Hace ya un par de semanas la discusión en Israel hierve en torno a la nota en el programa «Uvdá» («Prueba») de la periodista de investigación argentina-israelí Ilana Dayán. En su última edición, Dayán reveló que un activista de izquierda entregaba a la Autoridad Palestina (AP) a palestinos que vendían terrenos a judíos en territorios de Cisjordania.
Según la ley de la AP, tal venta se pena con la muerte, y ya han sido muchos los ejecutados, previa tortura. De lo que resulta que un militante de derechos humanos que lucha por la causa de los palestinos, los envía a la tortura y la muerte.
Los miembros de la izquierda se despegaron de las actividades de este señor, llamado Ezrah Nawi, pero al mismo tiempo criticaron el programa Uvdá como parte de una «campaña de deslegitimación y demonización de la izquierda en Israel».
Parte de esa campaña incluye la nueva propuesta de «ley de transparencia», que determinaría que hay que «marcar» a organizaciones pacifistas que reciben fondos de entidades estatales extranjeras (a veces son estados, otras son entidades supraestatales como la Unión Europea), para hacer lo que el gobierno considera que es propaganda de deslegitimación de Israel.
En este tema se han llegado a extremos desde todos lados, y es importante separar varias pajas de varios trigos.
No es serio en una democracia como la israelí intentar «marcar» a organizaciones de izquierda que reciben fondos de gobiernos extranjeros. Si el gobierno francés o el español, o la Unión Europea, financian a Shovrim Stiká (Rompiendo el Silencio), la acción gubernamental, por la vía diplomática, debe estar dirigida hacia esos estados, no a ejercer una presión estilo «shaming» contra Rompiendo el Silencio.
Llegar a una situación donde mucha gente bien intencionada llama a prohibir la actividad en Israel de Amnistía Internacional, probablemente la organización de derechos humanos más veterana y seria del mundo, sólo porque está financiada por donaciones no israelíes, es una situación no sana, provocada por fenómenos tampoco sanos.
Pero relativizar las acciones de Nawi, blanqueándolas por default al inscribir su denuncia en una «campaña», no hace honor al respetable y enorme sector de la sociedad israelí que defiende los derechos humanos y que busca sinceramente una mejora en la vida de los palestinos en los territorios, que lucha por la coexistencia y la paz bien entendidas.
Sigamos con el diagnóstico. Rompiendo el Silencio es una ONG de ex soldados y oficiales del ejército israelí que recorren instituciones, tanto en Israel como en el exterior, describiendo acciones «inmorales» que les hicieron hacer en el ejército cuando servían en territorios de Cisjordania. En un video de la organización se ve a niños de unos diez años cuya madre los había enviado a comprar pan, retenidos en una esquina de Hebrón. Los jóvenes de Rompiendo el Silencio preguntan a los soldados qué hicieron estos niños para que los retengan. «Se olvidaron el documento de identidad en casa, estarán aquí hasta que los familiares vengan por ellos con los documentos», fue la respuesta. «Pero son niños, iban a comprar pan. ¿De qué manera amenazan la seguridad de Israel?», insisten los militantes pacifistas. «No tenemos la culpa, son nuestras órdenes», respondieron los soldados, ellos mismos jóvenes de veinte años que sólo esperan el fin de semana para volver a casa, ayudar también a sus madres y salir con sus novias. Conclusión de los hacedores del video: «Esta es la ocupación: una situación imposible en la que nadie parece tener la culpa de nada».
Hasta aquí, un espectador inocente no ve el problema con Rompiendo el Silencio. A mí personalmente no me parece mal que se llame la atención sobre hechos derivados de reglas del juego impuestas por una realidad que mezcla terrorismo, política nacional e internacional, y vida cotidiana de habitantes civiles de uno y otro lado. No debería haber una situación en la que niños fueran retenidos por militares. No debería haber niños siquiera en contacto con soldados. Los niños deberían estar en la escuela, en los parques, en sus casas. Los soldados deberían estar en sus cuarteles o en campos de batalla. Está bien señalar que estas situaciones son anormales. Incluso no tengo problema con que la conclusión sea llamar al fin de la «ocupación» y la creación - de una vez por todas - de un Estado palestino que viva al lado de Israel en paz y buenas relaciones. Por el bien de los palestinos, pero también por el bien de los israelíes, para que no se vean más en la posición de tener que retener gente, o entrar en casas de palestinos en busca de terroristas, o hacer esperar a los palestinos horas en los checkpoints.
Principio falaz
El problema es cuando el mero «fin de la ocupación, dos Estados para dos pueblos» no es la conclusión de las organizaciones de izquierda cuyo marcamiento intenta la ministra de Justicia Ayelet Shaked legislar, sino la destrucción de Israel.
De nuevo, me parece problemático esto de «marcar» organizaciones financiadas desde el exterior (que las hay de izquierda y también de derecha), cuando Israel se esfuerza por enseñar al mundo que está mal «marcar» productos de los territorios o israelíes en general con fines de boicot. Aquí cabría esperar de una ministra de Justicia israelí un poco más de coherencia.
Pero, ¿qué hacer cuando algunos líderes de estas organizaciones llegan a la siguiente conclusión, no menos problemática, antidemocrática y violadora de los derechos de los pueblos, en este caso el judío? «Dado que Israel comete estas atrocidades, que son las más graves que conozca la humanidad, Israel es un país ilegítimo que debe ser desmantelado». ¿De verdad?
En la era de las decapitaciones del Estado Islámico (EI), del genocidio en Siria, o, aquí más cerca, las ejecuciones de Hamás de colaboracionistas o las de la «moderada» AP, que ejecuta a particulares palestinos que osan vender terrenos a judíos, la presencia del ejército israelí en Cisjordania no puede ser llamada seriamente «atrocidades más graves que haya cometido la humanidad», o calificar a Israel de «régimen nazi temporario», y esperar que eso suene a una progresista, pacífica y bondadosa expresión de deseos.
El problema de la izquierda es que algunas de sus organizaciones o sus líderes, en principio pacifistas y sinceros defensores de la coexistencia, se están deslizando peligrosamente por el camino del llamado a la destrucción de Israel, lo cual implica una incitación a la violencia extrema, no a la paz.
Lizi Saguí, ex alta dirigente de B’Tselem, una ONG que monitorea la construcción de viviendas en los territorios y los problemas de la cerca de seguridad o «Muro», entre otros, dijo sin avergonzarse que «Israel provoca las atrocidades más grandes de la humanidad. Israel demuestra su adhesión a los valores del nazismo». La echaron de B’Tselem, pero consiguió empleo en otra ONG, la Fundación de Defensa de Derechos Humanos. La directora ejecutiva de esta ONG, Alma Bibelsh, definió a Israel como «racista y asesino», y un «Estado Apartheid judío y temporario».
En estas declaraciones, recopiladas en el diario «Yediot Aharonot» por el columnista Ben Dror Iemini, Biblesh da un paso más allá cuando llama a la «lucha de israelíes, palestinos y la comunidad internacional contra el régimen israelí». Y la lucha no es por la autodeterminación de todos los pueblos involucrados en el conflicto, ni por un Israel más justo y democrático, sino «por el fin de la ocupación entre el Jordán y el Mediterráneo». O sea, Tel Aviv y Raanana son territorio ocupado igual que Ramallah. Iemini es irónico: «Y entonces nos irá genial bajo un gobierno palestino. Como la maravillosa armonía y hermandad entre los pueblos que reina en Siria».
El problema sigue. Los jóvenes de Rompiendo el Silencio no se limitan a hacer videos de advertencia sobre soldados que retienen niños en su camino a la panadería (¡terrible atrocidad!). Otra periodista del mismo diario, Ifat Erlich, reveló que uno de sus más altos miembros, Alón Liel (ex embajador y ex director general del Ministerio de Exteriores), recorre el mundo llamando al reconocimiento de Palestina como Estado. Liel sabe que esa búsqueda de la AP por el mundo incluye el «derecho al retorno» de todos los refugiados palestinos, que es el fin de Israel como expresión del derecho a la autodeterminación del pueblo judío, y expresa el apoyo a la intransigencia palestina actual a seguir negociando sin precondiciones hacia dos Estados para dos pueblos.
Rompiendo el Silencio recibe financiación de organizaciones como Trocaire, de Irlanda, que es una organización fuerte en el nuevo movimiento que viene sacudiendo la arena de la deslegitimación de Israel, el BDS (Boicot, Desinversión, Sanciones), que llama al mundo a dejar de comerciar con Israel, a las universidades a dejar sin efecto acuerdos de intercambio académico con universidades israelíes, presiona a cantantes a no actuar en Israel, etc. El BDS, menos conocido en América Latina, ya ha plantado una primera bandera firme en Chile. El BDS ha dejado hace ya tiempo de denunciar la ocupación, para llamar a la destrucción de Israel como un todo.
Llamar a la destrucción de Israel es antisemitismo
La paja del trigo: está bien criticar el manejo del ejército israelí en los territorios, en insistir a llamar al fin de la ocupación y la creación de un Estado palestino. Eso es una opinión política, legítima de ser expresada en una democracia. Llamar directa o indirectamente a la destrucción de Israel como Estado judío, democrático y legalmente constituido, es incitar a la violencia y al genocidio, es menos legítimo, es menos moral.
Es además antisemitismo, y debo explicarlo, ya que no se me conoce como un paranoico que grita «antisemitismo» ante cualquier crítica contra Israel.
Pues, ¿cuál es el principio que se desprende del llamado a la desaparición de Israel debido a sus injusticias? Suponiendo que Israel fuera exclusivo culpable del fenómeno de los refugiados palestinos, que hubiera habido limpieza étnica y un montón de falsificaciones históricas por el estilo, y que la ocupación fuera tan atroz que los palestinos se arrastraran desangrándose por las calles (cosa que está lejos de ocurrir), el silogismo intelectualmente honesto debería ser: «Todo país que, a la hora de su nacimiento o a continuación, ha perpetrado iniquidades contra otro colectivo humano, es ilegítimo y debería desaparecer».
El problema: prácticamente todos los estados modernos cumplen ese principio general. Piense cada lector en las razones por las cuales su propio país debería ser destruido de acuerdo con este principio. Sin embargo, del único país que se dice que, «dado que hizo tales y cuales cosas, debe desaparecer», es Israel.
Cuando se inventa un principio y se sostiene seriamente que el único país que lo cumple es el Estado de los judíos - cuando a decir verdad es uno de los pocos que justamente no lo cumple -, las preguntas acerca de las motivaciones antisemitas, por lo menos, deben ser formuladas.
Demos un solo ejemplo: en 1948, en tiempos de la creación de la India y Paquistán, catorce millones de personas pasaron entre un país y otro, expulsiones forzadas y genocidio mediante. La mitad de ellos, musulmanes, pasaron de la India a Paquistán; la otra, hindúes de Paquistán, tuvieron que trasladarse a la India. En el medio, dos millones de seres humanos fueron masacrados.
En la Guerra de Independencia israelí - según lo documenta el historiador Benny Morris en su libro «1948» -, una guerra iniciada por el lado árabe con la agenda explícita de «evitar el nacimiento de Israel y expulsar a los judíos al mar», dejaron el futuro Israel - la mayoría huyendo por temor a la guerra, aunque en algunos lugares se registraron también expulsions -, en cambio, unos 800.000 árabes (no se llamaban a sí mismos aún palestinos). 800 civiles fueron asesinados. Del lado israelí también hubo asesinados, 250 civiles, pues es parte de las lacras de toda guerra.
Luego de la creación del de Israel, la misma cifra aproximada de judíos fueron expulsados de todos los países árabes en represalia por la fundación del Estado. Fueron refugiados por un día, a su llegada a Israel. Al día siguiente, Israel los ya los convertía en ciudadanos. Lo mismo ocurrió con hindúes y paquistaníes, y nadie habla hoy de refugiados judíos, o de India y Paquistán, cuyas cifras de muertos sí dan cuenta de un verdadero genocidio. Los países árabes, en cambio, no quisieron resolver el problema de los refugiados palestinos en sus territorios. En uno de ellos, Siria, se da hoy mismo un nuevo genocidio, y se han generado muchos millones de refugiados.
Pero nadie habla de los refugiados hindúes o paquistaníes, ni de desmantelar Paquistán e India por ilegítimos. Nadie habla de destruir a los países árabes por haber expulsado a los judíos en pleno siglo 20 ni de desmantelar Siria como castigo por perpetrar el primer genocidio del siglo 21. Por no hablar de que nadie habla de desmantelar Alemania por la Shoá, o Turquía por el genocidio armenio. Pero sí se habla de desmantelar Israel, el único Estado judío. ¿No suena raro? ¿No es extraño que, con tanta guerra e injusticia en el mundo, se haya instalado con fuerza creciente y se haya legitimado la discusión sobre el derecho de Israel, y sólo de Israel, a existir? Ya lo dijo Woody Allen: «Que uno sea paranoico, no significa que no lo estén persiguiendo».
Que haya algunos que van por el mundo pregonando que Israel, uno de los pocos países creados por votación internacional, es un Estado ilegítimo, sean israelíes y judíos, no los convierte en menos antisemitas. La izquierda sionista israelí, una de las más lúcidas del mundo, debería hacer un serio ejercicio de separación entre paja y trigo, y despegarse clara y enérgicamente de las «malas hierbas» en su interior, en lugar de blanquearlas retrucando con que se trata de una «campaña de demonización de la izquierda». Porque si esa es la lógica, tendrán que dejar de denunciar a fenómenos de ultraderecha como «Tag Mejir» (Etiqueta de Precio) y el terrorismo judío, pues eso podría ser catalogado como campaña contra toda la derecha religiosa sionista.
No hay fórmulas mágicas para combatir la deslegitimación de Israel. A las campañas antiisraelíes, que tienen todos los rasgos del antisemitismo, habrá que responder con campañas de concientización, utilizando incluso lo mejor de las técnicas de comunicación, de diplomacia y de lobby frente a los gobiernos que creen que contribuyen a la paz cuando financian organizaciones que llaman al boicot y la destrucción de Israel.
Legislar «transparencias» por imposición, en cambio, no es útil. Al contrario, puede traer más daño y más división.