Susanita, la amiga de Mafalda, la genial creación de Quino, decía que miraba los periódicos para confirmar cuán buena gente era ella. Más allá de la frivolidad de la rubita, hay algo cierto en eso de las comparaciones; para bien o para mal, cuando nos fijamos en lo que hacen o dejan de hacer los otros siempre tendremos una perspectiva distinta de lo que nosotros mismos estamos haciendo o dejamos de hacer, y sobre todo en qué circunstancias.
Tuve la oportunidad de caer en esta tentación de las comparaciones odiosas durante los 23 días que duró un curso sobre periodismo en zonas de conflicto que se realizó en Israel, organizado por el sindicato afiliado a la Histadrut, la Central Obrera, pero financiado por la cancillería hebrea. Fui invitado a participar por el Consulado Honorario de Israel en Paraguay.
Más allá de los polémicos temas sobre la guerra y la tierra que se trataron durante el seminario, me quedé con la imagen de un país de nueve millones de habitantes y una superficie veinte veces más pequeña que la del Paraguay.
Un Estado en el cual la mitad de su territorio es árido, con un ínfimo nivel de lluvias y más de medio siglo de violencia bélica.
Resulta casi irónico que esa parcela de Oriente Medio sea lo que los judíos consideran la «Tierra Prometida» por el Dios hebreo. El Todopoderoso no parece a primera vista el mejor agente inmobiliario. Es más, esa tirita es casi una isla estéril rodeada de las mayores reservas petroleras del mundo. Unos kilómetros más acá o más allá los habría hecho ricos.
Hay quien podría suponer que esa pequeña nación es una construcción del capitalismo hereje de Occidente o del fundamentalismo religioso judío. Nada más alejado de la realidad. El movimiento que dio vida a ese país era básicamente socialista, y su fundador y primer gran líder político, David Ben Gurión, era sindicalista y ateo.
De hecho, las únicas comunidades auténticamente socialistas y exitosas del mundo se instalaron en Israel, los kibutzim, que con el tiempo adaptaron su economía sin por ello desdeñar las garantías y responsabilidade mutuas por sus comunidades.
La principal fuente de recursos de su economía actual son las empresas de alta tecnología, compañías que no aparecieron por obra y gracia del mercado, sino por una decisión política tomada desde el Estado treinta años atrás.
El Estado judío vive preparado para la guerra desde su creación en 1948. Gasta miles de millones de dólares en armas. Nadie puede construirse una casa sin agregarle un refugio antibombas. Ningún partido político tiene mayoría parlamentaria y sus acuerdos son tan frágiles que jamás hubo un gobierno de más de tres años.
Y, sin embargo, tienen cobertura médica universal, una de las tasas de desempleo más bajas del mundo, un ingreso por habitante superior a los 34.000 dólares y un récord mundial de patentes por nuevos inventos y árboles plantados.
Vale la pena, más allá de la miseria horrible de la guerra, preguntarse qué están haciendo bien los israelíes para obrar milagros en ese infierno; y, sobre todo, qué estamos haciendo tan mal nosotros en América Latina para hacer un infierno de este paraíso.