La crisis de Oriente Medio está revelando un nuevo y peligroso rostro. La violencia ya no es organizada sino que se tornó espontánea y por lo tanto más imprevisible que en ningún otro momento. El último de estos sucesos ha sido el sangriento ataque, esta semana, por dos palestinos armados con cuchillos y hachas que causó cinco muertos, entre ellos cuatro rabinos, en una sinagoga de Jerusalén. Antes, hubo golpes aún más precarios con autos que atropellaron civiles o uniformados israelíes en las calles o dispararon contra ultrarreligiosos judíos.
Es ese carácter repentino el que alimenta temores de que estas sean señales que anticipan el estallido de una tercera Intifada, un levantamiento que en su última versión de 2000 a 2005 dejó un tendal de 5.500 muertos en Cisjordania y Gaza y más de un millar de israelíes.
Pero puede ser una caracterización errónea. Aunque la tensión es enorme, no están dadas las mismas condiciones que en aquellos años según el balance de todos los expertos. La excepción, claro, es por los similares niveles de frustración y desaliento que estuvieron entonces y siguen marcando a fuego el ánimo de los palestinos.
Este escenario desmadrado encaja perfecto en la lógica de «cuanto peor mejor» que alientan los extremistas, la tribu dominante hace tiempo en vértices clave de cada uno de los bandos en pugna. También es la verificación de que no hay un liderazgo hacia la paz en la región.
Este giro último de la furia callejera tiene dos dimensiones, una de ellas definitivamente alarmante. «Expone un escenario mucho más complicado porque no se puede hacer inteligencia debido a la inexistencia de una organización detrás», reconoció el ex asesor de seguridad nacional israelí, el general retirado Yaakov Amidror. «Alguien se levanta por la mañana y se dice, hoy voy a matar algunos israelíes, y nada más se lleva un cuchillo de su cocina y ataca». Y agregó: «No veo ninguna medida que pueda tomarse para detener a un individuo como ese».
La otra dimensión más política es la que debería recorrerse para comprender qué es lo que lo que no se ha querido corregir y que ha hecho posible esta deriva. La primera reacción del Gobierno de Binyamín Netanyahu fue culpar por estos sucesos en un plano de igualdad a Hamás que gobierna Gaza y al presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abbás, a cargo de Cisjordania. La retórica incluyó la comparación de esta violencia con la que ejerce el Estado Islámico (EI) en Irak y Siria y resumir todo en el formato de una guerra religiosa. No son sólo palabras. Significa que del mismo modo que se actúa para exterminar a esa banda sanguinaria sería legítimo operar contra las organizaciones palestinas. Pero toda esa estructura argumental es endeble. Las autoridades israelíes trabajan en prevención y seguridad mano a mano con los funcionarios de la AP de Abbás. «Los dos operan juntos y han prevenido muchos ataques terroristas», dice David Harris, de la ONG Israel Project, con base en el Estado hebreo y en Estados Unidos. El propio jefe del Shin Bet, Yoram Cohen, quitó al mandatario palestino de toda sospecha de estímulo al terrorismo.
El desprecio de muchos de los ultranacionalistas israelíes por Abbás es compartido por la dirigencia de Hamás, que hace rato busca fulminar al veterano y debilitado presidente. En especial, después que en junio pasado el liderazgo de esa organización debió aceptar a regañadientes la reunificación de los grandes sectores palestinos divididos desde la mitad de la década pasada. La razón de ese acercamiento fue menos por convicción política que por la crisis social y económica que sufre la Franja de Gaza y que aceleraba de modo dramático el desprestigio de la organización terrorista.
El Gobierno israelí tampoco quería esa reconciliación que denunció como de una sociedad con terroristas cuando, en realidad, si la hubiera apoyado reducía el poder de los sectores más duros. En verdad, de lo que se trató fue de dinamitar cualquier acuerdo en los territorios que fortaleciera al bando moderado palestino - que así se insinuaba en aquel momento - y reactivara las intensas negociaciones que durante nueve meses impulsó Estados Unidos para una salida de dos Estados. La intransigencia de Hamás y su oportunismo suicida acabó articulando con ese mismo objetivo depredador de la única salida sensata a este contencioso.
A partir de ahí hubo todo tipo de desgraciados episodios, con muertes de jóvenes de un lado y del otro, que acabaron disparando la ofensiva militar israelí de 50 días sobre Gaza. Ese operativo que dejó dos millares de muertos palestinos, le sirvió a Hamás para montarse en la cólera de su pueblo, recuperar centralidad y convertirse en la fuerza favorita en los territorios.
Del otro lado también sacaron cuentas. El fundamentalismo israelí ganó la calle con sus propios moderados y sepultó bajo esos escombros la solución negociada que alentaba Barack Obama, una alternativa que encrespa con similares cuotas de desaire al integrismo palestino.
Desde entonces se han sumado hechos que baldean con combustible las llamas de esta crisis. Hay un avance constante en la colonización del espacio donde ya no estaría definitivamente el Estado palestino. Y el resurgimiento tolerado de grupos ultranacionalistas religiosos judíos que integran la coalición de Gobierno y que reclaman un cambio del status quo vigente que impide el rezo en el Monte del Templo en Jerusalén.
El rey de Jordania, Abdhulla II, uno de los mayores aliados de Estados Unidos en la región, es el guardián de los lugares sagrados del islam en esa ciudad según los acuerdos de paz firmados en 1994 con Israel. Pero la demanda de los extremistas avanza sobre esa jerarquía generando otro tembladeral. Este mes Amman retiró su embajador en señal de protesta.
La peor novedad ahora de estas alteraciones es la ofensiva del ala dura para imponer una ley que haga de Israel «un Estado de la nación judía». El diario «Haaretz» consideró esa iniciativa una amenaza a la diversidad democrática del país.
Se trata de una peligrosa reacción al hecho de que, aunque se bloquee la creación de un Estado palestino, no se puede desactivar la bomba demográfica de ese pueblo, que constituye un 20% de la población israelí.
Al subordinar la naturaleza democrática del Estado a su carácter judío, se abre una trampa que puede acabar en formas de racismo e, inevitablemente, fortaleciendo el fanatismo del otro lado. Y lo que es peor, completando nuevamente el círculo de violencia.