Ante la concreción de un entendimiento entre las potencias más poderosas - los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania - con Irán, el futuro del planeta debería vislumbrarse más pacífico y luminoso.
Sin embargo, Occidente no interpretó acertadamente que la mal llamada «primavera árabe» devendría en un invierno islámico. Apoyó el derrocamiento de Gaddafi en Libia y de Mubarak en Egipto. Libia quedó sumida en el caos y en Egipto se hicieron del poder los Hermanos Musulmanes, hasta la destitución de Morsi.
Estados Unidos no cumplió sus amenazas ante el uso de armas químicas por parte del gobierno sirio, lo cual fue interpretado como un mensaje de debilidad por los actores de la región. El retiro de sus tropas de Irak condujo al surgimiento del Estado Islámico (EI), que además, en un primer momento subestimó.
Al no asumir esa sucesión de errores, Occidente se dispone a incurrir en otro quizá peor: un pacto con Irán.
Irán es una teocracia islamista que viola los derechos humanos, somete a las mujeres, asesina y tortura a disidentes y homosexuales y niega el Holocausto. En su faceta internacional, amenaza con aniquilar a Israel, fabrica misiles balísticos intercontinentales con capacidad para transportar ojivas nucleares, interviene directamente en la guerra en Irak y Siria y, como instrumento de su política exterior, patrocina el terrorismo en Yemen, Líbano, el Sinaí, Gaza y en todo el mundo. Cabe recordar que su brazo armado libanés, Hezbolá, perpetró el atentado contra la AMIA en Buenos Aires.
Lo que confunde a Occidente es que de pronto comparte con Irán un enemigo en común: el Estado Islámico. Si es Irán quien lo enfrenta, entonces Occidente no debe enviar sus tropas a ese atolladero infernal, donde se decapita, crucifica y masacra a las minorías, mientras los Estados se desintegran y desangran.
Para formalizar alguna especie de acuerdo, Irán debería volver a integrarse a la comunidad internacional. Pero dado que el régimen de los ayatolás no exhibe el más mínimo indicio de moderación en su conducta, Occidente opta por simular que su peligrosidad ha disminuido repentinamente.
Así, vemos como Obama pasa por alto la calificación de «Gran Satán» e ignora la promesa de «Muerte a América» proferida por sus máximas autoridades. Desoye a sus antiguos aliados, los Estados árabes sunitas que libran un conflicto con el Irán chiíta por la supremacía islámica. Desatiende las necesidades de seguridad de Israel, a quien Irán jura aniquilar. Se abstrae de la ineludible lección que se extrae del acuerdo entre Estados Unidos y Corea del Norte, que intentó detener la capacidad nuclear militar norcoreana sin éxito alguno.
Mediante la firma del acuerdo marco de Lausana, Occidente le abre la puerta de regreso a Irán a la familia de naciones, brindándole legitimidad internacional y aceptando de hecho que se convierta en una potencia nuclear.
Los iraníes captaron la voluntad de Obama de alcanzar un acuerdo, cualquiera sean los términos del mismo. Por lo tanto, a cambio de mínimas y cosméticas concesiones, obtendrán el levantamiento de las restricciones económicas que hace años padecen.
El acuerdo efectivamente firmado en Lausana es escueto e impreciso. El acuerdo marco que la Casa Blanca defiende públicamente es, en realidad, un plan a implementar en el pacto definitivo el 30 de junio, que contiene parámetros y plazos específicos, pero no ha sido refrendado por Irán, y por lo tanto no es vinculante.
Ese plan propone reducir el programa nuclear de modo tal que la construcción de una bomba atómica requiera un plazo de un año en lugar de los tres meses que le tomaría en la actualidad.
En la última década el Consejo de Seguridad de la ONU intentó reiteradamente desmantelar el programa nuclear de Irán prohibiéndole enriquecer uranio. En el proyecto actual, durante la próxima década, se le permite hacerlo, pero con ciertas restricciones. De las casi 20.000 centrifugadoras que tiene en funcionamiento, el acuerdo le permite utilizar menos de 6.000, que enriquecerán uranio a menos del 5% sólo con fines civiles. Para obtener la bomba atómica es necesario un enriquecimiento del 90%.
Aún si Irán cumpliera todos los compromisos, cosa que no ha hecho en todos estos años, no se desmonta ninguna de sus instalaciones. Todas quedan intactas, las que operan en Natanz y las que funcionan en la central fortificada subterránea de Fordo. No se cierra ni la planta procesadora de agua pesada en Arak ni Parchin, el centro neurálgico de su programa militar nuclear.
Al escuchar la versión de su canciller Zarif sobre el acuerdo logrado, los iraníes salieron a las calles a celebrar alborozados. Entendieron de inmediato que lo único concreto es que se levantarán las sanciones económicas y diplomáticas que tan perjudiciales efectos han tenido sobre su economía.
La Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) es quien deberá ejercer los controles con acceso irrestricto a todas las áreas, pero debe comunicarlo previamente y en el pasado no se le ha permitido ingresar a todas las instalaciones.
Una vez que las sanciones sean levantadas, será prácticamente imposible volver atrás. La comunidad internacional carece de un mecanismo para determinar si, ante la comprobación de un incumplimiento, corresponde reinstalar una o algunas sanciones, o cuáles y en qué medida deberían implementarse.
Irán podrá acceder a miles de millones de dólares congelados por sus ventas de petróleo y retomará el comercio con sus compradores habituales ávidos de satisfacer sus necesidades de energía. Estos fondos le permitirán proseguir y aún profundizar sus delirios expansionistas.
Esto provocará un grave desequilibrio estratégico en la región que desembocará en la aceleración de una carrera armamentista nuclear en la zona y en un fuerte incremento en el apoyo logístico y financiero a las organizaciones terroristas que sostiene, lo que aumentará su poder y sus acciones.
Todo esto son negros nubarrones que se ciernen sobre el horizonte y que provienen de Lausana.