Quienes suponen que en Israel está todo perdido, que una vez más la derecha belicista impone sus condiciones, que no hay otra salida que no sea la guerra, harían bien en prestar atención a los hechos y a las reales relaciones de poder en la región antes que declararse prisioneros de sus prejuicios o de su falta de información.
En primer lugar, nunca está de más destacar lo obvio, aquello que por evidente parece no ser tenido en cuenta por los observadores: en Israel se vota, votan todos y lo vienen haciendo desde hace más de 60 años. A pesar de la guerra, a pesar de la violencia cotidiana y a pesar de que - siempre es necesario recordarlo - se trata del único Estado en el mundo amenazado de ser destruido por enemigos a los que les importa poco y nada que en ese país haya elecciones y a quienes les resulta totalmente indiferente que los que ganen sean de derecha o izquierda, porque para ellos el enemigo es el judío con independencia de sus posiciones políticas, su edad y su sexo.
Habría que decir, también, que en Israel es el único lugar en el mundo donde los árabes ejercen derechos civiles y políticos, como lo verifica una vez más estos recientes comicios donde los partidos políticos árabes se constituyeron en la tercera fuerza política del país. Lo mismo no se puede decir en el resto de Oriente Medio, donde los judíos fueron expulsados o están reducidos a una ínfima minoría siempre en peligro. Y en donde incluso las propias masas árabes carecen de libertades y derechos.
Al respecto, es verdad que alguna respuesta histórica Israel debe dar al tema de la expulsión de palestinos después de la guerra de 1948, pero explicación parecida deberían dar los regímenes políticos de la región por la expulsión de cientos de miles de judíos que vivían allí desde hacía muchísimos años. Palabras más, palabras menos, los derechos y garantías que reciben los árabes en Israel son un dato fuerte de la realidad y un testimonio acerca de los alcances de la democracia.
Las recientes elecciones se celebraron sin incidentes y los resultados finales fueron aceptados por todos. No obstante ello, la noticia que recorrió el mundo fue que Netanyahu volvió a imponerse.
Bibi Ganó porque para bien o para mal los votantes prefirieron la seguridad que ofrece el líder del Likud a la justicia o la paz que ofrece Herzog, el jefe del Grupo Sionista y la nueva estrella del progresismo político. Les guste o no a los observadores externos, esto fue lo que votó el pueblo de Israel, una elección que si se presta atención a sus resultados establece pesos y contrapesos para impedir desequilibrios institucionales y políticos. Basta para ello mirar los números para observar que las diferencias de votos entre Buyi y Bibi fueron mínimas y, a su vez, el equilibrio entre el bloque conservador y el progresista está garantizado.
Es verdad que en el calor de la campaña electoral Netanyahu dijo cosas criticables como su negativa a reconocer al Estado palestino o sus declaraciones contra la izquierda israelí y los árabes supuestamente arreados en autobuses para votar en contra de Israel. Corresponde decir a continuación, que luego de los comicios relativizó sus declaraciones, decisión que nunca sabremos si fue dictada por las exigencias de las circunstancias o porque sinceramente cree en ellas.
En la actualidad, Netanyahu es el único dirigente que suma a una experiencia práctica en el ejercicio del poder, carisma y capacidad para lidiar con los rigores de la gobernabilidad en una sociedad complicada y en circunstancias históricas sumamente difíciles. Debe ser el político más criticado de Israel, pero al mismo tiempo el que convoca más adhesiones. Muchos de quienes no lo votaron saben en su fuero íntimo que el hombre reúne los requisitos de un buen piloto de tormentas. Su aspereza, su intransigencia en algunos temas, su resistencia a no dejarse dominar incluso por sus aliados internacionales, dan cuenta de las condiciones políticas de un líder conservador en tiempos de guerra.
Por lo pronto, importa tener presente que el tema de la paz o la guerra exige acuerdos y entendimientos de las partes muy difíciles de establecer en las actuales coyunturas. De todos modos, que un halcón sea el primer ministro de Israel no influye demasiado en este tema, ya que como la experiencia histórica se encargó de demostrarlo, fuerom halcones como Begin los que firmaron tratados de paz perdurables y ventajosos para todos.
Asimismo, para quienes suponen que una victoria electoral de los progresistas significaría la antesala de la paz, deberían tener presente lo sucedido con Ehud Barak a partir del 2000, punto de partida de la segunda Intifada. Entonces, gobernaban en Israel los progresistas y fue Barak quien presentó en Camp David la propuesta de paz más concesiva de toda la historia, una propuesta que incluía casi el 90% de las reivindicaciones palestinas y admitía compartir la soberanía de Jerusalén.
La respuesta de Yasser Arafat fue la segunda Intifada, cinco años de enfrentamientos militares y atentados terroristas que sembraron de cadáveres la región. Cuando concluyeron los disparos y se despejó el olor a pólvora, el progresismo israelí estaba reducido a ruinas y los hombres fuertes de la política eran Sharón y Netanyahu. Bien podría decirse entonces que los halcones llegaron atraídos por el sacrificio de los progresistas que después de ese fracaso nunca más recuperaron el poder, entre otras cosas porque se hace muy difícil legitimar banderas de paz en un escenario donde el enemigo no lo desea.
Lo que conviene entender en estos casos es que las políticas de concesiones no son un juego de niños. Israel en cada decisión que toma en este campo está comprometiendo la vida de su pueblo y un error puede significar una tragedia nacional. Las diferencias entre Israel y los palestinos son territoriales, pero son también culturales y civilizatorias y éstas no se resuelven con un pedazo más o menos de tierra.
Sharón por ejemplo, cedió a los palestinos la Franja de Gaza. Para ello, debió traicionar a sus camaradas de partido y movilizar al Ejército de Israel para expulsar a los judíos que se resistían a abandonar hogares en los que vivían desde 1967. La respuesta objetiva a esta jugada no fue paz sino guerra, encarnada esta vez por Hamás, quien tomó el poder en Gaza a través de un golpe de Estado y en el camino no vaciló en ejecutar a dirigentes palestinos.
Por lo tanto, los actuales dirigentes de Israel tienen la certeza de que concesiones territoriales como tales no garantizan paz y, mucho menos, ponen punto final a la jihad islámica y al odio ancestral contra los judíos que es también el odio contra lo que muy bien podría denominarse los valores de Occidente, valores representados por Israel en la región.
Por supuesto que en Israel hay problemas económicos y sociales serios. No conozco ningún país en el mundo que no los tenga. El fanatismo religioso, el espíritu guerrero, cierto clima discriminador, también está presente en una sociedad militarizada desde su nacimiento. La ocupación militar territorial de Cisjordania es injustificable y los argumentos religiosos para cometer esos atropellos significan una regresión política y cultural.
De todos modos, lo cierto es que Israel como sociedad moderna y Estado políticamente organizado está interesado en la paz. La historia de la región así lo confirma y los casos de Egipto y Jordania son testimonios elocuentes de que si efectivamente existe una voluntad pacificadora, Israel está dispuesto a hacer la mayoría de las concesiones del caso, con independencia del carácter conservador o progresista de sus dirigentes.