En las últimas semanas, un polémico proyecto de ley hizo su aparición en la escena de la política israelí. El borrador fue aprobado por el Gobierno. El proyecto contó con los votos a favor del Likud y otros aliados de la ultraderecha nacionalista religiosa y la oposición de los ministros moderados Yair Lapid y Tzipi Livini.
Entre los objetivos está definir a Israel como un Estado judío, por encima de su condición democrática que consagra la igualdad de condiciones para todos sus ciudadanos, sin importar la fe que profesan o el origen étnico.
Todavía resta saber que modificaciones se le harán al mismo cuando llegue al Parlamento, sin embargo, el proyecto ya invita a la reflexión, el análisis y la crítica.
En primer lugar, esta ley incumbe y preocupa a millones de personas no judías que habitan en Israel. Pero también tiene implicancias notables para las empantanadas negociaciones que el Estado hebreo mantiene con las autoridades palestinas.
Al cabo de una operación militar en Gaza, con su lamentable saldo de muertes y destrucción de infraestructuras, y en un contexto de creciente descontento y disturbios en Cisjordania por la negativa de Israel a detener la política de construcción de nuevas viviendas en dicho territorio ocupado militarmente y en los barrios de Jerusalén Este, esta ley tiene un objetivo coyuntural importante.
Es un llamado a redoblar la apuesta por parte de la ultraderecha, en un contexto de creciente radicalización de la sociedad israelí. La iniciativa busca introducir un obstáculo de difícil solución para las negociaciones con los palestinos y, al mismo tiempo, aumentar la discordia entre sus dos grupos más importantes, Al Fatah y Hamás. Ambos anunciaron antes de la ofensiva israelí la conformación de un liderazgo unificado como respuesta al argumento hebreo de que la división creada entre ambos hacía vana cualquier tratativa.
En el fondo, está claro que el actual Gobierno de Israel no quiere negociar, porque entre otros motivos, no quiere pagar el costo político de enfrentarse a los habitantes de los asentamientos judíos en Judea y Samaria, enfrentamiento inevitable si en verdad decidiera avanzar hacia una solución de dos Estados.
Hay que decir que esta ley de judeidad del Estado no introduciría en definitiva ningún elemento demasiado novedoso. El carácter judío de Israel fue definido en la Declaración de Independencia de 1948, que señalaba que la Tierra de Israel era la cuna histórica del pueblo judío, que este vínculo era el que daba legitimidad histórica al sionismo y que se declaraba el Estado judío en esta tierra.
Pero sobre todo, está implícito en la llamada «Ley de retorno», que establece que toda persona judía, o descendientes de judíos hasta tercera generación, tiene derecho inmediato a la ciudadanía israelí.
«Toda nación es una comunidad imaginaria», decía el historiador irlandés, Benedict Anderson, en su clásico trabajo sobre los nacionalismos. Pero si todos los nacionalismos son nada más - y nada menos - que esto, comunidades imaginarias, construidas sobre relatos mitológicos colectivos, el sionismo es uno de los más particulares de todos ellos.
Auspiciado por el auge nacionalista europeo posterior a 1848, y el evidente fracaso de los movimientos judíos liberales que luchaban por la integración en igualdad de condiciones en cada uno de los países en donde vivían, el movimiento sionista se atrevió no sólo a imaginar una comunidad en un lugar concreto en donde la gente que integraba ese pueblo ya vivía, si no a proyectar una a futuro, a crear casi desde cero el hebreo moderno y a promover una descomunal empresa de migración masiva para hacerlo realidad.
Al principio cualquier territorio estaba dentro de lo pensable. Pero pronto quedó claro que uno solo, por el peso simbólico e histórico que tenía, conseguiría el magnético efecto que ese nacionalismo necesita para despertar la pasión en las conciencias judías europeas: el territorio por entonces bajo dominio turco de Palestina.
En esta polémica elección quedaría sellada para siempre una relación paradójica entre sionismo y fe. Si bien el sionismo siempre fue un movimiento amplio, las tendencias laicas predominaron ampliamente sobre las religiosas, y la identidad propuesta era nacional secular. Sin embargo, la misma estaba indudablemente atravesada por la fe: desde la idea misma de un «regreso», que otorga a a historia bíblica un estatuto de verdad, hasta la mencionada ley de retorno, que toma la profesión de la fe como divisa de autenticidad.
La presentación de este proyecto de ley es un símbolo del éxito que han tenido en las últimas décadas los sionistas nacionalistas religiosos, es decir, los colonos, que consideran a Israel un «Estado sagrado», fundamental para la llegada del Mesías, y siguen ocupando militarmente Cisjordania a la que consideran parte del «Gran Israel» que Dios prometió para siempre a los judíos y por lo tanto, imposible de ser devuelto en futuras negociaciones.
Esto obliga a preguntarnos, pero sobre todo, obliga a los israelíes a preguntarse ¿Qué significa ser judío? ¿Es una religión? ¿Significa esta ley entonces que Israel se estaría volviendo una teocracia, como otras que tanto gusta de criticar? ¿O es acaso una identidad nacional? ¿No sería entonces un acto deliberado de racismo privilegiar una etnia judía sobre las demás para definir el carácter de un Estado? En definitiva, ¿Qué definición de judaísmo es la que se está tomando para fundar sobre ella un proyecto político y social? y ¿Qué clase de proyecto se pretende más allá de esta definición?
Si la nación es una comunidad imaginaria, a riesgo de sonar poco realista, prefiero imaginar otra distinta. Una en las que los diversos pueblos que hoy se disputan inútilmente la exclusividad estatal del territorio, puedan cohabitarlo, con autodeterminación y reconocimiento mutuo.
En definitiva, a esto se reduce el problema actual en Israel-Palestina: una incapacidad colectiva de ambos lados para el reconocimiento del otro.
Y siendo lo que somos sólo por ese reconocimiento, hoy ni unos ni otros pueden decir con orgullo ser un pueblo, mucho menos pretender un Estado exclusivo para ellos y la negación para los demás.