Binyamín Netanyahu es con toda probabilidad el peor primer ministro de la historia de Israel. Sus errores y sus defectos han quedado abudantemente claros durante sus nueve años en el poder. Cuando emprendió la reciente campaña para la reelección, ni siquiera sus propios partidarios y votantes pudieron disimular su malestar por la conducta egomaniaca del candidato y el vergonzoso comportamiento público de su esposa.
Ahora bien, más allá de las peligrosas características personales de Bibi, durante su mandato, Israel se ha afianzado como uno de los países de la OCDE que sufren más desigualdades. El líder neoliberal más fanático de la historia del país pidió a los pobres y a una clase media empobrecida que le reeligieran a pesar de padecer un costo de la vida sin precedentes, viviendas inaccesibles y un índice de pobreza del 21%. Pues bien, le han reelegido.
Netanyahu ni siquiera pudo contar con expertos respetables en seguridad que respaldaran su continuidad en el poder. Alrededor de 180 generales y héroes de guerra, entre ellos Meir Dagán, uno de los antiguos jefes del Mossad que más respeto inspiran, se unieron para oponerse a la reelección de un hombre al que calificaron de amenaza contra la seguridad de Israel.
No hace falta ser un referente de la seguridad para ver que Bib ha quemado los puentes de Israel con la comunidad internacional, en especial con Estados Unidos, nuestro aliado y benefactor más indispensable. No solo trató abiertamente de sabotear las negociaciones del presidente Obama con Irán al alinearse con sus adversarios republicanos, sino que, dos días antes de la votación, rechazó sin previo aviso su compromiso de respetar la solución de dos Estados, la piedra angular del plan de la comunidad internacional para lograr la paz en Oriente Medio.
¿Por qué, entonces, los votantes israelíes han recompensado a Netanyahu con un tercer mandato consecutivo como primer ministro (con el margen de victoria más amplio desde su primera elección, en 1996)? Sencillamente, porque la inmensa mayoría de los israelíes está de acuerdo con Bibi en un aspecto fundamental: un país pequeño, rodeado de enemigos, en una región caótica de Estados fallidos y actores no estatales tan perversos como Hamás, Hezbolá y ahora el Estado Islámico, no puede permitirse el lujo de ganar elecciones en función de programas socioeconómicos como si fuera un pacífico ducado de Europa occidental.
El patético intento de los rivales de Netanyahu de centrar la campaña en el desmesurado aumento del costo de la vida y los precios prohibitivos de la vivienda quedó aplastado por ese mensaje tan convincente. Al fin y al cabo, antes de mejorar el costo de la vida, es necesario garantizar que es posible vivir.
El dominio político actual de la derecha se alimenta de la añoranza general por las raíces judías
El primer ministro coincide con un grupo cada vez más amplio de votantes que desconfía de los árabes, incluso de los que son conciudadanos suyos. A los israelíes progresistas les escandalizó la advertencia que hizo Bib en plena jornada electoral: «Los árabes acuden a votar en masa, en autobuses fletados por la izquierda». Sin embargo, sus partidarios - siguiendo los pasos racistas de la extrema derecha europea - pensaron que la frase era una forma legítima de exhortarles a ir a votar.
Tampoco les indignó que Netanyahu renegara de su promesa de crear de un Estado palestino. Estos votantes consideran que los palestinos, que han rechazado propuestas de paz de Gobiernos de izquierda y la propuesta de paz más completa hecha por Estados Unidos, los llamados Parámetros de Clinton, no tienen verdadero interés en lograr la paz.
También están de acuerdo con Netanyahu en que la retirada de Israel de Gaza y el subsiguiente ascenso de Hamás son prueba de que cada trozo de tierra que cede Israel está destinado a ser una base de lanzamiento de misiles contra el país.
No obstante, existe otra razón más para la victoria de Bibi. La izquierda no ha sabido comprender que las elecciones israelíes no son un asunto meramente político; son la expresión de una lucha de culturas permanente en una sociedad que es un caleidoscopio de etnias. En cierto sentido, las elecciones israelíes son un asunto tribal: la gente vota por recuerdos, insultos, sensibilidades religiosas y agravios colectivos.
El dominio político actual de la derecha israelí se alimenta de la añoranza general por las raíces judías, el profundo miedo a los árabes y la implacable desconfianza de un «mundo», la llamada comunidad internacional, con el que los judíos pelean desde hace siglos. Consideran que el deseo de paz de la izquierda es ingenuo e incluso una muestra de insensatez política; en cualquiera de los dos casos, una traición imperdonable a la identidad judía.
Netanyahu ha sabido ser un polo de atracción para los miedos y los complejos de una gran variedad de votantes descontentos: inmigrantes rusos, judíos ortodoxos, la mayoría de los israelíes tradicionalistas y habitantes de asentamientos religiosos en Cisjordania. Independientemente de que sus motivos fueran animosidades tribales, un rechazo ideológico al proceso de paz o el distanciamiento cultural de las élites progresistas del país, cualquiera que se sintiera marginado desde el punto de vista étnico, cultural o social, se unió a Bibi para derrotar a los izquierdistas que habían usurpado la historia judía y traicionado a Eretz Israel.
Lograr una solución de dos Estados sería una tarea increíblemente difícil incluso aunque Israel no hubiera emitido un voto explícito contra ella. En realidad, confiar en que los adversarios de Netanyahu habrían podido conseguirlo es una equivocación. Los palestinos nunca han aceptado ninguna de las propuestas de paz de la izquierda en estos años, y la fragmentación actual de la política palestina - con una OLP débil e ineficaz y un Hamás obsesionado por la opción de la guerra, irracional y contraproducente - no deja mucho margen para ser optimistas.
Desde luego, no podemos pretender que la izquierda israelí, después de años de oposición, encuentre la clave de la laberíntica política del país e indique el camino hacia un acuerdo de paz con la Autoridad Palestina (AP).
Los candidatos laboristas en estas elecciones, Itzjak Herzog y Tzipi Livni, han sido incapaces de presentar una alternativa creíble al nihilismo destructivo de Netanyahu. La respuesta apropiada frente al profundo escepticismo de los israelíes sobre el proceso de paz no puede consistir solo en prometer «esperanzas» y confesarse «optimistas» en materia de paz. Vender optimismo tras largos años de fracasos, el rechazo por parte de la AP de dos sólidas propuestas de Gobiernos israelíes de izquierda, dos intifadas, oleadas de terrorismo suicida y tres guerras contra Hamás parece un empeño francamente hueco y poco convincente.
La respuesta al alarmismo de Bibi no puede ser la promesa de una paz celestial. Debe consistir en ofrecer mayor seguridad a través de una gestión creativa y valiente del conflicto, que comprenda frenar la expansión de los asentamientos, desmantelar parte de ellos, descongelar los fondos palestinos embargados - sin los cuales se vendrían abajo la cooperación con el presidente Abbás en materia de seguridad y probablemente la propia AP, con efectos nefastos para la seguridad de los israelíes - y, al final, llegar a un acuerdo definitivo.
A estas alturas, internacionalizar la solución al conflicto es la única salida viable. Es necesario convertir los Parámetros de Clinton en una resolución vinculante del Consejo de Seguridad que sirva de base para que las partes negocien un acuerdo, con el respaldo del Cuarteto y los principales países árabes de la región.
Si queremos que los palestinos eviten el triste destino de los kurdos, la mayor nación sin Estado del mundo, e Israel consiga apartarse de su avance suicida hacia un Estado con régimen de apartheid, las dos partes necesitan que el mundo las salve de sí mismas.
¿Pero tiene el mundo la voluntad y la sabiduría suficientes para actuar?