El acuerdo nuclear alcanzado por Irán y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (China, Francia, Rusia, EE UU y Reino Unido), más Alemania, no supone la capitulación de Teherán, como deseaba el primer ministro israelí Binyamín Netanyahu. Y es casi tan imperfecto como puede serlo cualquier acuerdo negociado entre partes en disputa. Sin embargo, crea un marco sólido para impedir que Irán produzca armas nucleares en los próximos 10 a 15 años, y eso es un cambio muy positivo.
Netanyahu podría, si quisiera, declararse uno de los principales artífices de este avance. Si no hubiera alimentado la histeria mundial respecto de las ambiciones nucleares de Irán, es probable que el paralizante régimen internacional de sanciones que llevó a Teherán a la mesa de negociaciones jamás se hubiera implementado.
Pero se empecinó en decir que el acuerdo es un fracaso estratégico, para lo que adujo sus ambigüedades en temas como el mecanismo de inspección, la cantidad de centrifugadoras que Irán podrá conservar y las condiciones para la reanudación de las sanciones si no cumple el acuerdo. Al hacerlo, Netanyahu no sólo se perdió la oportunidad de apropiarse una importante victoria diplomática, sino que además reforzó el aislamiento internacional de Israel.
Ahora está haciendo todo lo posible por convencer al Congreso de EE.UU de que dicte una resolución de desaprobación para dejar sin efecto el acuerdo. Pero es muy improbable que ocurra. En realidad, lo único que está logrando Netanyahu es convertir a Israel en una cuestión de creciente división partidaria en la política estadounidense. Está jugando con fuego: aunque en otro tiempo EE UU se enfrentó a la comunidad internacional para apoyar a Israel, hoy ya no está tan dispuesto.
Aun si lograra lo que pretende, no le serviría de nada: esa resolución solo afectaría a las sanciones de EE UU, no a la anulación del acuerdo, y el levantamiento de las sanciones por parte de las demás potencias daría a Irán motivos suficientes para mantener el trato. Peor: Irán podría decidir acelerar el desarrollo de armas atómicas, con el apoyo de China y Rusia, en un sistema internacional cada vez más fragmentado.
A pesar de los problemas obvios de la postura de Netanyahu, sería un error no prestarle atención. Su obsesión con Irán surge de convicciones hondamente arraigadas, un sistema de pensamiento político y su propia perspectiva de la historia judía.
Netanyahu es un ideólogo de la catástrofe judía. Su visión de la historia es un reflejo de la de su padre, el historiador Benzion Netanyahu, que en los años cuarenta fue a EE UU a cuestionar la incapacidad de los Aliados para rescatar a los judíos europeos del Holocausto, y a movilizar así el apoyo al sionismo. Netanyahu incluso rememoró los esfuerzos de su padre en su discurso ante el Congreso del pasado marzo.
En su visión hobbesiana del mundo, casi cualquier hecho (político, estratégico o lo que sea) puede ser fuente de amenazas que ponen en riesgo la existencia misma de la nación judía. El único modo de evitar una catástrofe es estar siempre alertas.
Según este razonamiento, los riesgos y los desafíos son recordatorios permanentes de que el pueblo judío no debe bajar la guardia. Para Netanyahu, la idea de que el acuerdo nuclear le da 10 o 15 años a la diplomacia para remodelar la política regional es una locura. Dirá que un sistema regional de paz y seguridad basado en un acuerdo con los países árabes y que incluya la no proliferación nuclear es para soñadores ingenuos, no para un líder que recuerda las lecciones de la historia judía tan bien como él.
Si Israel quiere revertir su deriva hacia el aislamiento internacional y ayudar a crear un entorno regional de seguridad estable, debe cambiar. La paranoia y el antagonismo tienen que dar paso a una política mesurada en la que los líderes israelíes analicen con EE UU una posible compensación estratégica, colaboren con otras potencias para hacer frente al apoyo de Irán a Hizbulá y Hamás, y piensen en una reanudación creíble de las negociaciones de paz con el presidente palestino.
El Partido Laborista, que ahora debate la posibilidad de unirse al gobierno de Netanyahu, debe considerar cuidadosamente si podrá facilitar un cambio así. Si no puede, y no aparecen otras fuerzas capaces de hacerlo, hay riesgo de que las profecías apocalípticas de Netanyahu terminen siendo autocumplidas.