A mediados de mayo de 2013, el primer ministro Israelí, Binyamín Netanyahu, viajó de urgencia a Moscú a entrevistarse con el presidente Vladimir Putin. La temática central determinó la premura del encuentro: en pocos días el Gobierno ruso se proponía cerrar la venta de modernos sistemas de defensa aérea S-300 a Siria. El objetivo de Netanyahu consistía en exponer su total oposición y desacuerdo a este negocio. Hasta la fecha la operación está aún pendiente de concreción.
No disponemos de información respecto de la actitud de Putin ante la exigencia israelí. No sería exagerado suponer que no hubiese visto con buenos ojos el intento de intervención extranjera en un asunto que incumbe directamente a intereses rusos. Imaginémonos también que como respuesta, ante una pregunta en entrevista televisiva casual, el líder ruso declararía públicamente que «la política israelí de oposición a la venta de armas defensivas a Siria está en clara contradicción con los valores básicos del judaísmo y el sionismo».
No creo cometer un grave error al conjeturar que tal actitud suscitaría una masiva ola de protesta tanto del Gobierno de Israel como de las instituciones judías del mundo, inculpando al mandatario ruso de ignorancia, vileza, injuria, y por qué no, también de la contundente calificación: antisemitismo.
Este relato de los hechos y la presunción que la acompaña no son más que el decorado de una síntesis de la humillante y vergonzosa posición a que arribó EE.UU como consecuencia de sus relaciones con Israel, especialmente desde que Obama y Netanyahu asumieron sus mandatos en 2009.
En el último encuentro entre ambos mandatarios, Obama se tuvo que tragar otra píldora amarga, que, como ya es costumbre, Netanyahu posó sobre la mesa con el anuncio de la construcción de 2.600 viviendas judías en territorio de Cisjordania. Atento a la posición tradicional estadounidense, Washington criticó severamente esta medida acusando a Israel de «envenenar el ambiente de paz y que esa medida distanciaría a EE.UU de Israel» [1].
Atento a su conocida táctica de degradar al máximo al contrincante de ocasión - y no importa si se trata del amigo estratégico más importante -, Netanyahu no pudo contenerse y de inmediato pasó al ataque. En esta oportunidad comenzó por subestimar a la Casa Blanca: «No estoy dispuesto a recibir críticas», declaró [2].
Este primer plato de afrenta pareció no ser lo suficientemente condimentado y fue necesario agregar algo más agrio tratando a los funcionarios estadounidenses de ignorantes: «Antes de hablar que primero conozcan la realidad», agregó [3].
Para dar el noqueo definitivo de esta ronda, Netanyahu desenfundó la típica insolencia israelí cuando ofendió groseramente al gobierno y pueblo del país del norte con declaraciones en una entrevista televisada: «la critica estadounidense está en clara contraposición con los valores básicos de Estados Unidos y no presagia nada bueno al proceso de paz» [4].
Dirigentes israelíes humillando u ofendiendo a los más altos funcionarios estadounidenses no es algo nuevo ni nada llamativo. Moshé Yaalón, ministro de Defensa, trató meses atrás al canciller Kerry de «obsesivo y mesiánico; que reciba el Premio Nobel y se vaya a su casa». Moti Yogev, miembro del Parlamento israelí y de la coalición de Netanyahu, acusó a Obama y Kerry de ser «cómplices del asesinato de israelíes por promover la liberación de prisioneros palestinos». El diario «Haaretz» publicó una reseña de los choques verbales de los últimos años entre Obama y Netanyahu [5].
Martin Indyk, judío, ex embajador y representante de EE.UU en las negociaciones de paz entre palestinos e israelíes, declaró recientemente que las relaciones entre Washington e Israel se están desmoronando, entre otros motivos, por «la total falta de respeto de algunos sectores del Gobierno israelí a la administración de Obama» [6].
Si bien estas actitudes agraviantes provenientes del Estado judío no pueden calificarse menos que sorprendentes, lo son en mucho mayor grado la resignación y docilidad de la administración y pueblo estadounidenses ante tremendo vapuleo verbal a su orgullo y símbolos nacionales.
Ese permanente balbuceo centrado en la búsqueda de pretextos y justificaciones de sus voceros más jerárquicos no hace más que acrecentar la sensación que ciertos aspectos de la conducta de la primera potencia del mundo fluyen a través de determinados grifos operados por manos israelíes o de sus fieles sostenes en EE.UU. El servilismo permanente e incondicional de EE.UU a favor de Israel dificulta toda otra interpretación.
El mensaje de Netanyahu al pueblo estadounidense es claro. En todo lo que se refiere a intereses israelíes, la política exterior de EE.UU necesariamente debe subyugarse a los dictámenes de Jerusalén. Los intereses diplomáticos primordiales del país del norte comienzan por los de Israel.
Como broche de oro de la era de Obama, nadie se debe sorprender si en la próxima cumbre con Netanyahu la administración estadounidense sea nuevamente abochornada, esta vez para demarcar límites al nuevo presidente y su equipo.
Ojalá me equivoque...
[1] «Construcción en Jerusalén Oriental distanciará a EE.UU de Israel»; Walla; 2.10.14.
[2] «Netanyahu responde a EE.UU: No estoy dispuesto a recibir críticas»; Walla; 2.10.14.
[3] «Que primero conozcan los hechos»; Canal 2 Israel; 2.10.14.
[4] «Casa Blanca: Nuestros valores construyeron la Cúpula de Hierro»; Ynet; 6.10.14.
[5] «Yaalón: Kerry mesiánico y obsesivo»; Ynet; 14.1.14. «MP Moti Yogev: Kerry y Obama cómplices de asesinato»; Kikar Hashabat; 20.12.13, «Crisis de valores»; Haaretz; 8.10.14.
[6] «Indyk criticó a Israel y Obama durante Yom Kipur»; Itón Gadol; 8.10.14.