Infructuoso, cada vez más infructuoso, es recurrir a la fórmula de lobos solitarios para describir a esos puñados, puede que mañana decenas y, pasado mañana, centenares de asesinos de judíos linkeados por miles de «amigos», seguidos por decenas de miles de tuiteros y conectados a una constelación que, al menos en parte, orquestan el sangriento ballet al que estamos asistiendo.
Ineficaz, cada vez más ineficaz, resulta la balada sobre la «juventud palestina fuera de todo control», cuando uno ve las oratorias en las que los líderes religiosos de Cisjordania y Gaza se dirigen a la cámara puñal en mano y llaman a los jóvenes a salir a las calles para ejecutar al mayor número posible de judíos, a derramar la mayor cantidad de sangre. O cuando uno recuerda que hace apenas unas semanas, al comienzo de la nueva ola de violencia, el propio Abu Mazen primero calificaba de «heroico» el asesinato del matrimonio Henkin en presencia de sus hijos, luego se indignaba al ver a los judíos «contaminar con sus sucios pies la Explanada de las Mezquitas» y, finalmente, en cambio, decretaba «pura», en esa misma declaración, «cada gota de sangre de cada shahid caído por Jerusalén.
Insoportable y, sobre todo, inadmisible, parece el sonido análogo sobre la «desesperanza social y política» que explica, o incluso excusa, esos actos criminales, cuando todo lo que sabemos de los nuevos terroristas, de sus celulares y, a menudo, una vez cometido el atentado y muerto el homicida, del orgullo de sus fans al transmutar el crimen en martirio y la infamia en sacrificio, está mucho más cerca, por desgracia, del retrato robot del yihadista que en una época se inmolaba en Nueva York o Madrid y hoy lo hace en Siria o en Irak.
No está claro, por lo tanto, que la palabra Intifada sea la más apropiada para designar algo que recuerda más al enésimo episodio de esa yihad mundial que tiene uno de sus escenarios en Israel, pero que sólo es eso, uno de sus escenarios.
No está claro que los análisis sobre la ocupación, la colonización y la intransigencia de Bibi expliquen todavía gran cosa de una oleada de violencia que cuenta con civiles judíos de Afula, Petaj Tikva o Beer Sheva entre sus blancos prioritarios. No está claro tampoco que la misma cuestión del Estado, la de dos Estados y, por lo tanto, la del reparto negociado de la tierra, que para los moderados de ambos bandos es la única cuestión posible, tenga nada que ver con este recrudecimiento de la violencia en el que la política deja paso al fanatismo, y en el que alguien decide apuñalar a un transeúnte, a cualquier transeúnte, a ciegas, sobre la base de un vago rumor, según el cual se habría urdido un plan secreto para prohibir para siempre el acceso a un lugar sagrado del islam.
No está claro, en otros términos, que la causa palestina vaya a ganar algo con esta radicalización de la situación. Muy por el contrario, lo seguro, lo absolutamente seguro, es que tiene mucho que perder; que van a ser las mentalidades más sensatas que aún alberga en su seno las que acaben siendo desechadas por este estallido de violencia; y que los últimos partidarios del acuerdo serán los que, junto con lo que resta del bando de la paz en Israel, paguen un alto precio por las blasfemias irresponsables de los imanes de Al Aqsa, Hebrón y Gaza.
Inadmisible hay que considerar también la fórmula «ciclo de actos violentos» o «espiral de represalias» que, al equiparar a los kamikazes con sus víctimas, fomentan la confusión. Tales fórmulas no son sino una incitación a volver a empezar.
Insoportable es, por la misma razón, la retórica del «llamamiento a la moderación», o la invitación a no «amotinar las calles», que invierte, ella también, el orden de las causas y hace como si el militar o el civil en situación de legítima defensa tuviesen las mismas culpas que aquel que decidió morir después de sembrar el máximo terror posible a su alrededor.
Extrañas suenan, en efecto, esas indignaciones forzadas de las que uno no puede evitar pensar que probablemente serían más firmes si fuera en las avenidas de Washington, París o Londres donde se asesina al primero que pasa o se lanzan automóviles o tractores contra paradas de autobuses y estaciones de tren ligero.
Insoportable resuena el hecho de que la mayor parte de los grandes medios de comunicación no dediquen a las familias israelíes que hoy guardan luto ni una décima parte del interés que dedican a las familias palestinas.
E insoportable, finalmente, se percibe la pequeña mitología que se está generando alrededor de esta historia de puñales: ¿el arma del pobre?, ¿solamente?, ¿la que se utiliza porque está ahí, a mano, cuando no hay ninguna más?
Cuando veo esos puñales pienso en la grabación de la ejecución de Daniel Pearl; en los videos de las decapitaciones de Hervé Gourdel, James Foley o David Haines. Pienso que, decididamente, los vídeos del Estado Islámico inculcaron su pedagogía y que estamos en el umbral de una barbarie que hay que denunciar incondicionalmente si no queremos que exporte sus procedimientos por todo el mundo civilizado.