De manera que ahora tenemos un nuevo antisemita. ¡Mazal Tov! como decimos en hebreo. Se llama Ban Ki Moon y es el secretario general de Naciones Unidas. En la práctica, el máximo cargo internacional, algo así como el primer ministro del mundo.
Se atrevió a criticar el Gobierno israelí, así como a la Autoridad Palestina (AP), por sabotear el proceso de paz y haciendo así casi imposible imposible intentar solucionar el conflicto israelí-palestino. Subrayó que hay un consenso mundial en que la «solución de dos Estados» es la única posible.
Formulado así suena neutral, pero Ban dejó bastante claro que prácticamente toda la culpa es de la parte israelí. Los palestinos, que viven bajo una ocupación hostil, no pueden hacer gran cosa ni para favorecer la paz ni para bloquearla.
Si alguien culpa a Israel de algo, desde luego es un flagrante antisemita, el último de una larga lista que arranca con el Faraón, el rey de Egipto, hace unos pocos miles de años.
No estoy criticando a Ban, salvo porque se expresó con demasiada cautela. Quizás sea el estilo coreano. Si yo hubiera estado en su lugar - Dios no lo quiera - lo habría dicho de forma mucho más tajante.
Al contrario de lo que pueda parecer, en lo que al pronóstico se refiere, no hay mucha diferencia entre Ban y Bibi. Hace pocas semanas, Netanyahu anunció que viviremos «siempre por medio de la espada», una frase bíblica que se remonta a la admonición de Avner, un general del Rey Saúl, que le preguntó a Yoav, general del Rey David: «¿Debe la espada devorarnos para siempre?» (A mí siempre me gustó Avner y adopté su nombre para mi apellido).
Pero lo que vale para un patriota como Bibi, no vale para alguien que odia a los judíos, como Ban. Así que mejor que se vaya al infierno.
Netanyahu puede haberse molestado con la afirmación de Ban de que la solución de dos Estados es ahora el consenso de todo el mundo. De todo el mundo salvo Bibi y sus huestes.
Eso no fue siempre así. Todo lo contrario.
El plan de partición de Palestina lo adoptó la Comisión Real Británica nombrada después de la revuelta árabe en 1936 - que los judíos llaman «los incidentes» - en la que murieron muchos árabes, judíos y soldados británicos. Este proyecto asignaba a los judíos sólo una pequeña parte de Palestina, una franja estrecha a lo largo de la costa, pero era la primera vez en la historia moderna que se diseñaba un Estado judío. La idea causó una profunda división en la comunidad judía de Palestina - llamada «el Yishuv» -, pero al estallar la Segunda Guerra Mundial, el plan fue abandonado.
Tras la guerra y el Holocausto hubo una búsqueda mundial de una solución permanente. La Asamblea General de las recién creadas Naciones Unidas decidió dividir Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe. Los dirigentes judíos lo aceptaron formalmente, pero con la secreta intención de de ampliar el territorio de su Estado en la primera oportunidad.
Esa oportunidad llegó muy pronto. Los árabes rechazaron la división y empezaron una guerra en la que nosotros conquistamos mucho más territorio y lo anexionamos a nuestro recién fundado Estado.
Al terminar la guerra, a principios de 1949, la situación era ésta: había un Estado judío ampliado, ahora llamado Israel, que ocupaba un 78% del país, incluyendo Jerusalén Oeste, mientras que el emir de Trasjordania se quedó con Cisjordania, Jerusalén Este, y cambió su título a rey de Jordania, al tiempo que el rey de Egipto mantuvo control sobre la Franja de Gaza.
Palestina había desaparecido del mapa.
Cuando me liberé del Ejército - a causa de mis heridas -, ya estaba seguro de que esta situación llevaría a un conflicto permanente. Durante la guerra había visto muchas aldeas y ciudades árabes cuyos habitantes huyeron o fueron expulsados y estaba convencido de que existía un pueblo palestino - mientras que Israel y la opinión mundial aseguraban lo contrario - y que nunca podría haber paz si a este pueblo se le negaba tener un Estado propio.
Sin haberme quitado el uniforme, empecé a buscar posibles socios en el empeño de difundir esta convicción. Encontré a un joven arquitecto árabe musulmán en Haifa y a un joven jeque druso. Los drusos son árabes que hace muchos siglos se escindieron del islam y fundaron una nueva religión.
Los tres nos reuníamos varias veces en el departamento del arquitecto, pero no encontrábamos eco público. La política del Gobierno y la opinión pública en Israel estaban a favor del status quo. Se negaba fervientemente la existencia de un pueblo palestino y Jordania se convirtió en un aliado de facto de Israel: secretamente ya lo fue todo el tiempo.
Si alguien hubiera realizado una encuesta de opinión pública internacional a principios de la década de 1950, no sé si habría encontrado a un centenar de personas en el mundo que realmente estuviera a favor de un Estado palestino. Algunos países árabes se pronunciaban a favor, pero nadie los tomaba en serio.
Mi revista, «Haolam Hazé», y luego el partido que fundé - con el mismo nombre - eran las únicas organizaciones del mundo que luchaban por esta causa. En un famoso discurso, Golda Meir dijo que «no existe un pueblo palestino»; y también, aunque es menos famoso: «Estoy dispuesta a subirme a las barricadas para echar a Uri Avnery del Parlamento».
Este rechazo total de los derechos y la propia existencia del pueblo palestino se reforzó aún más con la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando Israel se apoderó de lo que quedaba de Palestina. La doctrina dominante era la «opción jordana»: Si Israel devolviera en algún momento Cisjordania, o parte de ella, se la daría al rey Hussein.
Ese consenso abarcaba desde David Ben-Gurión hasta Levy Eshkol, de Itzjak Rabín a Shimón Peres. La idea detrás era no sólo la denegación inherente de la existencia del pueblo palestino sino también la creencia descabellada que el monarca jordano abandonaría la pretensión de Jerusalén, dado que su capital era Ammán. Había que ser muy ignorante para creer que el rey hachemita, descendiente directo del profeta, podría entregar la tercera ciudad más sagrada del islam a los infieles.
El partido comunista prosoviético israelí también estaba a favor de la opción jordana, lo que me indujo a decir en el Parlamento, bromeando, que probablemente se trataba del único partido comunista monárquico del planeta. Eso se terminó en 1969, cuando Leonid Brezhnev de repente cambió de rumbo y aceptó la fórmula de «dos Estados para dos pueblos». Los comunistas israelíes se adhirieron casi antes de que terminara la frase.
El Likud, desde luego, nunca estuvo dispuesto a ceder ni un milímetro de Eretz Israel. Oficialmente incluso sigue reivindicando también el territorio al este del río Jordán. Sólo un experto mentiroso como Bibi puede proclamar públicamente ante el mundo que acepta la solución de dos Estados. Nadie en el Likud se lo toma en serio.
Así que cuando el diplomático de mayor rango del mundo dice que hay un consenso mundial respecto a la solución de dos Estados, tengo el derecho de disfrutar de un momento de satisfacción y optimismo.
«Optimista» es el título de mis memorias, cuya segunda parte acaba de publicarse. Desafortunadamente, sólo en hebreo. Todavía no encontré editor en otros idiomas.
Cuando se publicó la primera parte, la gente pensaba que el título era una locura. Ahora dicen que es una demencia.
¿Optimista? ¿Hoy en día? ¿Cuando el bando a favor de la paz en Israel está sumido en una profunda desesperación? ¿Cuando el fascismo local está surgiendo con fuerza y el Gobierno nos arrastra hacia el suicido nacional?
Más de una vez intenté explicarme de dónde surge ese optimismo irracional: de raíces genéticas, de la experiencia vital, de la conciencia de que los pesimistas no hacen nada y que son los optimistas los que intentan impulsar cambios.
Citaría la frase de Antonio Gramsci: «Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad».
Ban Ki Moon no es único antisemita al que acaban de desenmascarar. Otro es Laurent Fabius, el ex ministro de Exteriores de Francia.
¿Y eso? Antes de renunciar, Fabius difundió la idea de convocar - en París, desde luego - una conferencia internacional por la paz israelí-palestina. Declaró de antemano que si no se acepta su plan, Francia reconocerá oficial y unilateralmente el Estado de Palestina, lo que abriría las puertas a que otros países europeos sigan su ejemplo.
Esto suscita una cuestión semántica. En la jerga sionista sólo puede ser antisemita alguien que no es judío. Cuando un judío dice exactamente lo mismo, se le llama «judío que se odia a sí mismo».
Fabius pertenece a una familia judía que se convirtió al catolicismo. Según la halajá (ley rabínica ortodoxa), un judío que comete un pecado sigue siendo judío. Convertirse es un pecado. Así que ¿será Fabius un no-judío y, por ende, antisemita, o un judío pecador que se odia a sí mismo?
¿Cómo deberíamos maldecirle, exactamente?