Como en los remakes de la ficción cinematográfica, la escena se repite, sólo que con otros protagonistas. Ante el avance del Estado Islámico (EI) sobre Bagdad y Damasco, aquí en competencia con el Frente Al Nusra vinculado a Al Qaeda, las potencias occidentales se limitan a seguir como espectadores, con preocupación y pasividad, un desenlace militar desastroso.
Es obvio que los bombardeos norteamericanos no bastan. La gran coalición puesta en marcha por Obama, inclusiva de las principales potencias árabes, es totalmente inútil hasta ahora, cuando no contraproducente. Así, al no bombardear a las fuerzas del EI que no dejan de avanzar sobre Irak y Siria, para no incomodar a esos curiosos aliados, algunos de los cuales dan apoyo económico al Estado yihadista.
Incluso persiste la entrega de armamento a una oposición islamista siria cuya entidad se desvanece ante al duopolio ejercido por el EI y Al Nusra. De manera que, con un Ejército desmoralizado como el sirio, el desplome es previsible.
La caída de Bagdad, dada la paralela desmoralización del Ejército iraquí, visible en la derrota de Ramadi, cerca de la capital, augura asimismo lo peor. Vemos siempre al EI imponiéndose a adversarios desunidos (chíitas de Irak, Irán, EE.UU).
A ritmo lento, va reproduciéndose la secuencia que bajo Nixon precedió a la conquista por el Vietcong y los jemeres rojos de Vietnam y Camboya.
Sorprende ante todo, en esta era de yihad inaugurada el 11-S, el desfase entre el potencial de conocimiento en manos de Washington, tanto para la información como para el análisis, por no hablar de armamento, y el tremendo vacío en la aplicación de esos recursos a la acción política.
Resultaba obvio que la eliminación desde Occidente de un régimen consolidado en un país musulmán, por tiránica que fuese su naturaleza, sin tener listo un recambio que la población aceptara como propio equivalía a entrar en un avispero, donde además era segura la intervención de Al Qaeda.
La desinformación norteamericana amparó así una secuencia de decisiones catastróficas, más allá del crimen contra la humanidad y la estupidez política que presidieron la invasión de Irak. Ahora con Obama prevalece la clásica actitud de defensa de la estabilidad, respaldando a «dictadores amigos» (Egipto), y de desenganche a toda costa de la intervención directa, para evitar las víctimas norteamericanas.
No es fácil entender qué datos llevaron a Obama a pensar que lo segundo era viable para Irak. Ante la eclosión y avance del Estado Islámico, de sorpresa en sorpresa, la primera potencia militar del mundo practica la ceguera voluntaria. Al error Bush sucedió el error del actual presidente.
Un elemento clave para la infravaloración del EI fue su consideración como organización terrorista. Cierto que practica el terrorismo, llevando al extremo la consigna de aterrorizar al enemigo, contenida en el versículo 10:60 del Corán, pero siempre con un carácter instrumental, jugando a fondo con el efecto de intimidación. Según advirtieron veteranos expertos en Islam, la diferencia con Al Qaeda es sustancial, tanto en la relación de medios a fines como en la definición de éstos. No se trata de derrotar a los cruzados judeonorteamericanos y a sus aliados mediante el megaterrorismo, sino de utilizar este como medio de guerra y de propaganda para el progreso de una estrategia fundada sobre la expansión del territorio, siguiendo el modelo trazado por las campañas de Mahoma.
Eso va más allá de recuperar las tierras perdidas de Dar al-Islam, como Palestina, ya que el objetivo último es cumplir el requerimiento coránico de expansión ilimitada del islam, hasta que cese la «fitna»: el enfrentamiento a la verdadera religión. De ahí la importancia simbólica de eliminar fronteras, como la que separaba Irak y Siria. No se intenta controlar un país, al modo de los talibanes, sino poner en pie un Estado islámico, germen de un poder supranacional, que batalla a batalla va imponiéndose al enemigo occidental y a sus aliados.
Esto explica su potencial de atracción hacia musulmanes de otros países, y singularmente de Europa. El larvado enfrentamiento personal como creyentes a la «yahiliyya», la ignorancia de Alá imperante en sus países de residencia, encuentra solución lógica en la incorporación a la yihad desde el EI.
Por eso el EI insiste en presentarse como tal, fomentando incluso que televisiones occidentales muestren cómo funciona el equilibrio tradicional de la «hisba» con un cumplimiento estricto de la sharía en una sociedad urbana moderna. «No queremos volver al tiempo de las palomas mensajeras», advirtió un responsable del EI en Raqqa.
Exhibición de control de costumbres permanente y terror selectivo, incluidas decapitaciones y crucifixiones públicas, destrucción de iglesias y de mezquitas chíitas, sí, pero también orden y abastecimiento regular en la vida cotidiana, tal y como es organizada la exportación de petróleo. Todo en medio de una movilización permanente para fomentar la lucha a muerte contra el mundo infiel, que, con Estados Unidos a la cabeza, debe ser arrasado. Lo que calificamos de deshumanización en sus actos es, en realidad, la aplicación del patrón coránico de total dependencia del esclavo ante el amo, la subordinación radical del infiel al poder de los creyentes. Así como estos son esclavos de Alá. Si se rebelan, no hay hombres, sino enemigos de Dios, y como tales serán tratados.
Les toca la suerte de los templos hindúes destruidos hacia 1200 en Delhi por el conquistador afgano, con sus columnas convertidas en soportes de la mezquita consagrada al quwatt ul-islam, la fuerza del islam.
Para la puesta en práctica de su proyecto, el propósito del EI consiste en trazar un puente que en el imaginario vincula puntualmente su actuación con el antecedente religioso-militar del primer islam. De ahí la importancia de la figura del califa, mito difícil de entender en Occidente, pero que sobrevivió en la mentalidad islámica como garantía de la necesaria unidad de la umma, la comunidad de los creyentes, en su misión sagrada.
La modernización económica tampoco es causa de distanciamiento. Salvo en la usura, la economía es omnipresente en el Corán, desde la limosna legal al botín. También esta ahí la exigencia de una base territorial, Medina en el caso de Mahoma, para organizar poder y expansión, así como la forma de llevar a cabo la guerra, mediante razias por sorpresa contra los bastiones del enemigo.
Por algo en el Estado Islámico se vio la conquista de Ramadi como una nueva batalla de Badr, en la cual Mahoma logró una victoria decisiva contra sus adversarios de la Meca.