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A la espera del socio

socioHace una semana, el presidente norteamericano, Barack Obama, pronunció un discurso en una sinagoga de Washington, donde abordó directamente las preocupaciones y aspiraciones del pueblo judío, identificándose sin ambages con sus valores éticos y también con la trayectoria ética judía en tanto metáfora de la búsqueda universal de paz y justicia.

Aunque la alocución no pretendía pronunciarse sobre políticas, Obama sí se refirió al conflicto israelí-palestino, afirmando que «Del mismo modo que los israelíes construyeron un Estado en su tierra natal, también los palestinos tienen derecho a ser libres en la suya. Con todo, quisiera recalcar que esto no es fácil. Los palestinos no son los socios más fáciles que hay».

Para empezar, al igual que una clara mayoría de israelíes, hace tiempo que pienso que los palestinos tienen ese derecho. No sólo sería bueno para sus intereses, también para los israelíes, permitiendo al Estado judío, tanto poner fin a una ocupación indeseada, que se remonta a 1967, como cambiar profundamente el equilibrio demográfico dentro de sus fronteras.

Pero sólo hay un problema, contenido en ocho palabras que pronunció el presidente: «Los palestinos no son los socios más fáciles». Lo que hizo el público ante esa frase fue reírse. Aunque, evidente, la cosa no sea para reírse. En realidad, el fondo de la cuestión es este y lo ha sido durante décadas.

No digo esto para plantear un debate. No intento imponerme en una discusión. Sólo tengo un objetivo: asistir al día en el que Israel pueda vivir en paz, de manera real y duradera, con sus vecinos. Tampoco pretendo con esto apuntar que los líderes israelíes, de palabra y de acción, se hayan conducido siempre de manera ejemplar.

Son tan humanos y, en consecuencia, tan falibles, como los políticos de cualquier sociedad democrática; están sometidos a las demandas del electorado y, en el caso de Israel, a las turbulencias de la creación de coaliciones, y puede que, a posteriori, entiendan las cosas perfectamente, pero, por desgracia, eso no siempre ocurre cuando se trata de anticiparlas.

Con todo, en última instancia, las intenciones de los dirigentes palestinos son de todo menos evidentes. Puede que otros, desde Washington hasta Bruselas, traten de interpretar sus objetivos. Sin embargo, al intentar precipitar una solución, con demasiada frecuencia prescinden de, minusvaloran o racionalizan aquellos factores fundamentales que podrían poner en cuestión sus afirmaciones.

A decir verdad, en múltiples ocasiones los palestinos podrían haber tenido un Estado y convertirse en «un pueblo libre en su propia tierra», pero, por razones que quizá quienes mejor conozcan sean sus líderes, decidieron lo contrario.

A muchos esto les sonará absolutamente contraintuitivo. Después de todo, si los palestinos han estado clamando por tener su propio Estado y se les ha ofrecido gran parte de lo que supuestamente quieren, ¿cómo puede ser que sigan sin tener una nación? Y aquí es donde las cosas se complican.

Los portavoces palestinos y quienes les dan trabajo no desaprovechan ninguna oportunidad de desviar la atención de su propia y considerable responsabilidad en la situación actual. Y con demasiada frecuencia tienen ante sí a públicos receptivos, enormemente dispuestos a creer (¡qué importan los hechos!) que el único culpable de todo es Israel, esa práctica cabeza de turco.

Sin embargo, ¿cómo explicar que en 1947, en la Palestina del Mandato Británico, se rechazara la recomendación de constituir dos Estados, uno judío y otro árabe, que hizo la ONU? ¿O que se desechara categóricamente tratar con Israel después de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando el Estado judío propuso un acuerdo de paz basado en el intercambio de tierras? ¿O la falta de interés de los palestinos en aprender de los ejemplos de Egipto y Jordania, que, en términos favorables, alcanzaron acuerdos de paz con Israel, reconociendo su derecho a existir en la región? ¿O qué decir del rotundo rechazo de las ofertas que en 2000 y de nuevo en 2001, y con el respaldo absoluto de Bill Clinton, hizo el primer ministro israelí Ehud Barak, planteando un acuerdo de dos Estados, y a las que se respondió desatando una sangrienta segunda Intifada contra Israel? ¿O de la no aceptación del plan de dos Estados propuesto en 2008 por el entonces primer ministro Ehud Olmert, al que ni siquiera se respondió con una contraoferta? ¿O de la actual violación por parte de los palestinos de los Acuerdos de Oslo de 1993, basada en acciones unilaterales, en sortear a Israel y la mesa de negociaciones, y en acudir a organismos de la ONU donde los votos están a su disposición? ¿O del frecuente recurso de los palestinos a la incitación, a términos incendiarios como el de «genocidio» y a la santificación de terroristas con las manos manchadas de sangre de civiles israelíes? ¿O del hecho ineludible de que hoy en día, en cualquier caso, el acuerdo basado en la existencia de dos Estados es prácticamente inviable porque Gaza está en manos de Hamás, un grupo terrorista apoyado por Irán que, por principio, llama a la eliminación de Israel, y porque la seguridad de Mahmud Abbás en Cisjordania está de todo menos asegurada, todavía menos sin la no reconocida ayuda de las fuerzas israelíes?

Entiendo que la búsqueda de la paz está profundamente arraigada en la identidad judía. Al judaísmo lo define las palabras del profeta Isaías: «No alzarán la espada gente contra gente, ni se ejercitarán para la Guerra».

Pero ese no puede ser el comienzo y el final de la discusión. Existe una segunda realidad. Ojalá no fuera así, pero, por desgracia, la tenemos justo delante y remitirnos a la nobleza de los valores judíos no la hará desaparecer: para que haya paz hace falta un socio que comparta verdaderamente el objetivo de poner fin al conflicto, que también esté dispuesto a ceder para alcanzarlo y que dé razones para creer que el futuro puede ofrecer una prometedora ruptura con el pasado.

¿Tiene Israel ese socio? Los judíos aún no se han pronunciado. Pero me atrevería a decir que cuando Israel tenga ese socio la paz no sólo será posible sino inevitable.