Hay quien piensa que la crisis que se vive en las relaciones entre Israel y Estados Unidos, o en la relación personal entre Netanyahu y Obama, se debe a que hay profundas diferencias ideológicas entre ellos, o a su opuesta forma de pensar en cuanto al rol que debería jugar Estados Unidos en Oriente Medio, o a sus divergencias en torno a Irán.
Otros piensan que la crisis se debe a cuestiones de política interna relativa a cada uno de los dos países, a las elecciones en Israel, o a la conflictiva relación entre Obama y el Congreso estadounidense.
La realidad es que todos esos temas se encuentran entretejidos y han suscitado una tormenta perfecta.
Ante el enojo de un sector de la élite política en Washington y del propio Obama, por la violación a los protocolos diplomáticos - y porque su autoridad como jefe de Estado está siendo obviada -, Netanyahu ha sido invitado por el líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes a hablar sobre Irán frente al Congreso.
No se trata de un encuentro casual, sino de un escenario armado a través de una alianza política entre un sector de la oposición republicana en Estados Unidos y un primer ministro israelí que está en medio de un proceso electoral y que sabe jugar a la política interna estadounidense como pocos en el mundo.
De manera que el día que Netanyahu se presente en el Capitolio, en realidad le estará hablando a dos audiencias diferentes, una ubicada en Estados Unidos y otra en Israel.
La complicada relación entre Netanyahu y Obama no es un tema nuevo, y pasa por diversos niveles que van desde lo personal hasta lo global atravesando cuestiones de política interna de cada uno de los países.
Si se hace un análisis del discurso del primer período de Netanyahu que va desde 1996 hasta 1999, se podrá detectar un lenguaje bastante similar al discurso emitido por intelectuales y políticos neoconservadores estadounidenses, que podía ser ubicado en espacios como el think tank Project for a New American Century (1997) y que terminó por arribar a la Casa Blanca con Bush en el 2001.
Esto no es casualidad. La afinidad de Netanyahu con la ideología neoconservadora - y la política internacional emanada de la misma - representaba uno de los principales pilares de sus convicciones y acciones. De modo que cuando, varios años después, se cruza el camino de Obama con el camino de Netanyahu - ya en su segunda etapa como primer ministro israelí en 2009 -, el escenario no era muy difícil de prever. Mientras que Obama estaba sacando de la Casa Blanca a los neoconservadores - con todo y sus planteamientos, sus ideas del mundo y del rol de Estados Unidos como potencia global - el liderazgo de Israel era asumido justamente por un político enormemente afín al neoconservadurismo. Corto circuito ideológico.
Aunado a lo anterior, Obama toma la presidencia en un muy complicado momento financiero para Washington. Este fue uno de los elementos que más influyó, no el único, en la doctrina de política exterior de repliegue que lleva su nombre: la Doctrina Obama. Estados Unidos ya no participaría de igual modo en conflictos e intervenciones internacionales, priorizando sólo los asuntos más estratégicos y relevantes, y favoreciendo en cambio, el rol que actores locales juegan para cada situación.
Esto significaba que no sólo Obama y Netanyahu tenían posiciones ideológicas opuestas, sino que las posibilidades de Estados Unidos para comportarse a nivel internacional del modo como a Netanyahu le hubiese gustado que se comportara, eran enormemente limitadas por el momento histórico que Washington vivía (y vive).
Por ejemplo, entre 2009 y 2010 Netanyahu pretendía que la Casa Blanca fuese mucho más agresiva con Irán, incluso presionaba constantemente a la administración Obama para que ejecutase un ataque preventivo en virtud de lo que para él era un inminente progreso de Teherán hacia la obtención de su bomba atómica. Obama en cambio, por esos años, lo único en lo que estaba pensando era en cómo recortar el gasto militar y cómo salir de Afganistán e Irak, no en cómo involucrarse en una nueva aventura bélica.
Estos asuntos fueron generando cada vez mayores desacuerdos y animadversión entre Netanyahu y la administración Obama, lo que se vino a sumar a sus ya preexistentes diferencias ideológicas y políticas.
Netanyahu, a lo largo de los años, fue encontrando que dentro de Estados Unidos él y sus posturas contaban con una gran cantidad de aliados. De modo que haciendo gala de su colmillo político, su manejo de medios de comunicación, y su profundo conocimiento de la política interna estadounidense, decidió ejercer presión sobre Obama cada vez que se presentaba la oportunidad. Un día lo veíamos conversando y riendo con Romney, contrincante de Obama, en plena campaña electoral estadounidense. Otro día lo veíamos en los programas televisivos de más alto rating en Estados Unidos - algunos dirían haciendo campaña en favor de los republicanos - explicando los errores de la política exterior de la Casa Blanca o los riesgos de no ser más agresivos con los verdaderos enemigos de Washington. Esto, naturalmente, generaba una profunda molestia en Obama y en una gran parte de su gabinete.
No obstante lo anterior, lo que prevalece entre ambos países es una arraigada relación con intereses de largo plazo, por lo que a pesar de manifestar su distancia, las dos partes hicieron esfuerzos por trabajar juntas en temas estratégicos. Sin embargo, estos esfuerzos han rendido pocos frutos y ciertamente han sido incapaces de limar las asperezas.
De la cumbre del G-20 donde se transmitían en voz alta las quejas de Sarkozy y Obama acerca de Netanyahu («No lo aguanto, es un mentiroso», decía Sarkozy sin percatarse de que el micrófono estaba encendido, «¿Tú no lo aguantas? ¡Yo tengo que tratar con él todos los días!», replicaba Obama ante los oídos del mundo entero), hasta el affaire con su secretario de Estado, Kerry - quien durante el último conflicto de Gaza fue casi vetado como mediador por parte del gabinete de Netanyahu - no me alcanzaría el espacio para relatar la cantidad de incidentes que no han hecho otra cosa que seguir lastimando las relaciones bilaterales.
Nada tan delicado, sin embargo como la cuestión iraní. Quizás el error de cálculo por parte de Netanyahu y de muchos políticos en Israel radica en asumir que porque la relación bilateral Washington-Jerusalén ha sido estratégica en el pasado, Estados Unidos en el mundo actual necesariamente se va a seguir conduciendo bajo parámetros idénticos que en otros tiempos.
El acercamiento de Washington con Teherán responde a la lógica de preservar los intereses, no de Israel o de Arabia Saudita, sino de Estados Unidos. La meta última de Washington no es negociar con Irán para desincentivar la militarización y progreso de su programa nuclear. En el fondo, la Casa Blanca considera que ha llegado la hora de establecer contrapesos en sus relaciones con sus tradicionales aliados en Oriente Medio, como Israel, contrapesos que puedan balancear los intereses de Washington hacia el largo plazo.
Lo que Estados Unidos busca con Irán no es un tratado o un acuerdo, sino una relación diferente, una nueva alianza tácita o de bajo perfil para tener mayor influencia en el mapa geopolítico en el futuro. Un claro ejemplo muy actual es el combate casi coordinado - aunque no lo reconozcan - que ambos países libran en contra del Estado Islámico (EI), su enemigo común.
El tema de la presencia de Netanyahu ante el Congreso estadounidense en unas semanas, es atravesado por todos los elementos anteriores y por otros más.
La presencia del mandatario hebreo en el Capitolio no sólo responde a una invitación sino a un escenario cuidadosamente armado. El embajador israelí en Estados Unidos, Ron Dermer, es un estadounidense de nacimiento migrado a Israel, fue congresista republicano en Washington y conoce todos los detalles y movimientos internos en los cuerpos legislativos de su país de origen. De modo que más que un diplomático israelí, su perfil es el de un operador político que se entiende muy bien con muchos ex colegas suyos en la Cámara.
Adicionalmente, está la perspectiva de la política interna en Israel. Tras haberse visto obligado a disolver su gabinete, Netanyahu se encuentra en plena campaña electoral. Las elecciones son en marzo de este año, unos días después de su viaje a Washington. Parte del electorado que su partido ha perdido con los años, es ese sector de la población israelí que considera que su país debería mostrar una mano mucho más firme en asuntos relativos a su conflicto con los palestinos, o en temas como el programa nuclear de Irán.
De modo que cuando Netanyahu se encuentre en Washington, en realidad estará hablando a al menos dos audiencias distintas. De un lado, introduciéndose en el corazón de la política interna estadounidense - y en plena batalla política entre el Congreso y Obama - , el discurso de Netanyahu se dirige a todo ese sector de la población y de la política en ese país que considera que Obama ha sido demasiado débil en su política exterior, y concretamente en el tema de Irán, con el fin de provocar una mayor presión interna antes de que la Casa Blanca llegue a un acuerdo con Teherán. Del otro lado, Netanyahu, buscando votos entre un sector muy específico de su población, pretende demostrar a su electorado que él está dispuesto a llegar a donde tenga que llegar, incluso si ello le ocasiona un conflicto diplomático con la Casa Blanca, con tal de defender los intereses de seguridad de Israel.
Sobra decir que las respuestas de molestia por parte de la Casa Blanca han sido numerosas y se mantienen escalando desde la tónica de los discursos y declaraciones que ya incluyen al propio presidente, hasta la obvia no-invitación a Netanyahu para que, ya que anda por Washington, se dé una vuelta por la Casa Blanca, o el anuncio de que el vicepresidente Biden - quien además de ser o haber sido uno de los actores más cercanos a Israel en esta administración, preside el Senado - no estará presente durante el discurso del primer ministro israelí, al igual que muchos legisladores demócratas y republicanos.
La verdad es que a largo plazo, ni el discurso de Netanyahu ante el Congreso - cuyo texto podríamos recitar de memoria antes de ser emitido -, ni el conflicto recurrente entre Obama y el primer ministro israelí, sirven a los intereses de ambos países.
Washington es, a pesar de todos los pesares, el aliado más cercano que Israel puede tener, y mucho más lo es en momentos en los que ese país se encuentra en pleno proceso de aislamiento internacional. Estar distante de su aliado más cercano no es lo más inteligente en temas que van desde las resoluciones en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas u otros foros diplomáticos en los que Israel depende del apoyo estadounidense, hasta la solución de los asuntos de largo plazo como lo es el añejo conflicto palestino-israelí y concretamente el irresuelto conflicto potencial que Gaza sigue representando.
Estados Unidos, el proveedor más importante de armas de Israel, no le va a detener sus embarques, pero como ya lo demostró hace unos meses, puede poner obstáculos y procesos burocráticos que reduzcan la velocidad con la que estos embarques lleguen, disminuyendo la capacidad de maniobra de Israel en momentos cruciales.
Otro ejemplo: Si fracasan las negociaciones entre Washington e Irán, ello terminará probablemente por radicalizar la postura de los actores más duros en Teherán, generando presiones para seguir progresando hacia la militarización de su programa nuclear hasta quizás armar su bomba atómica. De acuerdo con la mayor parte de análisis internacionales en materia militar, Israel no cuenta, aunque quisiera, con la capacidad de atacar y neutralizar por sí solo - sin la ayuda de Estados Unidos - esa amenaza; y ello sin considerar el daño que recibiría si decidiese atacar. Profundizar la distancia entre Washington y Jerusalén no parece ser la mejor alternativa ante estos riesgos.
Desde otra perspectiva, la deteriorada relación entre ambos países tampoco opera en favor de los intereses de Washington. La política internacional de repliegue, y de intervenciones priorizadas y limitadas que ha sido implementada por Obama requiere de fuertes lazos - no de pleitos - con actores locales y aliados estratégicos como Israel.
El mundo de hoy está presentando conflictos de índole muy diversa, desde cuestiones muy tradicionales que recuerdan a la Guerra Fría - Putin, por ejemplo, ha venido coqueteando muy de cerca con Egipto, otro aliado estratégico de Estados Unidos que se ha distanciado de Washington - hasta amenazas de naturaleza muy diferente como la que representa el EI. Ante la emergencia de ese tipo de nuevos conflictos y riesgos, el deterioro en las relaciones de la Casa Blanca con Israel, o el estancamiento y prolongación de los viejos conflictos como el palestino-israelí, no terminan ayudando a los intereses de largo plazo de Washington.
Como podemos observar, ambos países necesitarían estar pensando en cómo distender sus relaciones y empezar a hablar de otras cosas, si es que pretenden favorecer sus futuros intereses.
Desafortunadamente lo que veremos en los próximos días será una serie de pasos justamente en sentido inverso.