situaciones imposibles.
Quisiera ver en parte de los territorios hoy en disputa, un Estado palestino independiente. Al mismo tiempo, lamento tener la certeza de que eso no terminará con el conflicto ni traerá realmente la paz. Israel fue atacado demasiadas veces cuando no había «territorios ocupados» ni asentamientos. Estos son un resultado del conflicto, no su causa. Se le impuso una situación
de guerra que nunca quiso.
Aún recordando ese dato histórico esencial, quisiera ver a Israel defendiéndose sin tener encima la carga de lidiar con su presencia en Cisjordania. Sólo así no correrá el riesgo de que para preservar su carácter judío, pierda su carácter democrático. Sólo si se preserva la combinación de ambas identidades, de un Israel judío y democrático, tenía sentido correr tantos riesgos y luchar tanto para crear a Israel.
La lucha continúa y debe ser librada con firmeza, pero no sólo ante los enemigos de Israel que en sus distintas fronteras le acechan, sino también ante sus enemigos internos. Sí, de adentro.
Los extremistas de derecha que intensifican cada vez más el ya conocido fenómeno como «etiqueta de precio», pintando grafittis de odio como «Mahoma cerdo» en localidades árabes en Cisjordania e inclusive dentro del Israel soberano, pinchando neumáticos, ensuciando mezquitas o hasta prendiendo fuego a sus puertas, son un cáncer. Son una mancha entre los logros de Israel, en su 66º cumpleaños. Debe hallarse la forma de detenerlos y tratarlos con todo el rigor de la ley, ya que de lo contrario, conducirán a una verdadera tragedia. Son una vergüenza desde un punto de vista moral, pero además, son un auténtico peligro para la seguridad nacional.
Al cumplir Israel un nuevo aniversario de su independencia, recuerdo una frase que me dijo años atrás en una entrevista, el escritor argentino Marcos Aguinis: «Israel es imperfecto, pero ejemplar».
La aclaración de «ejemplar» es importante de recordar, mientras hay quienes le demonizan. La de «imperfecto» debe ser un llamado a sus autoridades para tratar de corregir, con firmeza, todo lo que está mal.
Fuente: Semanario Hebreo de Uruguay