Consternación, estupor, amargura, decepción, ninguna palabra es suficiente para describir el estado de ánimo que nos ha causado la noticia del cruel asesinato del joven árabe Muhamad Abu Khdeir. Días pasados habíamos conocido el terrible destino de los tres chicos israelíes Naftali Frenkel, Gilad Shaar y Eyal Yifrah, que fueron secuestrados y asesinados por terroristas palestinos.
En el fondo albergábamos la esperanza que ambos terribles sucesos no estuvieran relacionados. Pero cuando la policía israelí, actuando con resolución y celeridad, detuvo a varios sospechosos del crimen y estos confesaron haberlo ejecutado, se nos paralizó el corazón.
Durante el transcurso de toda nuestra vida hemos intentado explicar las profundas diferencias culturales entre los árabes y los israelíes en conflicto. El valor supremo que los judíos le asignamos a la vida humana, la prioridad absoluta que le otorgamos a la paz, la necesidad de vivir en un mundo sin violencia ni discriminación de ningún tipo, de las que fuimos objeto durante miles de años.
Todos estos conceptos que tienen un rango de valor diferente en las sociedades árabes que no respetan los derechos humanos, ni la igualdad de género, ni los derechos de las minorías religiosas o sexuales. No poseen valores democráticos y la corriente más extremista de su religión juega un papel preponderante y nocivo en sus vidas y por ende en el conflicto con Israel.
Si bien todas estas afirmaciones continúan vigentes, el incalificable asesinato como acto de venganza, ha asestado un duro golpe a nuestra convicción de que los judíos actuamos de un modo diferente al de nuestros enemigos.
El simple observador no consustanciado con la problemática no notará un hecho inusual. Las noticias y la propaganda tendenciosa hacen mención al asesinato de palestinos continuamente. La realidad es que el Ejército de Israel lleva a cabo acciones defensivas en las que muchas veces se producen víctimas inocentes. En ocasiones son el resultado no deseado de una acción militar inevitable para salvaguardar las vidas de ciudadanos israelíes y en otras por ser utilizados cobardemente como escudos humanos por los terroristas para defender sus propias vidas.
En 1995 se produjo el magnicidio de Itzjak Rabín. Si bien el hecho es trágico y sus consecuencias catastróficas para Israel, al menos su autor, rápidamente individualizado y responsabilizado, era uno sólo y actuaba por sí mismo. Cuando me refiero a consecuencias catastróficas, no sólo considero el deleznable asesinato del primer ministro a manos de otro judío por no concordar con sus políticas. También analizo de una manera algo diferente a la tradicional los sucesos posteriores. Creo que Rabín no fue bien interpretado por sus seguidores, quienes al intentar proseguir su camino, obtuvieron a cambio la segunda Intifada, la ola de terrorismo más terrible que se produjo en la historia de Israel. También en su nombre se lanzaron y aún se proclaman las consignas pacifistas más absurdas y suicidas, que Rabín jamás hubiese avalado.
Cuando en este caso hay seis sospechosos de haber asesinado a un joven inocente de la manera más cruel e inhumana teniendo como móvil la venganza, entiendo que el crimen tiene una significación profunda. Demuestra que se está desarrollando un proceso extremadamente negativo en la sociedad israelí, que está carcomiendo sus valores.
El permanente rechazo de toda propuesta racional por parte de los palestinos, utilizando cualquier excusa para negarse siempre a alcanzar un acuerdo, ha hecho mella no sólo en la sociedad palestina, sino también en la israelí.
Los críticos de Israel alegan que el problema son los asentamientos. Sin embargo, Israel ya sufría de guerras y terrorismo mucho antes de la existencia de éstos. Si se tratara de una porción de tierra, sería relativamente sencillo intercambiar el 3% que ocupan los bloques de asentamientos por igual superficie de territorio israelí en otra zona geográfica. Si hubiera voluntad de paz al menos se hubiera iniciado esa negociación. Pero el presidente palestino Abbás, como antes Arafat, sabe que si llegara a un acuerdo y declarara el final del conflicto, podría ocurrirle lo mismo que a Sadat, el presidente egipcio que firmó la paz con Israel, asesinado por extremistas islámicos. Pondría en severo riesgo su vida si aceptara el derecho a existir del Estado judío y renunciara explícitamente a continuar combatiéndolo.
La comunidad internacional consume la narrativa palestina y cree sus versiones. Pero la población israelí ya comprendió que no se trata de fronteras ni de territorios, sino que no hay voluntad real de paz.
Varias generaciones han nacido y crecido con el conocimiento y el sentimiento de que es una utopía vivir en paz en la zona y que por tanto deben acostumbrase a vivir bajo la amenaza existencial permanente.
Obviamente que aún las diferencias son abismales. La policía palestina aún no ha identificado ni ubicado a los palestinos que ejecutaron a los adolescentes israelíes.
Los terroristas palestinos que se suicidan matando a israelíes, son considerados héroes nacionales. Las plazas, calles y grafitis de los territorios palestinos llevan sus nombres y rostros, así como también las figuritas coleccionables de los álbumes escolares. En Israel, por el contrario, los autores de un crimen como éste son repudiados, condenados y enviados a la cárcel.
Pero tantas décadas de odio, guerras, terrorismo, deslegitimación, ataques de todo tipo en el plano bélico, propagandístico y diplomático, han causado definitivamente efectos en la sociedad israelí que indudablemente empieza a revelar sectores alienados.
Si bien éstos son absolutamente minoritarios, el mensaje es espeluznante y constituye una victoria de los terroristas que les han secuestrado su identidad.