Theodor Herzl no era socialista pero comprendió muy bien que una empresa revolucionaria como el sionismo no podía tener éxito si únicamente habría de basarse en el modelo de mercado capitalista.
Es por eso que en su libro "Altneuland" describe la Tierra de Israel del futuro como una sociedad de bienestar social, una tercera vía capaz de posicionarse por sí misma entre el capitalismo y el socialismo.
Sería ésta una sociedad en la que los recursos naturales - tierra, agua, recursos minerales - estarían en posesión del público en general; donde la mayor parte de la industria se organizaría por medio de cooperativas, como en el caso de la agricultura. El comercio minorista, sin embargo, quedaría en manos privadas. La sociedad sería la encargada de proporcionar a sus ciudadanos educación, salud y bienestar. A fin de dotar de personal a las instituciones de bienestar social, todo el mundo, tanto hombres como mujeres, estaría obligado a realizar dos años de servicio nacional.
Herzl llamó a este enfoque intermedio "mutualismo", el cual se basaba en la experiencia social y económica europea. La futura sociedad judía habría de tomar del capitalismo los principios de libertad y competencia, y del socialismo los de igualdad y justicia.
Estas ideas son válidas hoy: tan válidas y revolucionarias como cuando fueron escritas en 1902. El movimiento sionista siguió esa senda, tal como la siguió la comunidad judía en el período pre-estatal y durante la infancia de Israel, revelando una profunda conciencia de la necesidad de establecer la solidaridad social como una condición necesaria para el éxito de la empresa sionista.
No es casualidad que Israel fuera objeto de admiración y de emulación por tanta gente y movimientos en Occidente, ya que logró, en circunstancias difíciles, combinar sabiamente democracia y libertad con una sólida base de solidaridad social.
Hubiera sido ciertamente difícil considerar al joven Estado de Israel una sociedad modelo, y no tiene sentido hacer una idealización excesiva al respecto, pero su capacidad para mantener la cohesión social y un nivel relativamente amplio de igualdad pueden contase entre sus logros más admirables.
Esta combinación le otorgó al movimiento laborista una clara ventaja sobre el revisionismo, que de ahí en más se desarrolló centrándose exclusivamente en objetivos nacionales y diplomáticos. El estado de bienestar que se estableció aquí hizo posible absorber a millones de inmigrantes de países en crisis de Europa del Este, Oriente Medio y África del Norte, una maravillosa empresa que, a pesar de todos sus defectos, no registra paralelos históricos. Y esto no sucedió en algún rico país escandinavo o en Suiza, sino en una sociedad pobre de escasos recursos que fue objeto de asedio militar, diplomático y económico. Solemos subestimar este logro con demasiada facilidad.
Mucho ha cambiado en el mundo y el fracaso histórico de los laboristas consistió en su incapacidad para hacer frente a estos cambios de una manera sistemática. Fue reemplazado por un modelo simplista de privatización que abrazaba fervorosamente la economía neo-capitalista de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Fueron los gobiernos del Likud quienes se encargaron de dar esos pasos, pero no se puede negar que el Partido Laborista perdió además la fe en la justicia de su propio enfoque.
Las protestas sociales que se llevan a cabo actualmente son el producto de las distorsiones generadas por esta economía de mercado sin control. Esto fue acompañado, debido a consideraciones políticas y de coalición, por un amplio sistema de subsidios gubernamentales para vivienda, empleo para el sector público y extravagantes beneficios impositivos para los asentamientos judíos en los territorios y para los ultraortodoxos.
Estos dos sectores se mantienen gracias a los impuestos, el servicio militar y los logros económicos de esos mismos jóvenes, hombres y mujeres, que hoy están manifestándose.
Está claro por qué hay tan pocos colonos o ultraortodoxos entre los manifestantes: son ellos quienes pueden alimentarse tranquilamente en el comedero del Estado sin relación alguna a su contribución económica.
Es difícil saber a ciencia cierta hacia dónde conducen estas protestas, pero hay algo que resulta indudable: tres cosas revolucionarias han ocurrido. En primer lugar, los manifestantes no son ni ultraortodoxos, ni derechistas fanáticos, ni izquierdistas para quienes la situación en los territorios se presenta como su principal prioridad. Los manifestantes de ahora pertenecen al tipo de población más convencional.
En segundo lugar, se pone en evidencia que las personas y su participación en el proceso político, y no simplemente las sentencias dictaminadas por los tribunales, constituyen el fundamento mismo de la democracia.
Finalmente, el modelo neo-capitalista - sin lugar a dudas, la causa manifiesta de la crisis económica que Occidente atraviesa en la actualidad - aparece como opuesto a las exigencias y a los valores de la empresa sionista.
Por tal razón, es algo maravilloso ver flamear la bandera de Israel en estas manifestaciones después de que parecía haberse convertido en propiedad del movimiento derechista de los asentamientos.
Las actuales manifestaciones no sólo son un reflejo de la protesta social. Son sionistas en el sentido más profundo de un sionismo justo y humanista.
Fuente: Haaretz - 5.8.11
Traducción: www.argentina.co.il