Hace unos cincuenta años, en la academia general de la Fuerza Aérea de Israel, recibí mis alas de las manos del jefe de Estado Mayor de la época, el teniente general Itzjak Rabin, quien poco después, se convertiría en el héroe de la Guerra de los Seis Días. Más adelante fue embajador en Washington, primer ministro y también ministro de Defensa bajo el Gobierno de unidad nacional. Yo lo observaba desde la distancia, ocupado como estaba con mi propia carrera militar.
En 1992, en su segundo mandato como primer ministro, me nombró director de la oficina de prensa del Gobierno. Gracias a este sorprendente cierre de un ciclo de mi vida, no sólo tuve el privilegio de conocer cómo se gestaba algo histórico, sino que pude trabajar para un líder que era un estadista, no un político.
¿Cuál es la diferencia entre ambos? El estadista piensa sobre el futuro de su país, en tanto que el político piensa únicamente en las próximas elecciones.
Por ejemplo, una de las principales prioridades que estableció para el nuevo Gobierno fue elevar los estándares de vida de los árabes israelíes. No fue porque de repente se convirtiera en el mejor amigo de ellos. Pasó buena parte de su vida luchando contra árabes... Pero, siendo el hombre honesto que era, reconoció las décadas de discriminación sufridas por árabes israelíes - uno de cada cinco israelíes - y decidió que debía interrumpir esa tendencia y revertirla. Se formó un equipo de trabajo bajo el mando del director general de su Gabinete, Shimon Sheves, para impulsar una campaña de reafirmación en aldeas y ciudades árabes.
Ser visto como simpatizante de los árabes no era nada popular a nivel político en aquel momento en Israel, al igual que no lo es tampoco hoy; algo que dejó claro con su advertencia Binyamín Netanyahu el día antes de las elecciones acerca de los árabes israelíes «yendo a votar en masa en autobuses rentados por la izquierda». Rabin se dio cuenta del potencial riesgo político, pero como estadista su objetivo era un Estado judío del que los ciudadanos árabes pudieran sentirse orgullosos e iguales.
Mucho más radical, por supuesto, fue su decisión de llegar a un acuerdo de reconocimiento mutuo con la OLP. Al igual que el resto de quienes rodeábamos a Rabin, yo iba repitiendo lo que decía el partido, que no hablaríamos con la OLP ni aceptaríamos un Estado palestino, y salen las noticias de lo de Oslo. La primera reacción fue de estupefacción, después nos sentimos intrigados: ¿Rabin el intransigente se había convertido en una negociador de la noche a la mañana?
Contemplándolo en retrospectiva, Rabin ya había dado señales de este increíble cambio de rumbo. Al dirigirse al Parlamento en enero de 1993, hizo un anuncio sorprendente: Irán iba a iniciar un proyecto militar nuclear. Después añadió: «Es uno de los motivos por los que debemos aprovechar la ventana de oportunidad y tratar de avanzar hacia la paz». Nadie de los que estábamos en la sala, excepto Shimón Peres, ministro de Exteriores por entonces, sabía que no hablaba de hipótesis y que mientras lo decía las tratativas iban tomando forma en Oslo.
Irán no era el único motivo para el cambio de política de Rabin, ni tan siquiera el más importante. El profesor Shlomó Avineri, un analista político de la Universidad Hebrea de Jerusalén, que había servido con Ygal Alón como director general del Ministerio de Exteriores en el primer Gobierno de Rabín, reveló recientemente que Rabin ya le había dicho discretamente en 1975 que Israel debería retirarse más o menos a las fronteras establecidas en 1967, porque no debería estar gobernando a millones de palestinos. A pesar de ello, previno Rabin, antes Israel debería renovar su efecto disuasorio respecto a los árabes, dañado por el ataque sorpresa en la Guerra de Yom Kipur (1973). Tan sólo entonces, y teniendo ventaja a nivel de poder, Israel debería realizar los movimientos necesarios para preservar su carácter judío y democrático.
Decir que Oslo le salió mal a Rabin sería quedarse muy corto. Ni tan siquiera fueron las elecciones lo que puso fin a su carrera política, sino las balas que le arrebataron la vida. Pero su legado sigue vivo y, a diferencia de otros que intentan definir cuál es ese legado, yo lo tengo muy claro: con el tipo de retos a los que se enfrenta Israel, y para que Israel siga existiendo y prosperando, necesita líderes que sean estadistas, no políticos.
Suelen preguntarme qué ocurriría hoy si no hubieran asesinado a Rabin. Normalmente, lo que hago es pedirles que lean el libro del historiador británico E.H. Carr «¿Qué es la historia?». Carr refuta la teoría de la «Nariz de Cleopatra» propugnada por el filósofo francés Blaise Pascal, que defendía que si Marco Antonio no se hubiera enamorado de Cleopatra por causa de su sorprendente nariz, no se hubiera roto el Segundo Triunvirato y, por lo tanto, la República Romana hubiera pervivido.
Voy a ignorar la inteligente prevención de Carr y voy a suponer que a día de hoy, Rabin, a pesar de cualquier maquinación política interna, hubiera actuado para salvaguardar el mayor interés de Israel: seguir siendo un Estado judío y democrático. Junto a un socio palestino con credibilidad, significaría un Estado palestino próximo a Israel, con todo el dolor de una evacuación de asentamientos y los riesgos de seguridad que ello implica; excepto uno: movimientos unilaterales. Una cosa es segura: no hacer nada no era una opción para Rabin. Pero el último de nuestros estadistas ya no está con nosotros.