Si se toma el ataque a «Charlie Hebdo» como un hecho aislado, nos veremos impedidos de entender y medir la gravedad que implica.
Las actuales formas de terrorismo llevadas adelante por el fanatismo islámico pueden aparecer como diferentes o atomizadas, pero todas ellas - las Torres Gemelas, el tren en España, AMIA y Embajada de Israel en Buenos Aires y tantísimos otros atentados perpetrados en múltiples lugares del mundo, distantes entre sí, forman parte de un mismo fenómeno, que nada tiene de caprichoso ni inorgánico. Frutos mortales de un mismo árbol, multiplicación incesante de una sola ideología.
El enemigo declarado a quien debe darse muerte puede llamarse «mundo occidental», «judíos», «cristianos», «infieles», «Israel», pero bajo esos nombres se ataca también a mujeres que aspiran a elegir sus vidas, ciudadanos que expresan su disenso, personas que reivindican su libertad política, intelectual, religiosa, sexual o de cualquier otro aspecto de sus existencias.
Es preciso entonces abarcar con la mirada la compleja y multiforme trama en la que este último hecho se inserta: Europa, América, Oriente y Occidente, es decir, el mundo tal como lo conocemos, vive bajo la amenaza incesante y cada vez más siniestra de «una potencia en cólera», como decía Joseph De Maistre. Un dios colérico, Alá, al que sus fanáticos adoradores le atribuyen el mandato absoluto e inapelable de exterminar a todo aquel que no comparta esa «fe». No es entonces cuestión humana, no son los mortales quienes deciden matar, sino que lo hacen en nombre de algo más alto y poderoso. ¿No suena conocido?
Hace sólo ochenta años Europa se desangraba bajo el nazismo. Como corolario de una sostenida y persistente práctica de odio antijudío - toda la milenaria historia de Europa está jalonada por las innumerables modalidades de este odio, ejercido desde los más altos estamentos políticos y religiosos tanto como desde las capas populares -, los nazis llevaron adelante el exterminio organizado en pos de la tan mentada (y afortunadamente fracasada) «solución final».
Por cierto, tuvieron que pasar décadas para que se advirtiera - ¿se advirtió realmente? ¿estamos advertidos ya? - que el nazismo no era, no había sido - ¿no es? - un fenómeno aislado ni de generación espontánea, sino que coronaba una larguísima cadena de hechos en todos los niveles de la vida europea.
La «pureza de la raza» era, en esa ocasión, el motivo superior, la divinidad que alentaba las matanzas. Las manifestaciones de tales ideologías van mutando, y pueden aparecer con distintos rostros adaptados a los ropajes de cada época.
Pero es imperioso advertir sus relaciones, sus disfraces y sus conexiones. No deben verse casualidades cuando lo que hay son líneas dominantes, las «tendencias criminales de la Europa democrática» como las llama Jean-Claude Milner: un hilo rojo que articula las distintas denominaciones de una misma ideología del exterminio, lo que podríamos llamar la «nazislamización» de Europa.
El «mal» no viene de afuera, no es un virus oriental inoculado en la sana cultura occidental. No es un choque de civilizaciones. Si no advertimos el siniestro parentesco entre Hitler y Al Qaeda - anche Hamás, Estado Islámico, Hezbolá y todos los innúmeros grupos terroristas que se reproducen sin cesar - no tenemos ninguna posibilidad de afrontar el peligro inminente que nos amenaza.
Mientras se ataca a Israel o a los judíos, no parece importar demasiado. Durante siglos, la mayoría de los hombres y mujeres actuaron como el personaje del poema erróneamente atribuido a Bertold Brecht: vinieron a matar a los judíos, pero como yo no soy judío no me preocupé.
Hoy - y ya desde hace mucho, muchísimo tiempo - queda a la vista que «Charlie Hebdo» es judío. Y si «todos somos Charlie», como rezan los carteles de los manifestantes…