De un lado, miedo a salir de casa, a despertar sospechas sólo por pisar la calle y a ser abatido como un perro rabioso. Del otro, miedo al extraño de piel morena que habla árabe.
Miedo cierto, fundamentado, documentado, que encaja simétricamente, cada uno por su lado, y arroja una cuenta siniestra desde que empezó este episodio: en apenas un mes, 47 palestinos abatidos y 8 judíos apuñalados.
¿Palestinos? Es un decir. No era palestino un asilado eritreo que murió linchado en Beer Sheva, confundido con un árabe apuñalador.
¿Judíos? No todos los israelíes lo son y también puede caer un druso o un árabe israelí bajo el cuchillo de ese hijo de la desesperación y del odio que ahora llaman «lobo solitario».
El siniestro juego de espejos que instala la simetría del miedo corroe la confianza e incluso el espacio público, que se hace inhabitable.
El «lobo solitario» sale de casa cuchillo en mano para apuñalar al primer transeúnte con el que tropieza.
El árabe tranquilo y pacífico sale de casa con el miedo en el cuerpo por si le confunden con el «lobo solitario».
Los «lobos solitarios» se disfrazan de oveja - de periodista o de israelí - para salir a matar. También hay agentes israelíes que lanzan piedras y se disfrazan de lobos para provocar y detener a otros lobos.
El miedo no pregunta por las causas ni atiende a razones, ni siquiera morales. Al contrario, atenaza la razón moral de un israelí que simpatiza con los palestinos si se encuentra de frente con uno de ellos, cuchillo en mano; y le conduce a atacarle hasta la muerte, si tiene medios para hacerlo y evitar así la suya o la de su vecino.
Todo se juega en la apariencia. La vida y la muerte. Hay que ocultar la identidad peligrosa. Es el «delito facial» - por el que se exige la identificación o se detiene a alguien por su mera apariencia física - convertido en culpa social.
Un árabe es un sospechoso de terrorismo. Un israelí es un ocupante culpable de la opresión que sufren los palestinos.
Todos, al fin, candidatos a morir, apuñalados unos, acribillados otros, en una sociedad que parece estar condenada al racismo y a la segregación.
El miedo transforma a las personas y a las sociedades, sobre todo en la época de los medios digitales. Se propaga a la velocidad de la luz, como el odio que mueve a los asesinos, por encima de muros y fronteras.
Los «lobos solitarios» ya no llegan tan sólo de Cisjordania, sino también de Jerusalén Oriental donde los palestinos tienen carta de residencia. O del Israel de fronteras internacionalmente reconocidas, donde los árabes de nacionalidad israelí se sienten cada vez más cercanos a los palestinos de los territorios ocupados.
Si la paz estaba lejos antes de que empezara la intifada de los cuchillos más lo está ahora cuando el miedo se apoderó de todos.
El miedo tiene efectos letales sobre el cemento que sustenta la vida social y destruye la posibilidad misma de convivencia. Esa sí que es una amenaza existencial para el Estado de Israel.