Empecemos por lo más importante: una cuestión de vida o muerte para el Estado de Israel: Si no va a haber aquí dos Estados, y muy pronto, habrá sólo uno. Si va a haber aquí un Estado, será árabe desde el Mediterráneo hasta el Jordán. Si va a haber aquí un solo Estado, no envidio a mis hijos ni a mis nietos.
Dije sólo un Estado árabe desde el Mediterráneo hasta el Jordán. No dije un Estado binacional. Con excepción de Suiza, todos los estados binacionales y multinacionales existentes funcionan muy mal - Bélgica, España - o ya colapsaron en un baño de sangre: Líbano, Chipre, Yugoslavia, la Unión Soviética).
Si no habrá aquí dos Estados, y muy pronto, es muy posible que, para evitar el surgimiento de un Estado árabe desde el Mediterráneo hasta el Jordán, nos gobierne temporariamente una dictadura de judíos fanáticos, una dictadura de características racistas, una dictadura que reprimirá con mano de hierro tanto a árabes como a sus propios opositores judíos.
Pero esa dictadura será corta. En la era moderna, casi ninguna dictadura de una minoría que reprime a una mayoría sobrevive mucho tiempo. Al final de ese camino, también nos espera un Estado árabe, desde el Mediterráneo hasta el Jordán, y antes, quizás, un boicot internacional, o un baño de sangre, o ambos.
Hay aquí toda clase de expertos que nos dicen que no hay solución al conflicto y, por consiguiente, predican la idea de «manejarlo». «Manejar el conflicto» tiene exactamente el mismo sentido que tuvo el verano pasado. «Manejar el conflicto» significa una sucesión de una segunda, tercera, cuarta y quinta guerra del Líbano; y de operaciones «Plomo Fundido», «Pilar Defensivo y «Margen Protector»; y de «Varita Mágica» y «Flecha» 2 y 3 y «Cúpula de Hierro» y «Despedacémoslos».
Y quizás también una Intifada o dos en Jerusalén y en los territorios militarmente ocupados, hasta el colapso de la Autoridad Palestina y el ascenso de Hamás o de un grupo más extremista y más fanático que Hamás. Eso es lo que significa «manejar el conflicto».
Hablemos ahora por un momento de la resolución del conflicto. Durante un siglo o más - un período que podemos llamarlo «cien años de soledad» - no tuvimos un momento más propicio para terminar el conflicto. No porque los árabes se volvieron repentinamente sionistas ni porque ahora estén dispuestos a reconocer nuestro derecho histórico sobre esta tierra, sino porque Egipto y Jordania y Arabia Saudita y los Emiratos del Golfo y los países del Magreb - e incluso la Siria de Bashar al-Assad - tienen en la actualidad, y por un futuro previsible, un enemigo mucho más inmediato, más destructivo y más peligroso que el Estado de Israel.
Hace 13 años atrás, se puso sobre la mesa la iniciativa de paz saudita, que en realidad era una propuesta de la Liga Árabe. No recomiendo que Israel se apresure a firmar en la línea de puntos al pie de la página, pero decididamente merece que la consideremos, negociemos y regateemos. Ya debimos hacerlo hace 13 años; quizá estuviéramos hoy en una situación completamente distinta. Si nos hubieran hecho una propuesta similar en los días de los primeros ministros David Ben Gurión y Levi Eshkol, en el período de los «Tres No» de la Cumbre de Kartum, casi todos hubiésemos salido a las calles a bailar.
Diré ahora algo polémico: Por lo menos desde la Guerra de los Seis Días en 1967, no hemos ganado una guerra. Incluida la Guerra de Yom Kipur en 1973. Una guerra no es un partido de fútbol, en el cual el equipo que más goles anota es el que gana. En una guerra, incluso si destruimos más tanques que el enemigo, abatimos más aviones y conquistamos más territorios, todo eso no significa que ganamos. En una guerra gana quien logra sus objetivos y pierde quien no los consigue.
En la Guerra de Yom Kipur, el objetivo del presidente egipcio, Anwar Sadat, era acabar con el statu quo impuesto por Israel en 1967, y lo logró. Nosotros fuimos derrotados porque no conseguimos materializar nuestras metas; y no lo hicimos porque no teníamos ninguna ni podíamos tener una que fuese alcanzable sólo por medio de nuestra fuerza militar.
¿Lo que dije implica que la fuerza militar es innecesaria? De ninguna manera. En todo momento durante los últimos 70 años, nuestra fuerza militar se interpuso incesantemente entre nosotros y la destrucción y la aniquilación. Pero siempre debemos recordar esto: En lo que respecta a Israel y sus vecinos, nuestra fuerza militar sólo puede ser preventiva. Para prevenir un desastre, para impedir la aniquilación, para evitar un ataque masivo a nuestra población, pero nunca podremos ganar guerras, porque sencillamente no tenemos metas alcanzables mediante nuestra fuerza militar. Y por eso, como dije, considero que «manejar el conflicto» es una receta para un problema tras otro, sin mencionar una derrota tras otra.
Una gran mayoría de los israelíes, demasiados israelíes, creen - o les lavaron el cerebro para que crean - que si simplemente agarramos un gran garrote y golpeamos con él a los árabes una vez más, bien fuerte, ellos se amedrentarán y de una vez por todas, nos dejarán tranquilos y todo marchará bien. Pero sucede que durante casi 100 años los árabes no nos dejan tranquilos a pesar de nuestro gran garrote.
Y mientras tanto, nuestro dominio opresor en los territorios militarmente ocupados está erosionando a la Autoridad Palestina. Cuando ésta caiga, nos encontraremos enfrentando a Hamás, si no a algo peor, también en Cisjordania. Millones de palestinos sometidos sin derechos. Israel ya se apoderó de facto de alrededor de un tercio del territorio de Cisjordania, y la confiscación de tierras continúa.
La derecha y los colonos nos dicen que tenemos derecho sobre toda la Tierra de Israel. Que tenemos derecho al Monte del Templo. ¿Pero qué nos quieren decir, realmente, con la palabra «derecho»? Un derecho no es algo que queremos mucho y también creemos mucho que lo merecemos. Un derecho es lo que los demás reconocen como mi derecho. Si los demás no reconocen mi derecho, o si sólo algunos reconocen mi derecho, entonces lo que tengo no es un derecho sino una reivindicación.
Esa es precisamente la diferencia entre Raanana y Ramallah, entre Haifa y Shjem, entre Beer Sheva y Hebrón: todo el mundo, incluida la mayor parte del mundo árabe y musulmán - aparte de Hamás, Hezbolá e Irán - reconoce hoy en día que Haifa y Beer Sheva son nuestras. Pero nadie en este planeta, aparte de los colonos y sus partidarios en la ultrderecha norteamericana, reconoce que Shjem y Ramallah nos pertenecen. Esa es la diferencia entre un derecho y una reivindicación.
Los colonos y sus partidarios dicen: «Tenemos derecho a toda la Tierra de Israel». Pero de hecho lo que eso significa es algo completamente distinto: No es que tengamos un derecho, sino un deber religioso de aferrarnos a cada pedazo de tierra. Cuando estoy en un cruce peatonal, tengo sin duda derecho a cruzar la calle. Pero si veo acercarse un camión a 100 kilómetros por hora también tengo pleno derecho a no ejercer mi derecho y a no cruzarla.
Hablo, por ejemplo, del Monte del Templo. ¿Por qué no tendrían derecho los judíos a orar en el Monte del Templo? Y, sin embargo, también tenemos derecho a no ejercer ese derecho en esta generación. Para algunos de nosotros, el conflicto con 200 millones de árabes ya es poca cosa; están cansados de él, están empezando a aburrirse y quieren algo de acción. Quieren llevarnos a una guerra con todo el islam. Con Indonesia y con Malasia, con Turquía y con el Paquistán nuclear.
Y pregunto: ¿Morir por las plegarias en el Monte del Templo? Eso no está escrito en ninguna parte de las fuentes judías. No es un imperativo incondicional. Si alguien quiere desencadenar una guerra mundial en nombre del Monte del Templo, que lo haga sin mí, sin mis hijos ni mis nietos.
Pero ni siquiera les alcanza una guerra contra todo el islam. Algunos de ellos nos llevan hacia una guerra con todo el mundo. Hace unos 40 años, después de la sorpresa política de 1977, cuando el Likud llegó al poder, el editor de un diario estaba tan encantado con los acontecimientos que escribió en su editorial unas palabras inolvidables: «La victoria del Likud en Israel restituye a Estados Unidos a sus verdaderas dimensiones».
También en la actualidad parece que hay un intento israelí de restituir a Estados Unidos a sus verdaderas dimensiones. De destruir la alianza entre Estados Unidos e Israel en favor de otra entre nuestra ultraderecha y la norteamericana. Lo que nos dicen hoy es más o menos lo siguiente: «El líder del mundo libre está luchando solo contra el proyecto nuclear iraní. ¿Por qué el presidente Obama interfiere constantemente?» No debemos olvidar nunca que por lo menos dos veces en nuestra historia nos vimos envueltos en una guerra contra casi todo el mundo, y esas dos ocasiones terminaron muy mal.
Imagino un tiempo, no muy lejano, en que los trabajadores de los aeropuertos de Amsterdam, Dublín o Madrid se nieguen a prestar servicios a aviones de El Al. En que los compradores boicoteen los productos israelíes y los dejen en los estantes. Los inversionistas y los turistas evitarán a Israel. La economía israelí se desmoronará. Ya recorrimos la mitad de ese camino. Ben Gurión nos enseñó que Israel no es viable sin el apoyo de al menos una gran potencia. ¿Cuál potencia? Varía. En una época fue Reino Unido, en otra incluso la Unión Soviética de Stalin, en otra Reino Unido y Francia, y en las últimas décadas lo es Estados Unidos. Pero decididamente la alianza con Estados Unidos no es parte del orden natural de las cosas. Dicha alianza es un elemento variable, no permanente. Una de las distinciones más importantes en la vida de un individuo y en la vida de las naciones es la distinción entre lo permanente y lo variable y transitorio.
Durante décadas nos asustaban para que creyéramos que si devolvíamos los territorios, «un ejército soviético aparecería cerca de Kfar Saba». No puedo asegurarles con certeza que si devolvemos los territorios todo va a ser maravilloso. Pero sí puede decirse con certeza que no habrá un ejército soviético cerca de Kfar Saba.
Los mismos mercaderes del miedo que nos hacían temblar con el ejército soviético a las puertas de Kfar Saba nos vuelven a asustar ahora, diciendo que si nos retiramos de los territorios los misiles estallarán en Tel Aviv, el Aeropuerto Ben Gurión y en Kfar Saba. No sé con seguridad si eso es cierto, pero puedo decirles con toda la autoridad de un sargento de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI): Ya es posible hoy en día atacar el Aeropuerto Ben Gurión, Tel Aviv y Kfar Saba con misiles, no sólo desde Qalqilyah sino también desde Irán, desde Paquistán e incluso desde Indonesia.
Una vez más, como en el caso del ejército soviético en Kfar Saba, tenemos un ejemplo de desafortunada ausencia de distinción entre lo variable y lo permanente. Si no hoy, mañana o pasado mañana será posible lanzar ataques mortales y precisos con misiles desde cualquier lugar del mundo hacia cualquier otra parte. ¿Qué haremos en ese caso? ¿Enviaremos a las FDI a conquistar todo el planeta?
Que Estados Unidos sea nuestro aliado es variable. Que los palestinos sean nuestros vecinos y que vivamos en el corazón del mundo árabe y musulmán es permanente. Incluso el peligro del proyecto nuclear iraní es variable y no permanente, porque aun si nosotros u otros bombardean las instalaciones nucleares de Irán, no podremos bombardear el conocimiento humano. Porque es posible que el Paquistán nuclear se convierta mañana en un Estado islámico aun más extremista que Irán; porque nadie puede impedir a nuestros ricos enemigos que compren armamento nuclear disponible en el mercado y lo apunten hacia nosotros; y, sobre todo, porque dentro de unos pocos años cualquiera que quiera tener armas de destrucción masiva podrá obtenerlas; y por eso, también, el elemento permanente debe ser la capacidad de disuasión de Israel. En contraste, las capacidades de nuestros enemigos, nucleares o de otra clase, son una variable que, en última instancia, no depende de nosotros.
A diferencia de mis amigos de la izquierda, dije que no puedo garantizar que si abandonamos los territorios, incluso con un tratado de paz, todo será maravilloso. Pero estoy seguro de que si los seguimos ocupando militarmente todo empeorará. Si nos quedamos allí, al final habrá un Estado árabe desde el Mediterráneo hasta el Jordán.
En este punto quiero discrepar conmigo mismo y con algunos de mis amigos de la izquierda. Hay millones de israelíes que estarían dispuestos a prescindir de los territorios a cambio de paz, pero no les creen a los árabes. No quieren ser estafados. Tienen miedo. Es un grave error tomar ese miedo a la ligera o burlarse de él. Uno puede, quizás, apaciguarlo, moderarlo. Tampoco le haría mal a la izquierda compartir un poco de ese miedo. Hay a que temer. Una persona que tiene miedo, con razón o sin ella, no merece el desprecio ni el ridículo ni la burla. Tenemos que debatir la idea de paz por territorios no por medio del ridículo ni la burla, sino como personas que contrapesan un peligro contra otro.
Hay otro error que cometen mis amigos de la izquierda: a veces piensan que la paz está en un estante alto de una juguetería. Estiran la mano y la tocan. Itzjak Rabín casi la tocó en los Acuerdos de Oslo - dicen -, pero fue demasiado avaro para pagar todo el precio necesario y no nos trajo el juguete. Ehud Barak casi la tocó en Camp David - agregan -, pero también fue demasiado avaro para pagar todo el precio y volvió sin ella. Y lo mismo Ehud Olmert - añaden -, un avaro, un dirigente que no nos quería lo suficiente. Porque, si no, hubiera pagado el precio completo y nos habría traído hace rato la ansiada paz.
No acepto nada de eso. Creo que la paz tiene más de un socio. Un proverbio árabe dice que «no se puede aplaudir con una sola mano». Pero hoy tenemos un socio para las negociaciones. Durante años, los lavadores de cerebros nos decían que Yasser Arafat, de la OLP, era demasiado fuerte y demasiado malvado; hoy nos dicen que Mahmud Abbás, de la Autoridad Palestina, es demasiado débil. Nos dicen que cuando los palestinos nos matan, es imposible hacer la paz, y que cuando dejen de matarnos no habrá razón para hacerla.
Mi punto de partida sionista desde hace décadas es el siguiente: No estamos solos en esta tierra. No estamos solos en Jerusalén. Les digo lo mismo a mis amigos palestinos. No están solos en esta tierra. No hay otra opción que dividir esta pequeña casa en dos departamentos aun más pequeños. Sí. Una casa de dos familias. Y, como escribió el poeta Robert Frost, las buenas cercas hacen buenos vecinos.
La idea que escuchamos estos días de un Estado binacional, que viene tanto de la extrema izquierda como de la derecha lunática, me parece que es una broma de mal gusto. Después de 100 años de sangre, lágrimas y desastres, es imposible esperar que de repente los israelíes y los palestinos se acuesten en una cama de dos plazas y empiecen una luna de miel. Si en 1945 alguien hubiera sugerido unir a Polonia y Alemania en un Estado binacional, probablemente lo hubieran encerrado en un manicomio.
Parece que fui el primero en escribir, poco después de la gran victoria de la Guerra de los Seis Días, que «la ocupación nos corromperá». En ese artículo escribí que la ocupación corrompería también a los ocupados. No; nosotros y los palestinos no podremos convertirnos mañana en una familia feliz. Necesitamos un divorcio legal y justo. Después de un tiempo, mediano o largo, quizás llegue la cooperación, un mercado común o una federación. Pero en la etapa inicial, el país debe ser un hogar para dos familias, porque no estamos yendo a ninguna parte. No tenemos a dónde ir. Ni tampoco los palestinos están yendo a ninguna parte. Tampoco ellos tienen a dónde ir.
En el fondo, la disputa entre nosotros y los palestinos no es una película de cowboys de Hollywood con soldados buenos contra indígenas villanos, es una tragedia de justicia contra justicia; lo escribí hace casi 50 años y lo sigo creyendo hoy. Y con frecuencia, lamento decirlo, de injusticia contra injusticia.
Un cirujano en la sala de emergencia, cuando está frente a alguien que sufre lesiones en todo el cuerpo, se preguntará: ¿Qué hacer primero? ¿Qué es lo más urgente? ¿Qué es lo que puede causar la muerte del paciente? En el caso de Israel, no es la coerción religiosa, ni siquiera el precio de una vivienda accesible, ni siquiera incluso el alto costo de la vida y el no poder llegar a fin de mes a pesar de trabajar todo el tiempo. Es la continuación del conflicto con los árabes, que se está convirtiendo en una guerra contra todo el mundo. Una guerra de esa clase pone en peligro nuestra propia existencia.
Quizás sea este el lugar para revelar el secreto más profundo de Israel: En realidad somos más débiles, y siempre fuimos más débiles, que todos nuestros enemigos tomados en conjunto. Durante décadas, nuestros enemigos estuvieron inundados de una retórica salvaje sobre la aniquilación de Israel y sobre arrojar a los judíos al mar. Fácilmente podían haber enviado un millón de combatientes contra nosotros, o dos millones, o tres. Nunca mandaron más de algunas decenas de miles porque, a pesar de esa retórica asesina, la existencia o la destrucción de Israel nunca fue para ellos una cuestión de vida o muerte; no para Siria, no para Libia, no para Egipto e incluso no para Irán. Quizá lo fue para los palestinos, pero, por suerte para nosotros, son demasiado pequeños para vencernos. La suma total de nuestros enemigos hace tiempo que podría habernos derrotado si tuviesen una motivación verdadera y no sólo una motivación retórica y propagandística. Un aventurerismo nuestro sobre el Monte del Templo o la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén podría, Dios no lo permita, darles esa motivación.
No estoy seguro de que el altercado con los árabes pueda terminarse de un día para otro. Pero vale la pena intentarlo. Creo que hace tiempo que es posible reducir el conflicto entre Israel y la Autoridad Palestina a un conflicto entre Israel y Gaza.
Es difícil ser profeta en una tierra de profetas. Hay demasiada competencia. Pero mi experiencia vital me enseñó que en Oriente Medio las palabras «para siempre», «nunca» o «a ningún precio» significan cualquier cosa entre seis meses y 30 años.
Si me hubieran dicho, cuando me convocaron a la reserva en el Sinaí durante la Guerra de los Seis Días, o a las Alturas del Golán en la Guerra de Yom Kipur, que un día podría visitar Egipto y Jordania con una visa egipcia y una visa jordana estampadas en mi pasaporte israelí, yo, el mercader de la paz, hubiera dicho: «No exageren; quizás mis hijos o mis nietos, pero no yo».
Para terminar, quiero dirigir nuestra atención al hecho de que durante décadas este país experimentó una edad de oro cultural. En literatura, cine y artes. En alta tecnología, pensamiento filosófico y ciencias. Por lo general, la gente habla con nostalgia de una «edad de oro» cuando ya se acabó. Pero Israel está en vías de una edad de oro creativa desde hace algunas décadas. Para mí, por ejemplo, Tel Aviv, la primera ciudad hebrea, es nuestra creación colectiva y no es menos importante, quizás sea más importante, que la literatura rabínica escrita en la diáspora, o que la poesía judía compuesta en España. Posiblemente Tel Aviv no sea menos maravillosa que el Talmud de Babilonia. Y es sólo una de nuestras creaciones colectivas aquí, en la Tierra de Israel. Hay quienes atacan ese acto de creación, también, porque piensan que la cultura hebrea es demasiado izquierdista. Hubo, y hay todavía, regímenes que incitan habitualmente contra la cultura, debido a que casi siempre, en todo momento y en todo lugar, la mayoría de los creadores de la cultura albergan tendencias opositoras.
Ahora es tiempo para una pequeña confesión muy personal: Amo al Estado de Israel incluso cuando no puedo tolerarlo. Si mi destino es caerme un día en la calle, quiero caer en una calle en Israel. No en Londres, no en París, no en Berlín y no en Nueva York. Aquí, la gente me levantará. Cuando vuelva a estar parado, habrá sin duda unos cuantos que estén deseando que me vuelva a caer, pero si me vuelvo a caer alguien me volverá a levantar.
El futuro me genera mucha ansiedad. Tengo miedo de la política del gobierno, y esa política me avergüenza. Tengo miedo del fanatismo y la violencia que se extienden por aquí, y también eso me avergüenza. Pero me siento bien por ser israelí. Me siento bien por ser un ciudadano de un país con 8 millones de primeros ministros, 8 millones de profetas y 8 millones de mesías. Cada uno con su fórmula personal para la redención. Todos gritan, sólo unos pocos escuchan. No es aburrido. Y a veces es intelectual y emocionalmente fascinante.
Lo que conseguí ver aquí durante la vida que me tocó vivir es a la vez mucho menos y mucho más que lo que soñaron mis padres, y los padres de mis padres.
Fuente: Haaretz