Como fue de prever, el intento de Israel de impedir que Gaza siga siendo una base misilística desde la cual sus enemigos mortales pueden continuar disparando miles de cohetes con la esperanza de sembrar muerte y destrucción en su territorio no tardó en motivar protestas airadas en Europa, Estados Unidos y algunas localidades de América Latina.
Si bien, para preocupación de los líderes de la Yihad, en esta ocasión la reacción ha sido menos feroz que en el pasado, fue suficiente como para obligar al Gobierno del primer ministro Binyamín Netanyahu a poner en peligro a los soldados del ejército al ordenarles emprender una operación sumamente difícil para eliminar el complejo de túneles que fue construido por Hamás para almacenar armas y facilitar la penetración de grupos terroristas en Israel.
En el terreno militar, Israel aún es más poderoso que Hamás o cualquier otra fuerza islamista. Tiene que serlo: una derrota en el campo de batalla significaría la matanza de buena parte de sus habitantes. Pero, como lo ha recordado la actitud asumida por los medios periodísticos más influyentes y muchos gobiernos extranjeros, entre ellos el argentino, frente al conflicto más reciente en Gaza, en el terreno propagandístico es muy débil.
De todos los países del mundo, Israel es el más criticado. El régimen sirio puede matar a centenares de miles de rebeldes, perpetrando un sinfín de atrocidades, sin que haya manifestaciones multitudinarias de protesta en las grandes ciudades occidentales; si los israelíes provocan bajas civiles en Gaza - de tomarse en serio las declaraciones de los voceros de Hamás, todas lo son -, serán acusados de «genocidio» y de actuar como «nazis».
Incluso aquellos mandatarios, como el norteamericano Barack Obama, que se animan a señalar que los israelíes sí tienen el derecho de defenderse contra los resueltos a aniquilarlos, se sienten constreñidos a advertirles que les convendría limitarse a emplear métodos pacíficos.
Los enemigos de lo que los más rabiosos llaman el «ente sionista» saben aprovechar la voluntad de tantos occidentales a juzgar la conducta israelí según pautas que no aplicarían a ningún otro país de la tierra. Entienden muy bien que, para el Gobierno de Netanyahu, la muerte de un niño musulmán es un desastre, pero para Hamás, cuantos más mueran mejor.
Los israelíes tratan de proteger a sus propios civiles, de ahí la «desproporción» del número de muertes que tanto angustia a la opinión pública occidental; los islamistas usan los suyos como escudos humanos. Desde su punto de vista, es lógico; dicen amar la muerte más que la vida. También les parece lógico violar las treguas esporádicas promovidas, con la aquiescencia israelí, por países como Egipto; si ellos dejaran de disparar cohetes contra Israel, el conflicto terminaría; en cambio, si «los sionistas» optaran por una postura conciliadora, entraría en una fase más truculenta.
¿A qué se debe el consenso de que a los enemigos de Israel todo está permitido pero a Israel mismo nada lo está? No cabe duda de que el antisemitismo, en el sentido tradicional de la palabra, ha contribuido a la obsesión de tantos con el único país judío. Miles de académicos que no soñarían con organizar un boicot contra los intelectuales de China, Rusia, Arabia Saudita, Turquía, Siria, Sudán - la lista es interminable - están más que dispuestos a tratar como parias a sus colegas israelíes. Asimismo, las protestas violentas supuestamente pro-palestinas que estallaron hace poco en París y en diversas ciudades alemanas pronto degeneraron en pogromos al ensañarse las turbas con sinagogas y negocios judíos.
Otra desventaja sufrida por Israel es un tanto paradójica: se asemeja demasiado a una típica democracia occidental, lo que, lejos de garantizarle la solidaridad de sus presuntos congéneres, ha servido para estimular la hostilidad de una amplia franja de contestatarios. En los años últimos, la izquierda combativa post-marxista se ha aliado con el islamismo porque, a su juicio por lo menos, están luchando contra un enemigo común.
A esta gente, el que en Irán y otros países los guerreros santos hayan celebrado sus triunfos exterminando con crueldad aleccionadora a los izquierdistas y otros rebeldes que los habían ayudado a demoler el status quo anterior le parece meramente anecdótico.
Algunos críticos acérrimos del Estado judío reivindican con franqueza una actitud que, en otras circunstancias, ellos mismos calificarían de racista. Afirman que por ser Israel un país de cultura mayormente occidental, es legítimo exigirles a sus dirigentes respetar normas mucho más elevadas que las apropiadas para árabes, iraníes, afganos o paquistaníes. Por lo tanto, no les importan las matanzas horrendas que ya son rutinarias en Oriente Medio, el norte de África y que con toda probabilidad pronto se darán en Afganistán al abandonarlo a su suerte los norteamericanos y europeos, por tratarse a su juicio de algo acaso lamentable pero así y todo natural, sin por eso reconocer que, en vista de la clase de vecindario en el que se encuentran, los israelíes no tienen más alternativa que la de tratar de defenderse por medios militares.
Con todo, aunque ciertas elites progresistas siguen solidarizándose a su modo con Hamás y, con menos entusiasmo, los «moderados» de Al Fatah, hay señales de que en Europa y Estados Unidos la mayoría ha comenzado a ubicar lo que está sucediendo en Gaza en un contexto mayor al supuesto por quienes quisieran creer que sólo es cuestión de una disputa territorial que podría solucionarse con la creación de un Estado palestino viable.
Sucede que la razón por la que tantos indonesios, malayos, paquistaníes, iraníes y árabes odian a Israel y fantasean con borrarlo de la faz de la tierra no tiene nada que ver con su hipotética simpatía por los palestinos.
Para musulmanes piadosos, que toman al pie de la letra lo que está escrito en el Corán, los judíos son enemigos eternos del islam porque Alá así lo dijo al profeta Mahoma. Por lo demás, los islamistas, cuya prédica ha resultado ser muy atractiva al difundirse la sensación de que Occidente está batiéndose en retirada, se han propuesto reconquistar todos los territorios que habían dominado sus antecesores, comenzando con Israel.
Por motivos comprensibles, pocos occidentales han querido considerar la posibilidad de que la época de las guerras de religión no pertenezca a un pasado lamentable sino que, por el contrario, los conflictos entre los distintos credos se han reanudado y amenazan con adquirir proporciones terroríficas.
Estarán en lo cierto los políticos occidentales y personajes como el Papa Francisco que insisten en que la paz es mejor que la guerra, que el mundo se beneficiaría si todos lograran convivir en un clima de respeto mutuo, pero fuera del Occidente sus palabras conmovedoras no cambian nada. Mientras los biempensantes se rasgaban las vestiduras y deploraban las acciones de los israelíes, miles de cristianos y otros «infieles» huyeron de la ciudad iraquí de Mósul que hacía poco había caído en manos de islamistas que les pedían elegir entre convertirse a la única fe verdadera y morir decapitados o crucificados.
Sería legítimo suponer que la limpieza étnica, mejor dicho, religiosa, en gran escala que está llevándose a cabo en muchas partes del extenso mundo musulmán, merecería tanta atención como el conflicto en Gaza, pero, desgraciadamente para los perseguidos por fanáticos sanguinarios, estos no son judíos.
Israel está bajo sitio por razones religiosas, no porque, como aseveran los deseosos de verlo desaparecer, ocupa territorio que en su opinión no le corresponde. Desde hace siglos es habitual que, en zonas en que la convivencia pacífica es imposible, se intercambien poblaciones. Luego de la Segunda Guerra Mundial, diez millones de alemanes fueron expulsados de países europeos en que sus ancestros habían vivido durante siglos; los acogió la Alemania Federal sin pensar en reivindicar el derecho de todos a regresar a Rusia, Polonia o Checoslovaquia.
Luego de la Primera Guerra Mundial, los griegos cuyas comunidades en Turquía habían existido desde hacía varios milenios, «volvieron» a la tierra de sus antepasados remotos, mientras que sus ex compatriotas turcos, mejor dicho, musulmanes, fueron enviados a Anatolia.
Sin embargo, mientras que Israel ha mantenido las puertas abiertas a todos los muchos judíos echados de los países árabes, de estos ninguno permitió que los palestinos se integraran plenamente a sus propias sociedades. Los distintos regímenes entendieron enseguida que les convendría mucho más mantenerlos indefinidamente como «refugiados» subsidiados por la «comunidad internacional», o sea, Europa y Estados Unidos, a la espera de que, andando el tiempo, les sería dado sacar provecho de la conciencia culposa de Occidente que, para pedir perdón por el Holocausto del pueblo judío, declaró inaceptable cualquier forma de discriminación étnica o religiosa. De ahí la inmigración masiva de musulmanes reacios a dejarse asimilar.
Hasta ahora, la estrategia ha brindado los resultados deseados, pero de producirse más baños de sangre en Oriente Medio, serán cada vez menos los convencidos de que casi todos los problemas de aquella región trágica se deben a la perversidad israelí.