En 1948 la Organización de Naciones Unidas promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y encomendó a la Comisión de Derechos Humanos la responsabilidad de asegurar el cumplimento por parte de los Estados miembros.
La Comisión estaba constituida por gobiernos de los bloques regionales, creciendo de 18 a 53 en el año de su disolución. Estos estados, que servían por tres años, vigilaban el cumplimiento de los DD.HH. Aunque no tenía los dientes para sancionar a países abusadores, la Comisión pudo haber desarrollado un «poder blando» con influencia internacional.
Sin embargo, al estar constituida por gobiernos, la política se tomó a la Comisión, que contó entre sus miembros a perennes violadores de DD.HH a los que el puesto les servía para limpiar su imagen y negociar entre sí para no acusarse; una especie de «sociedad de absolución mutua».
Pero como había que mostrar resultados apareció el «objetivo fácil»: Israel.
La Organización de la Conferencia Islámica, la Liga Árabe y los No Alineados contaban con cómodas mayorías para condenar al Estado judío, lo que contribuyó a disolver la Comisión en 2005.
En su lugar se creó el Consejo de Derechos Humanos (CDH), que evidenció que sólo había cambiado la envoltura mientras que en su interior la afección empeoraba. Está compuesto por 47 estados y en sus mullidos sillones en Ginebra se sentaron representantes de Arabia Saudita, Argelia, Cuba, China, Pakistán y otros «fieles referentes» en DD.HH.
Para no perder la práctica, el CDH hizo saber que su misión principal sería condenar a Israel, como lo hizo en 50 ocasiones, a la vez que ignoró claras violaciones. Por ahí una resolución sobre Darfur, Siria, Corea de Norte y Congo que no alcanzan a disfrazar su inoperancia.
Pero sin duda el gran elefante blanco del sistema internacional de DD.HH fue la Corte Penal Internacional (CPI), nacida en 2002, que condenó únicamente a dos líderes rebeldes africanos. El caso contra el presidente de Kenia colapsó y hace pocos días Sudáfrica, consentido del sistema, dejó salir de su país al presidente de Sudán, Omar Al Bashir, quien tiene una orden de captura internacional desde 2009.
Para la fiscal de la CPI, Fatou Bensouda, podría ser «bocado de cardenal» involucrarse en el conflicto israelí-palestino, ahora que la Autoridad Palestina (AP) es miembro y el reciente informe del CDH sobre la pasada guerra de Gaza lo solicita. Eso le daría gran figuración mediática y una sensación de «estar haciendo algo».
Sin embargo, si la CPI no actúa con cautela extrema y se ensaña únicamente con Israel, estará cavando su propia tumba.