Es claro el sentido de la narrativa en el paraíso. Los seres humanos vivían libres y, por lo tanto, felices, sin que ninguno prevaleciera sobre el otro. Pero Dios puso una sola condición, no podían comer del árbol «del conocimiento del bien y del mal», es decir que nadie tenía la facultad de decidir qué era bueno y qué era malo. Hasta que un día la serpiente los convenció de comer de los frutos del árbol prohibido, diciéndoles que cuando lo hiciesen «serán como Elohim».
Los humanos cayeron en la tentación y ese mismo día se creó el Estado, es decir, aparecieron seres que usurparon la potestad de imponer qué es bueno y qué es malo para otros. Normalmente decretaron qué es bueno para ellos, pero así es el sistema del pecado, infernalmente imperfecto.
«Dios creó la guerra para que los norteamericanos aprendieran geografía», especuló Mark Twain. Hoy sigue siendo tan cierto como lo era hace dos siglos. ¿Cuántos serían capaces de localizar Yemen, Somalia o Malí en un mapa de no ser por los conflictos existentes en esos países?
En estos días de reflexión, la guerra plantea además una oportunidad para aprender un poco de historia y de teología. Pero para ello hay que separar los hechos de las fantasías.
En su discurso a la nación del pasado 10 de septiembre, el presidente Obama reconoció que, en la época actual, «las mayores amenazas proceden de Oriente Medio y el Norte de África». Y añadió que «uno de esos grupos es el Estado Islámico (EI)».
Hasta ahí, bien. Pero a continuación afirmó que el EI «no es el islam». ¿Por qué no? Porque, según dijo, «ninguna religión acepta el asesinato de inocentes, y la gran mayoría de las víctimas del EI son musulmanas». Ninguna de ambas afirmaciones resiste un análisis.
Ciertamente, no hay nada nuevo en que musulmanes maten musulmanes. La primera guerra civil islámica estalló en el 656, tan sólo 24 años después de la muerte de Mahoma, fundador del EI original. La batalla de Kárbala (680) marcó el inicio de un conflicto entre sunitas y chiítas que ningún proceso de paz logró solucionar durante más de 1.300 años.
Sí, también hubieron conflictos internos entre judíos. Dos Templos y Jerusalén fueron destruidos debido a ellos. ¿Pero alguien sugeriría que judíos que lucharon contra otros judíos no eran parte del judaísmo?
En cuanto a la idea de que ninguna religión consiente el asesinato de inocentes, tanto mayas como aztecas, que gobernaron un gran imperio, creían tener una deuda permanente con sus dioses que sólo podía pagarse matando vírgenes y niños que eran colocados sobre altares, donde se les arrancaba el corazón mientras aún latía, y se lo alzaba hacia el sol.
Además, seguro que a estas alturas ya sabemos que los yihadistas consideran que la expresión «infiel inocente» es una contradicción.
Eso nos lleva a la incómoda cuestión que Obama pretendió evitar al no responder ¿cuál es la relación entre el islam y entidades como el EI, Irán, Hezbolá y Hamás?
Podemos acercarnos a la felicidad, pero ésta por definición es imposible. El hombre nace con el impulso de buscarla, pero está destinado a no encontrarla. Sin embargo, esa insatisfacción permanente es la semilla del progreso. La inalcanzable plenitud tira de nosotros y nos hace cada vez más humanos y, por lo tanto, más divinos. La búsqueda de la felicidad no es fácil, requiere esfuerzo y responsabilidad.
La gran mayoría de las personas prefiere acomodarse en la opresión y la pobreza a correr el riesgo de lanzarse en busca de la autodeterminación y la prosperidad. Por eso en todas las épocas surgieron «hijos de serpientes» que pretendían «ser como Elohim» que, con una receta sencilla, ofrecían proporcionar desde su trono felicidad ilimitada, inacabable y casi gratuita. La condición para encontrarla era que los demás individuos les obedecieran y aceptaran su esquema del bien y del mal. Un número nada despreciable de la humanidad siempre está pronto a acatar ese proyecto. No obstante, los niveles de felicidad conseguidos fueron y son paupérrimos, pero quienes se autoproclaman «como Elohim» siempre atribuyen su fracaso a la mediocridad y maldad de los demás.
Osama Bin Laden, Hassan Nasrallah, Khaled Mashal, Alí Jamenei y Abu Baker al Bagdadi (autoproclamado califa del EI), todos ellos parecen ser devotos que creen que están librando, por mandato divino, una guerra contra Occidente, especialmente contra Estados Unidos, líder de los países occidentales, y contra Israel, única nación de Oriente Medio no gobernada por musulmanes.
¿La mayoría de los más de mil millones de musulmanes existentes comparten esta visión de mundo o participan en ese proyecto? No, pero con que sólo lo haga el 10% ya tenemos un grave problema, complicado por el hecho de que hay muy pocos musulmanes que quieran y puedan desafiar a los yihadistas.
Turquía, miembro de la OTAN, prohibió el uso de sus bases aéreas construidas por los norteamericanos, en la que están destacados varios efectivos de la Fuerza Aérea estadounidense, para llevar a cabo ataques contra el EI. Erdogan, otro «hijo de serpiente», tampoco ayuda a acabar con el lucrativo comercio de petróleo robado que lleva a cabo el EI. La Organización para la Cooperación Islámica, una especie de ONU musulmana con 56 miembros, de momento no ofreció más que apoyo retórico a la lucha contra el yihadismo.
Al insistir en que el EI no es el islam puede que Obama crea que está demostrando sensibilidad. En realidad está sacando del apuro a aquellos dirigentes musulmanes, que deberían combatir a los extremistas con las armas, retirando financiación a mezquitas y madrazas que promuevan el yihadismo y organizando campañas del tipo «No en nuestro nombre». En cambio, lo que están diciendo es: «Como el EI no tiene nada que ver con el islam, no es problema nuestro».
«Inventores de la felicidad celestial» los hay de toda clase. Pero el principio de la misma entendida como fórmula es de mala fe, basado en el engaño o en el autoengaño, en el mejor de los casos. Es la realidad de estos yihadistas que se niegan a aceptar su limitación, o incluso sabiendo que son limitados, pretenden ser «como Elohim» y se convierten en hijos de la serpiente.
Los norteamericanos deberían estar tomando nota de todo ello. No reporta ningún beneficio negar que en el seno del islam surgieron organizaciones que aspiran ser «como Elohim». Tales extremistas violentos y fanáticos religiosos, representan, de hecho, la mayor amenaza para la civilización. Eso los convierte en enemigos, y necesitamos conocer a nuestros enemigos si es que vamos a desarrollar estrategias coherentes para vencerlos definitivamente.
Esto implica no sólo derrotar al Estado Islámico sino también a la enfermedad de la que éste es sanguinario síntoma.