Terminé de escribir este artículo, que en un principio trataba sobre antisemitismo, justo cuando empezó la nueva escalada de violencia en Israel-Palestina - nada extraordinario en un estado de excepción permanente que es como un volcán siempre a punto de hacer erupción.
Por una parte, sentía que tenía que tomar posición ante la coyuntura; por la otra, no soy especialista ni en Oriente Medio ni el en conflicto israelí-palestino, y no podría hacer en este momento un recuento de las distintas narrativas nacionales que descansan en el fondo del volcán. Decidí enfocarme, entonces, en las maneras poco críticas en que se suele abordar una situación - no quiero decir «realidad» - tan compleja.
Aunque coincido con las posturas que demandan justicia para los palestinos y censuran la violencia de la ocupación israelí - no sólo en el Este de Jerusalén y en Cisjordania o bloqueando las fronteras terrestres y aéreas de Gaza sino en la manera en que Israel se instituyó en un estado postcolonial [1], en muchos casos me doy cuenta de que dichas posturas utilizan a los palestinos como una simple metáfora para significar las pasiones de sus múltiples descontentos. En este sentido, me parece que, para poder juzgarlas, hay que saber diferenciar los contextos y elementos de las distintas enunciaciones sobre el conflicto.
Cuando Judith Butler escribió, en «Vida Precaria» (2004), contra la acusación de antisemitismo que se suele dirigir a quienes critican las políticas de ocupación israelíes - críticas que se llegan a etiquetar como muestras de «auto-odio» si son realizadas por judíos -, discutía con la comunidad judía norteamericana, empezando por Lawrence Summers, el entonces presidente de Harvard, quien había tachado de antisemitas las posiciones anti-israelíes de los intelectuales progresistas.
Como bien ha mostrado Shaul Magid [2], a partir de la Guerra de los Seis Días de 1967 comenzó a operarse en Estados Unidos un cambio en las comunidades judías y sus dirigencias comunitarias, que habían tardado varias décadas en adoptar el sionismo como una plataforma propia. El sionismo como movimiento nacional judío, que comenzó en el siglo XIX y proclamaba la necesidad de tener un Estado-nación, no sólo fue adoptado por estas comunidades sino que se convirtió en un dogma, para el cual toda oposición o distancia con sus ideales es una herejía.
No sé si México vivió un proceso semejante, pero hoy casi todas las dirigencias comunitarias judías del mundo se han alineado con este dogma: han adoptado la construcción del palestino como enemigo y defienden apasionadamente las políticas del Estado de Israel [3].
Para muchos de los judíos que hemos adoptado posiciones críticas frente al conflicto israelí-palestino, las dolorosas rupturas con amigos y familiares han sido una experiencia recurrente; como si nuestra crítica a las políticas del Estado de Israel o a los aspectos colonialistas de su fundación [4] afectaran al fantasma de lo que ellos suponen una identidad judía. Frente a esto, en «Parting Ways: Jewishness and the Critique of Zionism (2012)» la operación de Butler fue mostrar la posibilidad de una «judeidad» (Jewishness) distinta del judaísmo, independiente del sionismo y basada en una tradición de pensadores judíos que - como Hannah Arendt, Emmanuel Lévinas (a quien Butler también critica por las contradicciones que presenta entre una ética de la responsabilidad para con el otro y su noción del palestino como enemigo), Walter Benjamin o Primo Levi - desarrollaron valores de justicia social contrarios a algunas premisas del sionismo.
Es importante recalcar que, si bien han surgido movimientos judíos de izquierda en la diáspora, tanto el antisionismo como las prácticas de boicot a Israel - que en algunos casos sólo se limitan a los productos de los colonos en territorios ocupados y otras veces se extienden para negar una normalidad al interior del Estado -, siguen siendo muy estigmatizados.
Es también importante señalar que criticar las políticas del Estado de Israel o los fundamentos del sionismo como movimiento nacionalista no implica poner en cuestión el derecho del Estado de Israel a existir, a menos que se entienda que algunos Estados nacionales tienen fundamentos naturales o de otra índole que los hagan más legítimos que otros.
A diferencia de las comunidades judías y del Gobierno israelí - que ha radicalizado su postura y no parece tener ninguna voluntad de reconocer el derecho a la soberanía de los palestinos -, la opinión mundial ha reconocido la violencia de las políticas de ocupación israelíes. No obstante - y a pesar de que, como ha explicado recientemente Mauricio Meschoulam en su blog de «El Universal» de México, el conflicto parece estar cada vez más ausente de la agenda internacional, desplazado por la guerra civil en Siria o el temor frente al Estado Islámico -, la violencia política y militar hacia los palestinos se intensifica día con día, tanto en Cisjordania como dentro de las fronteras del Estado (lo que se suma a la falta de liderazgo del lado palestino). Esta violencia se percibe también tanto en el discurso institucional israelí (por ejemplo, el llamado de Netanyahu a sus seguidores a votar en las últimas elecciones porque si no los árabes israelíes irían a votar en manada o en el constante mensaje de la cúpula gubernamental de que no apoyarán la creación de un Estado palestino) como en la expansión de las colonias israelíes en los territorios conquistados en la guerra del 67 o en las respuestas excesivas del ejército ante civiles palestinos (recientemente una joven en Afula fue asesinada por varios soldados israelíes, por sacar un cuchillo, cuando pudo ser arrestada).
Algunos niños y jóvenes palestinos han respondido a esta violencia estatal acuchillando ciudadanos israelíes (se cuentan alrededor de ocho casos en los últimos meses), a lo que seguirá, como podemos imaginar, un redoblamiento de la violencia en la respuesta policial israelí.
Los israelíes también acuchillan: un joven judío israelí acuchilló a dos palestinos y a un beduino en la ciudad de Dimona, y otro hirió a un israelí de origen árabe (mizrahí) en Kiryat Bialik al confundirlo con un árabe, lo que muestra el racismo de una política de seguridad basada en el perfil físico, según la cual parecer «árabe» significa ser sujeto de sospecha.
En Israel viven judíos de origen árabe y árabes que son ciudadanos israelíes y que tradicionalmente han sido excluidos del ideal sionista del ciudadano israelí de origen judío europeo. Tampoco los palestinos son un grupo homogéneo y es necesario hacer algunas diferencias entre los palestinos que viven en Cisjordania, los que viven en Gaza y los que viven en Jerusalén. Hace poco, en una conferencia, Itamar Lurie, ex director del centro de psicoanálisis de Jerusalén, hablaba de grupos de terapia entre palestinos e israelíes que habían vivido traumas de guerra; contaba que los palestinos no soportaban la palabra «terrorista», a menos que los israelíes también aceptaran calificar a su ejército de «terrorista», mientras que los israelíes no toleraban la palabra «shahid» (máartir). Los traumas de las dos partes permanecerán por mucho tiempo, pero existen, aunque todavía minoritariamente, movimientos que promueven el intercambio, que luchan por el respeto a las minorías y por el reconocimiento de un Estado palestino como la única vía para concebir a Israel, a la vez, como un Estado democrático.
Como decía antes, en general la opinión pública reconoce los reclamos del pueblo palestino. Casi todos parecemos estar ya en el mismo barco: no sólo nos estremecemos ante los actos de los extremistas judíos contra la población palestina (como el incendio provocado en la casa de la familia Dawabshe), sino que también reconocemos que el Estado israelí ha permitido y alentado, con sus políticas de colonización, este tipo de actos. Sin embargo, quisiera explicar - sin condenar las críticas al Estado de Israel - por qué me parece que algunos de los discursos que se reclaman antisionistas operan, al igual que el antisemitismo según Shulamith Volkov [5], como un código cultural, como un conjunto de imágenes y estereotipos que dotan de un significado inconsciente a aquello de lo que dicen hablar.
Así, durante la deflación generalizada de 1873 en Alemania, el odio al judío entre los artesanos funcionaba como un código cultural para oponerse a la modernidad; en el caso Dreyfus, años más tarde en Francia, simbolizaba el rechazo a la República o a los valores liberales. Del mismo modo, en algunos discursos actuales el antisionismo es un código cultural que sirve con frecuencia para oponerse a la globalización o para exponer una postura anticapitalista, y se utiliza a Israel como un símil de las figuras del judío en la tradición del antisemitismo (figuras que, como Daniel Boyarin y otros críticos han mostrado, tampoco están ausentes de las auto-definiciones en la creación sionista de un nuevo judío y que absorbieron muchas de las caracterizaciones del antisemitismo). Estos discursos «antisionistas» se refieren a Israel no como una entidad precisa sino como sinónimo del capital o de un imperialismo transnacional, cayendo así en un aberrante antisemitismo.
Como ejemplo de esto transcribo aquí, sin citar la fuente ni al autor, un fragmento de un texto publicado en una revista latinoamericana para demostrar cómo el antisionismo (o una pretendida crítica al Estado de Israel) funciona como una ideología que remite más a un cúmulo de prejuicios que a la realidad política en Oriente Medio:
«[…] un Estado sionista Israel que, más allá de su propio sueño político (teológico-político, estatal-nacional), opera a nivel geopolítico como la punta de lanza de la razón civilizatoria-gubernamental occidental en la región. Hoy se desnuda nuevamente en Palestina, en toda su prepotencia necropolítica, un orden mundial imperialista y la materialidad irregular y defectuosa de los «derechos humanos» que implica su razón humanista, esto es, civilizatoria y racista. […]»
El artículo prosigue más o menos en el mismo tono, con citas de Mbembe, de Foucault, de Agamben, sin mencionar siquiera un suceso o un texto referente a la historia del Estado de Israel o a los dos nacionalismos que se encontraron en el siglo XIX en lo que era parte del Imperio Otomano: el sionismo y el nacionalismo árabe o panarabismo [6]. El autor concluye con esta otra aseveración:
«El eco de la necropolítica y del racismo del Estado israelí recorre así el mundo, no a través de la mera facticidad mediática, sino como la lógica que abre la posibilidad horrorosa que se cierne virtualmente sobre todos nosotros, desde el momento en que eventualmente quedemos en la mira como vida que se escapa del dispositivo económico-político que macro-espacializa imperialmente el mundo de la vida, o como vida residual de acuerdo al imaginario imperial que proyecta la otredad sacrificable de los «indios» - esto es, negros, árabes, indígenas o sudacas en general».
No es mi interés llamar antisemita al autor, cuando podría limitarme a decir que es poco o nada riguroso. Lo que me interesa subrayar en los párrafos citados es que en ellos el antisionismo funciona como una metonimia del colonialismo, del capitalismo, del humanismo y de todos los males que el autor le atribuye a Occidente y que se encarnan, al parecer, en el Estado de Israel casi como un fantasma que se apodera de todos los «autóctonos» del mundo retomando en el significante «Israel» varias de las figuras del judío del antisemitismo clásico.
En este sentido, no se puede afirmar, como hacen algunos, que el antisemitismo es tan sólo una etiqueta, un descalificativo, que los miembros de las comunidades judías lanzan contra los críticos del sionismo. El antisemitismo tiene una larga historia en la cultura occidental, ya en su forma de anti-judaísmo clásico (como en la historia de las relaciones entre judíos y gentiles basadas en la diferencia de fe), ya como antisemitismo moderno, una ideología secular decimonónica que hacía del judío un supuesto peligro para la nación moderna (diferencias que puntualizó Hannah Arendt en «Los orígenes del totalitarismo»).
No hay que creer que el antisemitismo moderno haya supuesto una ruptura categórica con las metáforas e imágenes del anti-judaísmo clásico, como la del judío errante, que desde la Edad Media ha sido sinónimo de movilidad y desarraigo frente a la autoctonía europea, o la identificación de los judíos con los atributos que se le asignan al capital - intangible, global, abstracto, sin raíces, parásito [7].
Así, cuando «La Jornada», el tercer diario de México, publica artículos en que se alude al «sionismo financierista» [8], está claro que se está haciendo referencia a estas construcciones antisemitas y no a la realidad geopolítica del conflicto palestino-israelí.
Tampoco me parece que podamos aceptar sin más la afirmación de Edward Said de que la islamofobia ha tomado hoy en día el lugar del antisemitismo. Es necesario entender que estos fenómenos tienen raíces históricas, teológicas y políticas muy distintas - por ejemplo, en la Alemania nazi el antisemitismo funcionaba en relación con la «pureza» del Estado-nación mientras que la islamofobia actual se inserta en el contexto de la globalización y de los problemas migratorios.
La islamofobia - que en alguna versión teórica se encubre como «lucha de civilizaciones» - no es ni el reemplazo ni el contrario del antisemitismo.
Así, entre los jóvenes de origen inmigrado en Francia que se identifican con un islam imaginado que oponen a la república o a Occidente [9], el antisemitismo funciona también como un código cultural, que Enzo Traverso ha definido de la siguiente manera: «Su blanco es una minoría que, tras haber encarnado históricamente una figura de la alteridad interna al mundo occidental, ha pasado a convertirse en la actualidad en símbolo de este mismo mundo occidental» [10].
En suma, el antisionismo puede convertirse en un código cultural útil para sostener una ideología o para mantener todo tipo de fantasmas cuando no se sustenta en fundamentos históricos, geopolíticos y sociales. Para ser críticos con Israel, debemos ser capaces de abandonar los viejos y discriminatorios lugares comunes y de deconstruir los textos y símbolos del discurso cultural y nacional israelí con el mismo vigor con el que Edward Said deconstruyó el canon europeo.
[1] Al igual que Sudáfrica o Estados Unidos, Israel se instituyó como un Estado postcolonial, conquistando a los pobladores nativos que, si bien fueron sometidos en términos de trabajo, fueron perdiendo sus territorios y derechos, sobre todo aquellos que no obtuvieron la ciudadanía de un Estado que se define como judío. Sin embargo, me parece un error muy peligroso sostener la visión extrema de que los palestinos representan un movimiento nacionalista mientras que Israel es un fenómeno colonial que terminará por disolverse una vez que se libere la nación palestina, como si Israel fuera Gran Bretaña en la India o Francia en Argelia. Para una revisión de la diferencia entre el colonialismo de asentamientos y el colonialismo imperial, ver el trabajo de Mahmood Mamdani.
[2] Maguid, Sh.; «American Post-Judaism: Identity and Renewal in a Postethnic Society»; Indiana University Press; 2013. Ver también su artículo sobre el rechazo que provoca Butler en algunos medios judíos en Estados Unidos: «Butler Trouble: Zionism, Excommunication, and Reception of Judith Butler’s Work on Israel/Palestine»; Studies in American Jewish Literature; vol. 33- 2; 2014; p. 237.
[3] En Estados Unidos han aparecido varios movimientos judíos de izquierda que se contraponen a organizaciones sionistas como AIPAC; y según una encuesta de «The Jewish Journal», los jóvenes de menos de 40 años apoyaron en mayor medida el acuerdo de Estados Unidos con Irán.
[4] Los llamados neo-historiadores israelíes - un grupo bastante heterogéneo que a partir de los '80, gracias a la apertura de los archivos oficiales en Israel, comenzó a contraponerse a las narrativas oficiales como Ilan Pappe, Benny Morris, Avi Shalem o Tom Seguev - han dado información sobre los años previos a la fundación del Israel. Recientemente, Hillel Cohen publicó un libro que ubica el año cero del conflicto en los motines violentos de 1929, que operaron como un trauma en las distintas comunidades judías que habitaban en Palestina, las cuales se unieron en contra del enemigo árabe y comenzaron a construir, a pesar de las diferencias entre los distintos grupos, una identidad nacional.
[5] «Anti-Semitism as a Cultural Code: Reflections on the History and Historiography of Anti-Semitism in Imperial Germany»; Yearbook of the Leo Baeck Institute 23; 1978; pp. 25-46.
[6] Razón por la cual es absurda la declaración que a veces se escucha de que los palestinos no existían y sólo aparecieron para combatir al Estado de Israel, aunque, en efecto, no se concebían como nación antes de esos movimientos contemporáneos.
[7] Moishe Postone; «The Holocaust and the Trajectory of the Twentieth Century», en «Catastrophe and Meaning». «The Holocaust and the Twentieth Century»; Moishe Postone and Eric Santer (Ed); Chicago: Chicago University Press; 2003.
[8] En repetidas ocasiones en la pluma de Alfredo Jalife en su columna «Bajo la lupa». Ver, por ejemplo, artículo de 11.9.11 o otro de 26.10.14.
[9] Sobre este islam imaginario, que supone una ruptura con el islam de la primera generación de migrantes y responde a un prácticas de comunicación occidental, ver el artículo de Olivier Roy, «La peur d’une communauté qui n’existe pas»; Le Monde; 9.1.15.
[10] Enzo Traverso; «El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservador»; Buenos Aires; FCE; 2014; p. 158.