Como también pasó cuando unos criminales judíos quemaron vivo al adolescente palestino Mohamed Abu Khdeir, el argumento, tan ondeado por los israelíes, de la superioridad moral respecto del islam fundamentalista quedó totalmente desarticulado.
El columnista David Horowitz escribió entonces: «Si vamos a sanar esta nación, el asesinato de Mohamed Abu Khdeir debe deshacer la ilusión de que gozamos de una superioridad moral distintiva sobre nuestros vecinos».
Cuando tratamos aquello, recordamos las palabras de Golda Meir, desconsolada tras percatarse de que el reino de Camelot sólo existía en la literatura: «Siempre pensé que un Estado judío estaría libre de las lacras que afligen a otras sociedades: robos, asesinatos, prostitución. Ahora veo que lo tenemos todo, y eso lacera el corazón».
Y es cierto, entonces, como ahora, nos hicimos eco de que Israel sigue siendo superior a sus enemigos por cómo trata a sus criminales: mientras los palestinos los elevan a mártires, en Israel son repudiados, perseguidos y procesados.
Lo dice claramente el analista palestino Basam Tawil: «Mientras que los israelíes protagonizan manifestaciones de condena a ataques terroristas contra nuestra gente, nosotros celebramos asesinatos de judíos. ¿Cuántas veces salimos a las calles a repartir dulces para celebrar la muerte de judíos? Esas escenas repugnantes de hombres y mujeres festejando ataques terroristas contra judíos en las calles de Cisjordania y Gaza nunca fueron condenadas por nuestros líderes».
Pero no es suficiente. No lo es para la nación que se erige como baluarte democrático en Oriente Medio, en un entorno hostil en el que, mientras hablamos, están cortando cabezas. En ese sentido, el asesinato del bebé palestino de 18 meses, Alí Saad Dawabsha, en la localidad cisjordana de Duma es un drama nacional, al mismo nivel que la matanza en la Cueva de los Patriarcas en Hebrón o el asesinato del primer ministro Rabín. Y proclamar que la reacción ante la barbarie es mejor que la de los palestinos no basta.
Lo que sucedió en Duma aviva el conflicto con los palestinos, como advirtió el analista Avi Issacharoff: «esto pavimenta el camino de Hamás hacia el poder en Cisjordania».
Desde un punto de vista estratégico y político es indudable. Este asesinato vil será utilizado por Hamás y los demás grupos terroristas como un imán para atraer jóvenes a su causa. Desde un punto de vista moral, lo que pasó en Duma hace volar el alma de Israel en mil pedazos.
A pesar de todo, y al igual que pasó con los asesinos de Khdeir, la repulsa política y social fue unánime. Netanyahu calificó el ataque como lo que es: terrorismo. El presidente Rivlin hizo un llamamiento especial a los árabes israelíes y a los palestinos para recordarles que este es el tiempo de «permanecer unidos».
Algunos llevaron el asunto a la lucha política. David Grossman escribió que «Netanyahu y la ultraderecha avivaron el espíritu maligno que llevó al atentado de Duma». En Israel se volvió a hablar de terrorismo judío después de Yigal Amir, Baruj Goldstein y los seguidores del rabino Kahane.
La supervivencia de Israel depende no sólo de su superioridad militar, también de su compromiso con unos estándares morales irrenunciables. Yair Lapid, ex ministro de Finanzas, se mostró contundente: «Estamos en guerra. En guerra contra los radicales que queman a bebés palestinos, contra los que acuchillan a seis personas en la marcha del Orgullo Gay, contra los que intentan contravenir las decisiones de la Corte Suprema».
Más le vale a Israel ganar esa guerra, y con la misma contundencia con la que gana las convencionales. El Estado judío se juega el alma.