La última guerra de Israel en Gaza resonó en las capitales de Europa de una manera poderosa y destructiva. En Berlín, Londres, París, Roma y otras partes, Israel está siendo denunciado como un «Estado terrorista». Manifestantes iracundos quemaron sinagogas en Francia y, en Alemania, hubo quienes llegaron a cantar «¡Judíos a la cámara de gas!».
El entronque grotesco de la solidaridad legítima con los palestinos y la diatriba antijudía parece haber dado lugar a una forma políticamente correcta de antisemitismo, algo que, 70 años después del Holocausto, está alimentando el espectro de la Noche de los Cristales en las comunidades judías de Europa.
A los israelíes les cuesta entender por qué cinco millones de refugiados y 200.000 muertes en Siria tienen mucha menos gravitación en la conciencia occidental que las 2.000 víctimas palestinas en Gaza. No llegan a comprender por qué los manifestantes europeos pueden denunciar las guerras de Israel y calificarlas de «genocidio», un término que nunca se aplicó a la hecatombe siria, el arrasamiento de Grozny por parte de Rusia, las 500.000 víctimas en Irak desde la invasión liderada por Estados Unidos en 2003 o los ataques aéreos estadounidenses en Afganistán y Pakistán.
A decir verdad, la respuesta es simple: definir los pecados de Israel en términos tomados de la Shoá es la manera justificada que encuentra Europa para deshacerse de su complejo judío. «El Holocausto», como escribió Thomas Keneally en «El arca de Schindler», «es un problema gentil, no un problema judío». O, como bien bromeara el psiquiatra Tzví Rex, «los alemanes nunca perdonarán a los judíos por Auschwitz».
No se puede negar que lo sucedido en Gaza es un desastre humanitario. Pero ni siquiera le pisa los talones a otras crisis humanitarias de las últimas décadas, incluidas las de la República Democrática del Congo (RDC), Sudán, Irak y Afganistán.
De hecho, desde 1882, todo el conflicto árabe-judío/israelí generó apenas la mitad de la cantidad de víctimas que Siria arrojó en sólo tres años. Desde 1950, el conflicto árabe-israelí ocupa el puesto 49 en términos de víctimas.
Esto no se condice con la denigración global de Israel que está sofocando las críticas legítimas. Cuando otras países flaquean, sus políticas son cuestionadas; cuando el comportamiento de Israel es polémico o problemático, se ataca su derecho a existir. Hay más resoluciones de la ONU dedicadas a los abusos a los derechos humanos cometidos por Israel que a los abusos de todos los otros países juntos.
Las historias sobre Israel se centran casi exclusivamente en el conflicto palestino. Joyce Karam, jefe de la oficina de Washington del periódico panárabe «Al-Hayat», cree que esto se debe a que «un musulmán que mata a otro musulmán o un árabe que mata a otro árabe parece más aceptable que Israel mate a árabes». Las víctimas sirias, libias y yemenitas no tienen rostro. A las víctimas de Gaza, muchísimas menos en comparación, se las idolatra y eso las torna únicas.
Esto no quiere decir que deba consolarse a Israel por la aritmética macabra del derramamiento de sangre. La hipocresía de algunos de los críticos de Israel de ninguna manera justifica su ocupación de territorio palestino, lo que lo convierte en el último país occidental desarrollado que ocupa y gobierna militarmente a un pueblo no occidental. La mayoría de los conflictos de hoy - en Colombia, Somalia, la RDC, Sudán y ahora incluso Irak y Afganistán - son internos. Hasta una potencia importante como Rusia enfrenta sanciones en señal de castigo por negarse a poner fin a su ocupación de un territorio extranjero.
El enfrentamiento de Israel con los palestinos representa un drama particularmente imperioso para Occidente. La historia de Israel se extiende mucho más allá del conflicto actual, para referirse a una simbiosis extraordinaria entre el legado judío y la civilización europea que culminó en calamidad. Desde su nacimiento, Israel soportó las cicatrices del peor crimen cometido alguna vez en suelo europeo. La penuria de los palestinos - las víctimas del triunfo del sionismo - toca otro punto neurálgico en la mentalidad europea.
De todas maneras, la tragedia israelí-palestina es única. Es una odisea atrapante de dos naciones con reclamos mutuamente excluyentes de tierras sagradas y santuarios religiosos que son centrales en las vidas de millones de personas en todo el mundo.
También es una guerra de imágenes en conflicto, en las que ambas partes reivindican un monopolio de la justicia y el martirio. La persecución judía, y la manera en que el sionismo la utilizó, se convirtieron en un modelo para el nacionalismo palestino. Clichés como «exilio», «diáspora», «Holocausto», «retorno» y «genocidio» hoy son un componente inextricable del ethos nacional palestino.
Cabe destacar que la Shoá no le da a Israel inmunidad ante las críticas, ni cada ataque a las políticas de Israel se puede desestimar como antisemita. El Israel del primer ministro Binyamín Netanyahu es percibido, y con razón, como un Estado de status quo que aspira a tenerlo todo: control continuo y colonización de Cisjordania (Judea y Samaria) y un «calma por calma» de los palestinos.
Pero el control de Hamás dentro de Gaza es igualmente problemático. Para poner fin a su coqueteo fatal con el yihadismo y fomentar la estabilidad, Gaza debe buscar un acuerdo económico y político con Israel que reprima la tentación de la guerra.
De la misma manera que la recuperación de las ciudades egipcias a lo largo del Canal de Suez luego de la guerra de Yom Kippur en 1973 allanó el camino para una paz entre Israel y Egipto, una Franja de Gaza próspera serviría a los intereses de todas las partes involucradas, empezando por Israel.
Fuente: Project Syndicate