Israel volvió a estar en el punto de mira de los medios internacionales y del mundo árabe y musulmán cuando la violencia provocó un cierre temporal de los accesos al Monte del Templo de Jerusalén y a sus mezquitas.
Las críticas, duras y encendidas, llovieron sobre el Estado judío procedentes de diversas fuentes musulmanas, e incluso de Jordania, un país que tiene un tratado de paz firmado con Israel y depende de él para cooperar en cuestiones de seguridad.
Pocos se molestaron en mencionar, y mucho menos en criticar, el intento de asesinato de un activista judío - que fue lo que provocó el cierre del recinto -, o las machaconas incitaciones por parte de los líderes palestinos, las cuales contribuyeron a provocar el problema.
Pero si bien los disparos originaron una cobertura mediática sesgada, que se valía de los mismos argumentos que quienes incitaban a la violencia, aquí hay más cuestiones de fondo. La obsesión por mantener a los judíos fuera del lugar más sagrado del judaísmo y, de hecho, fuera de buena parte de Jerusalén, nos dice cuanto necesitamos saber acerca de por qué no hay un cercano acuerdo entre las partes.
Desde el punto de vista de quienes critican a los israelíes en la disputa por su capital y por el Monte del Templo, la idea de que haya judíos que se muden a ciertas zonas de la ciudad o de que visiten la explanada que domina el Muro de los Lamentos - o incluso recen en ella - resulta profundamente provocadora.
Las sensibilidades árabes se ofenden por la presencia judía tanto en barrios de mayoría judía de Jerusalén Este como en aquellos de mayoría árabe.
Los musulmanes se sienten especialmente indignados ante el espectáculo de los judíos que caminan por el Monte del Templo, cerca de las mezquitas, o de los que oran allí, lo que actualmente está prohibido.
La mayor parte de Occidente acepta esta forma de ver los acontecimientos, juzgándola intrínsecamente razonable; quienes, como el rabino al que dispararon el pasado día 29 de octubre, defienden el derecho de los hebreo a rezar en el Monte, o los líderes israelíes que creen que los judíos tienen todo el derecho a vivir en la zona que quieran de su capital ancestral, son considerados unos extremistas perturbadores de la paz.
De hecho, el rey Abdullah II de Jordana, que se siente obligado a atacar verbalmente a Israel debido a que la mayoría de sus súbditos se opone al tratado de paz y desprecia el hecho de que es el Estado judío quien garantiza realmente su capacidad de mantener a raya al Estado Islámico (EI) y a otros islamistas, declaró que había que culpar del problema tanto al extremismo judío como al musulmán.
Pero lo que debemos entender de este marco de referencia es que se basa en la idea de una paz comunitaria que exigiría una segregación oficial, la cual dejaría fuera de los límites para los judíos diversas zonas de la ciudad y un lugar sagrado fundamental.
Eso puede parecerle razonable a quienes consideran que el regreso de los judíos a su patria histórica es algo a lo que hay que dar marcha atrás, no algo que haya que aceptar. Ello no sólo plantea la cuestión de por qué los judíos deberían aceptar semejante derogación de sus derechos; además nos exige preguntarnos cómo tales actitudes pueden ser compatibles con cualquier idea de un acuerdo definitivo de paz.
Aunque los árabes y el Departamento de Estado norteamericano consideren que es una provocación indignante, la idea de permitir que los judíos vivan en cualquier parte de Jerusalén no impediría un tratado de paz, en el caso de que los palestinos llegaran a aceptar alguno. Al fin y al cabo, Israel ya les ha ofrecido independencia y un status de Estado en casi toda Cisjordania, Gaza y una parte de Jerusalén, y lo rechazaron en 2000, 2001 y 2008.
Cualquier tratado de paz tendría que garantizar que Jerusalén siguiera abierta a ambas partes, especialmente los lugares sagrados. Pero si, como parece indicar la reciente violencia, el principal objetivo de los palestinos es asegurar que se mantiene a los judíos fuera de cuantos lugares sea posible, incluidos los sagrados, ¿qué clase de paz sería esa?
El empeño de los líderes palestinos en insistir en el mito de que los judíos planean volar la mezquita de Al Aqsa y otros lugares sagrados islámicos les ayuda a avivar el odio religioso y a fomentar la violencia durante casi un siglo. Es algo que se basa en la convicción de que los judíos no tienen derecho a estar en ningún lugar del país.
Cuando el presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abbás, le dice a su pueblo que emplee cualquier medio para mantener a los judíos fuera del Monte del Templo o de zonas de Jerusalén, no se limita a expresar una opinión sobre una cuestión concreta, sino que envía una señal de que no hay un fin de la guerra palestina contra el sionismo.
Los dirigentes de ambas partes deberían estar haciendo todo lo posible por mantener tranquila Jerusalén, pero la paz no puede comprarse accediendo a una prohibición segregacionista, tipo apartheid, según la cual los judíos no podrían visitar o residir en ciertos lugares.
En vez de tolerar unas actitudes tan peligrosas, Estados Unidos debería estar enviando un claro mensaje a los musulmanes: Deben aprender a vivir con sus vecinos judíos y compartir la ciudad.
Pero mientras Washington se dedique sólo a lanzar insultos contra Israel, podemos estar seguros de que habrá más violencia e incitación.