El silencio ha sido roto. La palabra jamás pronunciada ha sido dicha. Ya no hay vuelta atrás. François Hollande ha violado el tabú pero también ha dicho lo que todo el mundo sabía: la lucha en contra del Estado Islámico (EI) no es en contra de un terrorismo internacional abstracto.
Francia ha declarado la guerra al EI, organización islamista supranacional que a su vez ya había declarado la guerra a Francia y a toda Europa.
Los horrendos atentados, otra vez cometidos en París, no fueron actos de fanáticos sin control. Hollande lo expresó muy bien: son partes de un plan sistemático de guerra, organizado desde fuera y con ramificaciones múltiples al interior de Europa. Dijo: guerra.
Guerra: palabra que espanta a electores, que escandaliza a los bien pensantes, que asusta a los redactores de periódicos, que no deben escuchar los niños. Pero también es la palabra que mejor corresponde con el significado de los hechos que están sucediendo.
El atentado de París del 13-N es el Pearl Harbor de los franceses. Pronto lo será para toda Europa y aunque Ángela Merkel todavía no se atreva a pronunciar la terrible palabra, ya no podrá silenciarla más.
Tal vez los gobiernos europeos que aceptaron formar parte de la gran coalición internacional en contra del EI, imaginaron que sólo se trataba de un frente político simbólico. Como siempre creyeron que Estados Unidos realizaría algunos ataques aéreos sobre posiciones estratégicas y ellos después se limitarían a enviar medicamentos y alimentos. Que las tropas del EI ya eran dueñas de Irak y de casi toda Siria, nadie quería saberlo. Mucho menos querían saber que nosotros (Occidente) estamos en guerra y que esa guerra la estamos perdiendo.
Pero Francia no es un país aislado. Francia es el corazón histórico de la Europa moderna. Las palabras bélicas de Hollande involucran a todos los europeos. Los gobiernos deberán revisar sus posiciones frente a la declaración de guerra hecha sin rodeos por el presidente francés. Más todavía, la que ya estamos viviendo, será una guerra asumida por todo el Occidente político y sus aliados del mundo islámico.
No hay tiempo para preocuparse demasiado con las razones de la guerra. Si la culpa la tuvo Bush o Bin Laden, Saddam Hussein o Bashar al-Assad, el colonialismo europeo del siglo 19 o el imperialismo norteamericano del siglo 20, Obama o Putin, Adán o Eva, no es en este momento lo más importante. Nadie piensa demasiado en las causas de un incendio cuando se le está quemando la casa.
La guerra que presenciamos es, para que nadie se engañe, una guerra mundial. No hay ningún motivo para designarla de otro modo. Ya de hecho hay más países involucrados que durante la Primera Guerra Mundial. Estamos viviendo, efectivamente, los primeros capítulos de la Tercera Guerra Mundial. El Papa Francisco, quien no es precisamente un belicista, ya la bautizó así.
La palabra guerra cambia todo el espectro gramatical. Por de pronto, las alianzas internacionales deberán adquirir un nuevo carácter. Las alianzas militares - hay que remarcarlo - no son lo mismo que las alianzas políticas. Steinmeier, ministro del exterior alemán, ya habló de reestudiar las relaciones con Assad y con Putin. Probablemente pensaba en Churchill y Stalin. Los ejércitos kurdos, hasta ahora los únicos que luchan cuerpo a cuerpo contra el EI, deberán ser considerados aliados de Occidente, guste o no al gobierno turco. Lo mismo Irán.
Los califatos petroleros, Arabia Saudita antes que nada, deberán someterse a un sistema de vigilancia que controle las remesas destinadas a financiar al EI. Y si Hamás y Hezbolá ya se han distanciado del EI, deberán ser aceptados como aliados temporales.
La que ya ha llegado no será una guerra como las anteriores. Es una guerra donde un enemigo no usa uniforme ni es identificable a simple vista. Los aparatos de inteligencia y toda la modernidad digital deberán ser reactivados en su máxima intensidad. Los aeropuertos se parecerán en algunos momentos a las cárceles. En otros momentos parecerán hospitales. Hoteles ultramarinos con piscinas y campos de golf, serán convertidos en trincheras. La vida cotidiana será cada vez más restrictiva. Las mentalidades paranoicas reverdecerán entre las autoridades administrativas y en su celo, cometerán absurdos desmanes. Europa ingresa a la «normalidad» del mundo.
Las palabra guerra cambiará, además, otras palabras. Los fugitivos que huyen de los bombardeos en Irak y en Siria deberán ser designados - y por lo mismo tratados - como lo que son: refugiados de guerra. O población evacuada. Sólo así podrán ser protegidos de las garras de los neofascistas que erigen alambradas y queman lugares de refugio.
Los neofascismos que abogan por la fragmentación de Europa y de sus naciones, también deberán ser vistos como lo que son: agentes objetivos de enemigos extracontinentales. Europa estará obligada a unirse más que nunca antes, ya sea consigo misma ya sea dentro de sus naciones. En el marco determinado por una guerra mundial no hay lugar para secesionismos étnicos.
Nadie se engañe; hay que decirlo con todas sus letras: La que ha comenzado será una guerra irregular, prolongada, y sobre todo, como todas las guerras, cruel; muy cruel. Para el enemigo de hoy, al igual que para los nazis de ayer, una guerra si no es total no es guerra. Eso hay que saberlo desde el primer momento. A la realidad hay que mirarla de frente aunque su rostro sea horrible. La otra alternativa es la locura.
Estoy escribiendo al lado de una radio encendida. No tengo tiempo para redactar frases impecables. Quizás en estos momentos, desde un hotel en Berlín, escribo como la persona en la que me convertiré sin desearlo ni saberlo: en un simple corresponsal de guerra.