Este trabajo es también un intento: En casi todos los países de Europa el año 2015 ha sido iniciado bajo el acento de dos peligrosas apariciones precedentes: El Islamismo y el Neo-Fascismo.
El intento de este escrito - como todo escrito, algo inacabado en el nunca terminado proceso del pensar - es tratar de vincular a la una con la otra. No solo pienso que no se pueden analizar por separado. Pienso que, incluso, las dos apariciones constituyen una unidad.
Este escrito no pretende avanzar más allá del límite del diagnóstico. Me abstengo de proponer soluciones. Primero hay que indagar sobre el fenómeno en sí. Hay que seguir analizando: Considérese lo dicho como una invitación a hacerlo.
El islamista
Antes de leer este texto es muy importante retener una diferencia: No es lo mismo un creyente islámico (musulmán) que un islamista.
Entendemos por islámicos a todas las personas que profesan la religión del Islam. Entendemos por islamista a quien sigue una ideología política en nombre del Islam.
Hay, efectivamente, consenso unánime en señalar que la mayoría de quienes profesan la religión islámica no son islamistas, es decir, no adhieren a un proyecto político basado en una religión.
Por cierto, como en toda religión, hay fanáticos que siguen el texto del Corán al pie de la letra. Son los llamados fundamentalistas, quienes se rigen por la literalidad del libro sagrado. Pero aunque hay fundamentalistas con tendencias islamistas, hay otros que no lo son. La diferencia es la siguiente: mientras el fundamentalista se rige por el texto, el islamista selecciona determinadas palabras del texto: solo las que son útiles para su proyecto ideológico. Eso no significa que todo islamista sea un terrorista aunque sí, todo terrorista musulmán es islamista.
Lo dicho no lleva tampoco a afirmar que los islamistas no son personas religiosas. Desde el punto de vista formal, lo son. La mayoría reza cinco veces al día, no consumen alcohol, practican ayunos, en fin, siguen los rituales. Pero, como ocurre en otras religiones, el exceso de ritualidad suele ser una coartada para esconder un notable déficit espiritual. Para decirlo con ejemplos: Tanto Pinochet como Franco, ambos sanguinarios dictadores, fueron católicos practicantes - ninguno dejó de ir a misa ni un solo Domingo -. Desde el punto de vista formal, ambos eran tan católicos como Teresa de Calcuta. La diferencia entonces es obvia: No es lo mismo practicar una religión que seguir el llamado de una fe. Quienes optan por lo segundo suelen incluso descuidar los rituales.
Los rituales son sin duda imprescindibles en el seguimiento de una religión. Pero reducir la religión a rituales - es el caso de los islamistas - puede lindar con la patología. Esa fue la razón por la cual ese judío ateo llamado Sigmund Freud, afirmó que las religiones son neurosis colectivas del mismo modo como las neurosis son religiones individuales. La neurosis islamista, como toda neurosis, puede transformarse en psicosis, tanto individual como colectiva.
Así se explica por qué algunos sociólogos clásicos - Zygmunt Bauman, Norbert Elias - han llegado al convencimiento de que la sociología es deficitaria cuando no integra al saber psicoanalítico. Obvio: sin un mínimo conocimiento de los seres humanos es imposible hablar de sociedad.
Ahora, desde una perspectiva sociológica «pura», suele afirmarse que los islamistas caen en el terrorismo como consecuencia de una falta de integración social, ya sea por culpa de una sociedad que no los acoge, ya sea por culpa de quienes no se dejan integrar. La realidad, sin embargo, muestra lo contrario. Basta recordar que los terroristas del 11-S dominaban a la perfección diversos idiomas y estudiaban profesiones tecnológicas en universidades europeas. Socialmente hablando, estaban plenamente integrados; más aún: mimetizados. Lo mismo puede afirmarse de los hermanos Kouachi de París. Ambos eran ciudadanos franceses con nombres árabes. El problema entonces, más que en la integración social parece residir en la integración cultural.
En general, los emigrantes - no es el caso de los fugitivos de guerras, seres muy traumatizados - son socialmente integrados por contratos de trabajo a través de los cuales entran a formar parte de una clase social, adquiriendo derechos como los seguros de salud y asumiendo deberes como los impositivos. No sin razón los primeros en salir en defensa de los trabajadores islámicos amenazados en Alemania fueron las federaciones de empresarios.
Desde el punto de vista cultural, la integración es más difícil, no tanto por las identidades religiosas, sino porque la mayoría de los emigrantes son portadores de culturas agrarias cuyos valores difieren de las del mundo urbano.
Aparte del uso del idioma, un turco proveniente de Anatolia tiene las misma dificultades para integrarse en Estambul que en Berlín. No es el caso de los descendientes de emigrantes. A diferencia de sus padres quienes están integrados culturalmente a su pasado y socialmente a su presente, el presente y el futuro de ellos ha sido edificado sobre una base precaria formada por tradiciones a las cuales ya no pertenecen.
Por cierto, hay quienes han convertido el bi-culturalismo en un enriquecimiento de su personalidad. Basta ver a muchos animadores de la televisión europea. Hay otros, sin embargo, que no pueden soportar el peso de la ambivalencia que arrastran consigo. Son los que se han quedado a medio camino. No se sienten europeos y su islamidad la viven como herencia recibida fuera de contexto cultural. Los psicólogos nos hablan en estos casos de personas con crisis identitarias. Por lo mismo, abiertas a asumir nuevas identidades. Pueden ser bandas criminales, sectas seudoreligiosas y en el espacio musulmán, organizaciones islamistas y terroristas. En otras palabras, el déficit del «Yo» es intentado superar mediante la construcción imaginaria de un «Sobre-Yo». Tenía razón el analista Alfred Adler cuando señalaba que el complejo de superioridad - esto es, imaginarse a sí mismo como un elegido, un mártir o un héroe - delata un profundo complejo de inferioridad.
El «Sobre-Yo» es, por lo tanto, un Yo fantástico; y lo es en dos sentidos: un producto de la fantasía y un fantasma del verdadero Yo. De tal modo cuando el islamista recibe de quienes lo han cooptado, ordenes para matar, lo hará en nombre de un fantasma del Islam. Como escribió el mejor estudioso del fenómeno islamista, Oliver Roy: «Esos jóvenes se autoradicalizan en Internet, buscando una yihad global. No les interesan problemas concretos del mundo islámico como Palestina. En pocas palabras, no aspiran a la islamización de la sociedad en que viven, sino a la materialización de su enfermiza fantasía heroica».
La imposibilidad de ser «uno mismo» puede llevar al islamista al terrorismo. En otras latitudes ha llevado a la formación de «guerrilleros heroicos». Algunos jóvenes europeos están siendo de nuevo llevados al fascismo, fenómeno que en sus formas actuales puede ser también visto como la otra cara del islamismo.
El fascista
¿El fascismo la otra cara del islamismo? No a pocos parecerá una aventurera afirmación. No obstante, cualquier análisis relativo a la Europa de nuestros días, podrá comprobar que en casi todos los países europeos esas dos amenazas asoman de un modo peligrosamente articulado.
En efecto, la existencia evidente de la amenaza islamista lleva a muchos grupos sociales atemorizados a buscar cobijo en partidos o movimientos que plantean de modo agresivo una guerra declarada al islamismo, entendido este, como el conjunto de la población islámica. A la inversa, el aumento de las hordas fascistas impulsa a diversos jóvenes musulmanes a agruparse en organizaciones no solo militantes sino también militares. En el fondo se trata de un fenómeno político muy conocido: el de la lógica de los extremos compartidos, o dicho de modo más preciso: el de la retroalimentación ideológica de los extremos.
La retroalimentación ideológica de los extremos apareció ya durante el periodo de la primera ola fascista europea, la de los años treinta. Como es sabido, comunistas y fascistas realizaban manifestaciones de masas paralelas entendiéndose los unos como la alternativa frente a los otros, de modo que mientras más crecían unos, más crecían los otros. En el fondo se necesitaban mutuamente.
Lamentablemente no se equivocó el historiador conservador Ernst Nolte cuando expuso la (muy criticada) tesis de que la razón principal de la expansión del nacional-socialismo en Alemania no fue en su primera fase el antisemitismo (eso llegó con fuerza después que los nazis asumieron el poder) sino el miedo frente al avance del comunismo. Hitler, entre otras razones, fue elegido por el pueblo alemán como el gran protector de la nación frente a la amenaza de Stalin, quien no ocultaba ante nadie su propósito de impulsar la «revolución socialista» en Alemania. Del mismo modo, durante la segunda ola del fascismo, que es la que estamos viviendo, todos los musulmanes, solo por el hecho de serlo, representan para los fascistas reales y potenciales, la avanzada interna, si se quiere, el caballo de Troya de un proyecto yihadista externo destinado a islamizar a toda Europa.
Del mismo modo como ocurrió en los años treinta, los fascismos de hoy emergen no solo en contra de la población islámica, sino en contra de toda la política y de todos los políticos oficiales (rasgo que comparten los fascistas con los populistas de izquierda en España y Grecia). Así como en el pasado los dardos del fascismo estaban dirigidos en contra de la «corrupta democracia liberal y parlamentarista» (Carl Schmitt) los de ahora van dirigidos en contra de la centro-izquierda europea (socialdemócratas, socialcristianos, laboristas) tildados por los neo-fascistas de blandos e incapaces. Está de más decir que la antigua melodía que impuso Oswald Spengler en los años veinte, asumida después por los nazis, la de la «decadencia de Occidente», se hace sentir cada vez con más fuerza entre los intelectuales orgánicos del neofascismo. La consigna del movimiento islamofóbico PEGIDA en contra de la «islamización de Occidente» es de neta inspiración «spengleriana».
No se trata de afirmar, por supuesto, que la historia se repite, pero es imposible no constatar que en muchos casos los fascismos de hoy comen de la misma miel que los fascismos de ayer.
Incluso, ese fenómeno que con tanta agudeza detectó Hannah Arendt, la de que el fascismo, en sus momentos originarios es construido sobre la base de la maligna alianza que se da entre determinadas elites y la chusma, hoy está siendo reiterado. En Alemania, por ejemplo, el movimiento plebeyo PEGIDA está articulado con un partido «serio», AfD (Alternativa para Alemania) y ambos están ya planteándose una futura alianza electoral. En Francia, esa alianza está representada en Le Pen padre, cuyo lenguaje populachero va abiertamente dirigido al público plebeyo, y su elitista hija Marine quien intenta atraer a la derecha conservadora de la nación.
Por supuesto, hay diferencias notables entre las olas fascistas del pasado con respecto a las del presente. Ellas se dan principalmente sobre el plano ideológico. Mientras la ideología de los fascistas de la primera ola era antisemita, la de la segunda ola es islamofóbica. El antisemitismo ha sido delegado bajo la forma de antijudaísmo a los propios islamistas. Eso no impide que también entre los políticos del neo-fascismo exista un antisemitismo latente. Jean- Marie Le Pen, por ejemplo, compitió en el pasado reciente con el dictador iraní Ahmadinejah en la tarea de ignorar o minimizar el Holocausto. Hoy, sin embargo, Le Pen, quizás a sugerencias de su hija, ha descubierto que la islamofobia es más rentable políticamente que el antisemitismo. Del mismo modo, el presidente Orban de Hungría cultiva un antisemitismo cristiano, ayer propio a la dictadura de Franco.
Los fascistas de hoy saben que la discriminación del «otro» ya no funciona si continúan utilizando la desacreditada «teoría de las razas». Por eso han (re-)descubierto la «teoría de las culturas». O dicho así, los fascismos de hoy son más culturalistas que racistas. Ellos creen y postulan que hay culturas superiores y culturas inferiores. La musulmana es, por supuesto, una cultura inferior, enemiga del progreso, de la civilización, de «nuestros valores y libertades». Por lo mismo, debe ser erradicada de Europa.
La lucha en contra de la islamización es presentada por el neo-fascismo como una lucha de liberación nacional, religiosa y cultural. O los bárbaros se convierten en ciudadanos occidentales perfectos, o se van de nuestros países. A ninguno, como ocurrió durante el primer fascismo, se les ocurre preguntarse si ellos mismos, los neo-fascistas, son los más genuinos representantes de la barbarie contemporánea.
«Pero no todos quienes siguen a los partidos islamofóbicos son fascistas» - es la frase mediante la cual los dirigentes políticos intentan tranquilizar a la población. Por supuesto, eso es tan obvio que afirmarlo es banal. Del mismo modo se podría decir, no todos los que votaron por Hitler eran nazis. Pero justamente ahí reside el peligro. Pues si sólo los fascistas votaran por los fascistas no habría ningún problema. El problema aparece cuando gente que ayer votaba por socialcristianos o socialdemócratas, e incluso como hoy en Francia, por comunistas, están hoy dispuestos a votar por los neo-fascistas en contra de una «islamización de Europa» que no tiene donde ni como ocurrir.
El mensaje neo-fascista cala hondo entre grupos sociales que padecen, a veces con razón, de un justificado miedo. La transición de la sociedad industrial a la sociedad digital es lenta y larga. No todos los trabajadores industriales se convertirán en obreros digitales de la noche a la mañana. Muchos ya han caído en el negro pozo de la ayuda social. El paro es la norma y no la excepción. Crece el espacio de los trabajos ocasionales, precarios o informales. En las ciudades aumenta la delincuencia y las mafias italianas del pasado son una imagen romántica comparada con las rusas, serbias, rumanas, etc. Las calles ya no están tan limpias como antes. Hay nerviosismo, incluso pánico. El mundo se ha vuelto extraño para muchos.
La asociación entre lo extraño y lo extranjero no solo es semántica. Y si el extraño sigue una religión extraña, más extrañó será. Lo prueba el hecho de que mientras en las ciudades donde hay muchos musulmanes, es decir, allí donde los islámicos no son extraños, el neo-fascismo casi no obtiene resonancia. En cambio - pienso en Dresden, la patria de PEGIDA - allí donde la tasa de población musulmana es bajísima, el anti-islamismo es imponente y multitudinario. El problema entonces no son los musulmanes. El problema es el miedo.
En ese punto el fascismo de hoy también se parece al de ayer. Ambos son parásitos del miedo. O como dice el título de una película del gran director alemán Reiner Werner Faßbinder (justamente realizada en contra de la islamofobia): «El miedo devora a las almas».