El 3 de octubre de 1903, el filósofo austríaco Otto Weininger alquiló una habitación en la calle Schwarzpanierstrasse 15, en Viena, en la misma casa en la que murió Beethoven, y se suicidó. Su suicidio lo convirtió en una celebridad; su libro «Sexo y carácter» alcanzó un éxito inesperado y obtuvo críticas ditirámbicas. El célebre dramaturgo sueco, August Strindberg, escribió que Weininger «probablemente solucionó el más difícil de los problemas, el de la mujer».
Tanto con su libro como con su suicidio, el filósofo, que sólo tenía 23 años a su muerte, ajustó las cuentas con sus dos principales enemigos: el judío y la mujer. Su problema era que había nacido judío y que sabía perfectamente que tenía rasgos femeninos en su carácter. Para Weininger el judaísmo era una fuerza negativa que llevaba al judío a abrazar doctrinas destructivas como el comunismo, el anarquismo, el empirismo y el ateísmo. El sionismo sólo sería posible luego del rechazo del judaísmo porque, a su juicio, los judíos no son capaces de entender la idea de un estado. Igualmente drásticas eran sus opiniones acerca de la mujer, a quien sólo concebía con dos identidades muy definidas: madre o prostituta. Weininger, que se convirtió al protestantismo un año antes de poner fin a su vida, describió al cristianismo como «la más alta expresión de una fe exaltada» mientras calificaba al judaísmo de «cobardía suprema». Para él, el judío típico era femenino y, por lo tanto, era profundamente irreligioso, carecía de individualidad y no tenía sentido del bien y el mal.
Los absurdos argumentos de Weininger, a quien muchos de sus contemporáneos consideraban un genio, fueron utilizados con entusiasmo por los nazis. ¿Qué mejor regalo para los antisemitas que las confesiones de judíos sobre sí mismos? Sobre todo, si se trata de judíos enfermos de auto-odio. El singular caso del joven filósofo vienés siguió intrigando a muchos, años después de su muerte.
A comienzos de los '80 del siglo pasado, el dramaturgo israelí, Yehoshúa Sobol, escribió una obra que fue un éxito notable en Israel en la excelente versión del teatro de Haifa: «El alma de un judío: la última noche de Otto Weininger». La pieza fue también un éxito en el Festival de Edimburgo e incluso fue editada en España.
Weininger fue un caso extremo. También fue un caso notorio de auto-odio, hoy lamentablemente una patología demasiada extendida de antisemitismo judío de carácter intelectual.
Por lo general, el auto-odio de los judíos que no pueden soportar la carga de haber tenido padres de origen indeseable, es de carácter social. Es la ansiedad del extranjero a pesar suyo por pertenecer a la mayoría, al grupo dominante o al grupo que presuntamente detenta el monopolio de la verdad, la justicia o los ideales de redención social.
Pero hay judíos que sienten que con sólo pertenecer no alcanza, ellos necesitan descollar y no quieren tener ninguna limitación para su ascenso. Por ello, sienten que la existencia de Israel es como una piedra atada a su cuello, que les impide alcanzar las posiciones de relevancia de las que se creen merecedores. Entonces eligen disociarse de la manera más drástica posible: convirtiéndose en los críticos más amargos, más extremos y más implacables del Estado judío.
Tomar parte en el conflicto en contra del Estado judío es para ellos una manera dramática, pero imprescindible, de impedir que sean confundidos con judíos comunes que naturalmente tienden a tener más simpatía que animosidad hacia Israel.
El conflicto interminable los irrita, los hace sospechosos y, por lo tanto, temen que ponga en peligro su derecho a la preeminencia y al liderazgo intelectual, social o político. Su sordera deliberada frente a las amenazas yihadistas de exterminio de Israel recuerda a la Alemania de los años '30.
En esos años no faltaron judíos alemanes que quisieron rivalizar su nacionalismo alemán con los alemanes no-judíos. Está por ejemplo, el caso de Max Naumann (1875-1939), un abogado que fue oficial en la Primera Guerra Mundial y obtuvo medallas de primera y segunda clase por heroísmo. Naumann creía que era un deber de los judíos abandonar su judaísmo y convertirse en «alemanes genuinos». Sobre todo atacó en el mejor estilo antisemita a los judíos pobres provenientes de Europa Oriental como «cuerpo extraño». Se opuso al sionismo porque constituía una traba para la integración en la nación alemana y atacó con dureza a los intelectuales de izquierda partidarios de «doctrinas extranjeras».
Naumann y su Liga de Judíos Nacionalistas Alemanes celebraron la toma del poder por los nazis en 1933 pero para su sorpresa y su decepción, los nazis no quisieron saber nada con judíos, ni siquiera con judíos que compartían su filosofía.
Mientras unos judíos pretendían ser más alemanes que los alemanes, otros aspirabab a ser los más internacionalistas de los internacionalistas y los más revolucionarios de los revolucionarios.
En 1930 apareció un libro, «La decadencia del judaísmo», que dio la fórmula redentora: el judaísmo está condenado; la solución salvadora para los judíos está sólo en la Unión Soviética. Su autor, Otto Heller (1897-1945), fue un escritor y periodista austríaco judío y comunista, que fue detenido en la Francia de Vichy durante la guerra y murió en un campo de concentración nazi.
El libro es una apología de la política soviética hacia los judíos, que es descrita por Heller como la exitosa transformación de un pueblo de pequeños burgueses en obreros y campesinos productivos.
Recordar hoy a Heller y sus ilusiones nos provoca una sonrisa amarga. No podemos sino recordar las persecuciones antijudías durante los cinco años negros del judaísmo soviético entre 1948 y 1953 y evocar a los judíos comunistas que para ser políticamente correctos en la Unión Soviética y en el mundo apoyaron incondicionalmente la política antisemita de Stalin. Y entre esos judíos comunistas, el caso más patético de auto-odio fue el del poeta idish, Itzik Pfeffer (1900-1952), una de las víctimas del llamado proceso de Crimea, fraguado por la policía secreta de Stalin, presumiblemente por órdenes del propio dictador.
Pfeffer, fue, entre los intelectuales judíos asesinados el 12 de agosto de 1952, el comunista más incondicional. Hoy se sabe que fue tan lejos en su fidelidad al Kremlin que pese a haber sido torturado y a tener conciencia de la injusticia de su enjuiciamiento, instó a sus colegas a firmar todas las falsedades que los investigadores de la KBG les impusieron.
Hoy, detrás de las declaraciones escritas u orales de intelectuales judíos enfermos de auto-odio en Montevideo o en Nueva York, en París o en Londres, en Buenos Aires o en Tel Aviv, parece percibirse un patético eco de las confesiones obtenidas bajo tortura en la época de Stalin: «Nosotros somos judíos buenos. Odiamos a Israel como es debido. Decimos todo lo que es correcto decir. No nos confundan con los judíos malos. Se lo rogamos».
Sólo hay una gran diferencia. Sus declaraciones no les fueron impuestas a la fuerza ni dictadas por nadie. Son totalmente voluntarias.