El consenso general que surgió tras la matanza de París sugiere que sólo se puede derrotar al Estado Islámico (EI) con una invasión terrestre de su Estado. Es un delirio. Aunque Occidente y sus aliados locales - los kurdos, la oposición siria, Jordania y otros países árabes sunitas - llegaran a un acuerdo sobre quién proporcionaría el grueso de las tropas terrestres, el EI ya ha cambiado su estrategia. Se ha transformado en una organización global con franquicias locales capaces de causar estragos en capitales occidentales.
De hecho, el EI siempre ha sido el síntoma de un problema más profundo. La desintegración del Oriente Medio árabe refleja la incapacidad de la región para encontrar un camino entre el nacionalismo secular en crisis, que ha dominado su sistema estatal desde la independencia, y una rama radical del islam en guerra contra la modernidad. El problema fundamental consiste en una lucha existencial entre Estados absolutamente disfuncionales y un tipo obscenamente salvaje de fanatismo teocrático.
Con esa lucha, en la que la mayoría de los regímenes de la región han agotado sus reservas ya limitadas de legitimidad, se está colapsando un orden regional centenario. Por cierto, Israel, Irán y Turquía - todos países con mayorías no árabes - probablemente sean los únicos Estados-nación genuinamente cohesionados de la región.
Durante años, Estados clave de la región - algunos muy queridos por Occidente, como Arabia Saudita y Qatar - en la práctica pagaron dinero a los yihadistas a cambio de protección. Es verdad que las guerras de Estados Unidos en la región - tan destructivas como estúpidas - son básicamente responsables del caos en el que hoy está sumida la Media Luna Fértil. Pero eso no exculpa a las monarquías fundamentalistas árabes de su papel a la hora de revivir la visión del siglo VII que el EI (y otros) pretenden imponer.
El ejército de psicópatas y aventureros del EI fue creado como una startup por los magnates sunitas en el Golfo que envidiaban el éxito de Irán con su apoderado chiíta libanés Hezbolá. Fue la combinación de una idea y el dinero para propagarla lo que creó este monstruo y alimentó su ambición de forjar un califato totalitario
Durante años, los wahabíes de Arabia han sido el origen del radicalismo islamista y el principal patrocinador de grupos extremistas en toda la región. Como señaló el ex senador norteamericano Bob Graham, el principal autor del informe clasificado del Senado sobre los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, «el Estado Islámico es un producto de ideales sauditas y dinero saudita». De hecho, Wikileaks cita a la ex secretaria de Estado, Hillary Clinton, que acusa a Qatar y Arabia Saudita de conspiración «con Al Qaeda, los talibán y otros grupos terroristas».
Tampoco es particularmente convincente la Alianza militar de 34 países musulmanes contra el EI creada por Arabia Saudita, ya que no es más que una lista hecha al azar sin apenas consultar a sus miembros. Pakistán confesaba estar en estado de shock al enterarse a través de la prensa de que formaba parte de tal coalición, en la cual el eje chiíta clave para la lucha contra el EI - Irán, Siria e Irak - ni se menciona. La conquista de Ramadi por fuerzas iraquíes es una buena noticia; la batalla por Mosul será un desafío radicalmente diferente.
Se plantea, pues, una pregunta obvia: si regímenes sunitas en la región colaboran con grupos terroristas, ¿cómo puede resultar creíble una cooperación de inteligencia con ellos o considerar una coalición para combatir al extremismo islámico? Los llamados regímenes pro-occidentales en el Oriente Medio árabe simplemente no están en sintonía con Occidente respecto del significado y las implicaciones de la guerra contra el terrorismo, o inclusive sobre qué es el radicalismo violento.
Esta es una de las razones por las que una invasión del califato, con ejércitos respaldados por ataques aéreos occidentales, podría tener consecuencias imprevistas devastadoras (pensemos en la invasión de Irak por parte de George W. Bush). Es más, aunque se pudiera llegar a un acuerdo sobre división de las tareas, una invasión terrestre que le niegue al EI su base territorial en Irak y Siria simplemente lo obligaría a ocupar otras posiciones en una región que está colapsando en varias tierras de nadie.
En ese momento, el califa Abu Bakr al-Bagdadi, o algún potencial califa futuro, invariablemente combinaría el creciente caos de gestión política en la región con una campaña yihadista global, un proceso que, como hemos visto en París y otras partes, ya ha comenzado. A pesar de la grieta ideológica y estratégica entre el EI y Al Qaeda, no se puede descartar en absoluto una alianza contra el enemigo común: los regímenes árabes que están en el poder y Occidente. El propio Osama Bin Laden nunca desechó la idea de establecer un califato. Por cierto, su terrorismo era percibido como un preludio del califato.
Al mismo tiempo, Siria e Irán podrían explotar el caos inevitable para expandir su presencia en Irak; y todas los actores en el escenario político, incluida Turquía, se opondrían a un papel central para los kurdos. Estos últimos han demostrado ser combatientes extremadamente fiables y capaces, según lo han demostrado en las batallas para liberar las ciudades de Kobane y Sinjar del control del EI. Pero nadie puede pensar que sean la herramienta de Occidente para someter al corazón sunita en Irak y Siria.
Tampoco está claro si Occidente es capaz de compensar a los kurdos con la formación de un Estado absolutamente propio. Las limitaciones geoestratégicas que han impedido la independencia kurda durante siglos son aún más agudas hoy.
Algunas de las consecuencias de una invasión árabe del califato respaldada por Occidente no son menos predecibles por no ser intencionadas. Finalmente terminaría generando una simpatía generalizada por el califato en toda la región, brindándole al EI una victoria de propaganda y una mayor inspiración para los jóvenes musulmanes alienados en Europa y otras partes para combatir a los cruzados y a los traidores musulmanes que se alinearon con ellos.
La única alternativa realista es más - mucho más - de lo mismo. Eso implica un esfuerzo constante y decidido para frenar la expansión del califato con operaciones de comando y fuerzas aéreas, recortar sus fuentes de financiación, profundizar y expandir la cooperación de inteligencia entre aliados creíbles, poner fin a la conspiración de las monarquías ricas en petróleo con grupos terroristas y fomentar reformas democráticas (sin involucrarse en grandes proyectos de construcción de Estado).
El Oriente Medio árabe no es susceptible de cambios rápidos. Requiere un cambio endémico profundo que podría durar la mayor parte de este siglo. Por el momento, transformar el califato en otro Estado fallido en la región parece ser lo mejor que podemos esperar.