Se terminó la «primavera Israelí».
Retornando a la terminología climática de uso popular del último tiempo, se puede afirmar que el acuerdo de Lausana terminó con la «primavera israelí» que comenzó con la caída de la Unión Soviética.
Netanyahu oculta el verdadero trasfondo. Israel no corre riesgos existenciales con el programa nuclear iraní. Israel es tan fuerte y dispone de aliados poderosos que todo intento de eliminarla probablemente esté destinado al fracaso. Bibi no despotrica porque Israel corre riesgo de ser borrado del mapa según las amenazas iraníes. Lo que el primer ministro hebreo identifica claramente es que el acuerdo de Lausana simboliza la perdida de la hegemonía del Estado judío en la región.
Como lo mencioné en uno de mis artículos anteriores, probablemente la mejor, y tal vez la única, posibilidad de llegar a acuerdos razonables en la región, es justamente la existencia de un equilibrio estratégico y no una asimetría abismal como la que vivimos las últimas décadas.
Mucho más que un acuerdo nuclear, el diseño de otro mapa.
Estados Unidos e Irán dieron un paso colosal que construye, con estos enconados enemigos de los últimos 35 años, una, hasta hace poco, imprevista alianza que modificará el balance de poder en todo Oriente Medio. El calado del acuerdo marco anunciado excede la retórica de la amenaza atómica que motivó estas negociaciones. Lo que lo hizo posible es que varió la agenda estratégica de Occidente. No se trata de que Irán cambió y se tornó más amigable, sino que sus intereses históricos coinciden ahora con esa mudanza.
Es sabido que la política internacional es el arte de establecer prioridades, como sostiene Henry Kissinger. Irán necesitaba romper el aislamiento que ahogó su economía y que se profundizó durante los ocho largos años de gobierno del ultranacionalista Mahmud Ahmadinejad. Las sanciones occidentales sobre la teocracia persa aplastaron su economía relativizando su enorme riqueza petrolera y gasífera. En 2013, el producto iraní se redujo 5%. El desempleo superó el 30% al igual que la inflación. Según un estudio del departamento de investigación del Congreso de Estados Unidos, la economía iraní es hoy 20% menor de lo que debería ser de no existir las sanciones. La llegada en 2013 al poder de un líder moderado, el religioso Hassan Rohani, es consecuencia de esa situación. Es la crisis económica la que explica el cambio político. El nuevo presidente inmediatamente desarmó el país oscurantista de su predecesor y abrió las puertas para un diálogo con Occidente.
El acuerdo pulveriza el programa nuclear persa, lo que le da una baza de negociación central a Washington y sus socios europeos y asiáticos en el Consejo de Seguridad para defender el pacto. Ello, especialmente con Israel y Arabia Saudita, los aliados carnales de la Casa Blanca que se han venido oponiendo decididamente a estas tratativas por los escenarios que abren en su zonas de influencia.
Con el alivio de las sanciones, Teherán logrará un impacto económico de inversiones que explica que hayan habido celebraciones en las calles de la capital persa. Y también un pragmatismo profundo de los persas para no perder la oportunidad del convenio. Esa urgencia de desarrollo se une con las necesidades de la agenda occidental para intentar serenar Oriente Medio. Irán, a partir de ahora, se irá constituyendo en una potencia inevitable en la región. Tiene conocimiento y poder para ocuparse de liberarle a Estados Unidos el peso de la guerra de Afganistán, la más extensa de la historia norteamericana, donde los dos países comparten el mismo enemigo talibán. El patio trasero iraní se extiende también en Irak, Siria, Líbano y en gran medida en Yemen, donde los sauditas intentan con la actual guerra contra la guerrilla huthi pro-iraní, dar un ejemplo de hasta qué punto están dispuestos a ser inflexibles.
El valor político y estratégico inocultable iraní es el que calculó Barack Obama como el elemento central de aquellas prioridades que rigen la política internacional al convertir a Teherán de enemigo en socio. La furia de Israel contra estas negociaciones, repudiadas incluso en el Capitolio por Bibi, no se debe al peligro nuclear de los persas. Es, en cambio, una reacción a esta evolución en el terreno. Estados Unidos busca, a despecho de los intereses de Tel Aviv o Riad, que en la zona las potencias regionales se balanceen entre ellas: Arabia Saudita, Turquía, Israel, Irán y Egipto.
Es una apuesta riesgosa, por lo menos hasta que esa maquinaria se acomode, porque es todo madera seca en un sitio donde el fuego nunca se apaga. Si hay una detente de este calibre entre Washington y Teherán, por ejemplo, entra en la zona de cuestionamientos la negativa israelí a un cambio en las condiciones de los palestinos, sobre los cuales la Casa Blanca reclama una salida definitiva para un Estado propio.
Pero también el futuro se torna mucho más complejo para el puñado de coronas y teocracias medievales que han venido gobernando con puño de hierro durante décadas contra cualquier «insurrección» democratizadora. Ese camino lo anduvieron con el apoyo de Estados Unidos, un respaldo que no desaparecerá a partir de ahora y de estos cambios, pero que seguramente no tendrá las mismas condiciones que antes.