Todas las guerras son iguales por televisión. Rápidas victorias y pocas víctimas ayuda a que sean tratadas de manera positiva. La justicia de una guerra se determina por el color del cristal con que se mire y depende del resultado final. Lo único peor que salir a una guerra es no ganarla.
Al echar un vistazo ayer a Sky News, antes de leer detenidamente los titulares de la prensa británica sobre la guerra en Libia, me pareció estar mirando el Canal 2 israelí durante la Operación Plomo Fundido. La prensa británica sonaba muy parecida al analista de asuntos militares Roni Daniel, anunciando que "nuestros pilotos" habían partido hacia la batalla, las defensas aéreas de Muammar Gaddafi fueron "neutralizadas" y el enemigo recurrió a utilizar civiles como "escudos humanos".Incluso el argumento político de Londres resultó familiar, con un primer ministro a quien se considera dispuesto a derrocar al régimen de Gaddafi, mientras su ejército sólo se ha adherido a los objetivos más modestos de la Operación "Odisea del Amanecer". Este argumento sonó exactamente igual a la disputa entre Ehud Olmert y Ehud Barak sobre la posibilidad de derrocar al régimen de Hamás en Gaza.
En Estados Unidos la situación es más compleja. Los columnistas de izquierda, que atacaron a George W. Bush durante la guerra en Irak, se dedican ahora a alabar a Barack Obama por su guerra en Libia. La derecha hace todo lo contrario. Sus titulares afirman que la misión ha sido cumplida y que Libia fue declarada zona de exclusión aérea. Los líderes se han habituado a usar la "neolengua" rutinaria reservada para situaciones como ésta. "Esto no es una guerra, sino una breve misión humanitaria", declaró un alto funcionario norteamericano que estaba de visita en Jerusalén.
Ante tales declaraciones, no resulta nada difícil para un ciudadano israelí sentir un profundo fastidio por la actitud de Occidente hacia la guerra, sobre todo ante la hipocresía británica. Mientras los británicos están ocupados en montar batallas legales contra líderes israelíes y comandantes de Tzáhal durante los bombardeos en Gaza, no dudan en jactarse de sus propios bombardeos en Trípoli. Como enfoque, esto es demasiado simplista. La justicia de una guerra está determinada por el color del cristal con que se mire y depende de su resultado final.
Rápidas victorias con un mínimo de víctimas ayuda a que una guerra sea tratada de manera positiva, mientras que una interminable maraña de violencia y sangre erosiona retroactivamente la razón fundamental en la base de la operación. Si Olmert hubiera derrotado a Hezbolá después de dos días de combates, habría sido elogiado por su audacia. Al no obtener la victoria después de cinco semanas, la decisión de embarcarse en una guerra fue, a los ojos de la Comisión Winograd, un "grave error" que mancilló para siempre su reputación.
Todas las guerras se ven parecidas por televisión. Hay imágenes de aviones de combate, sonidos de disparos, columnas de humo que se elevan sobre edificios destruidos, fotos de civiles buscando refugio y escenas de cadáveres y heridos. Ni Obama ni el premier británico, David Cameron, tienen algún nuevo truco que Bush no haya utilizado en Irak u Olmerten Gaza. La opinión pública será quien determine si la matanza y la destrucción constituyen "ayuda humanitaria" o "crímenes de guerra".
En cuanto a la guerra de Gaza, la mayor parte de la opinión pública internacional consideró la operación como un acto criminal. Sobre Libia, las opiniones están más divididas. Si bien los países en vías de desarrollo condenan la operación, Occidente se mantiene firmemente a favor. Eso demuestra la popularidad de Gaddafi en comparación con la de Israel. Nosotros somos más odiados.
Ya sea en tiempos modernos o en antiguos, ya se trate de conflagraciones mundiales o escaramuzas regionales desde Europa a Oriente Medio, todas las guerras comparten una sola regla de hierro: el inicio siempre encuentra su raíz en cuestiones internas. Los líderes deciden embarcarse en una guerra sólo cuando presienten que el precio político a pagar por evitarla es muy alto.
Las razones son varias: la necesidad de legitimidad interna (Olmert en el Líbano), la presión pública sobre los líderes (los romanos en la guerra contra Aníbal o Levi Eshkol en la Guerra de los Seis Días) y el escaso margen de maniobra como consecuencia de la adhesión a una ideología (Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial, Gamal Abdel Nasser en la Guerra de los Seis Días y Lyndon Johnson en Vietnam). Por lo general, aunque no siempre, la decisión de luchar está influenciada por la creencia de que el enemigo es débil y puede ser rápidamente puesto en su lugar (el Kaiser en la Primera Guerra Mundial, el rey Farouk en 1948).
Obama está cumpliendo la regla de hierro de la guerra, al igual que cualquier otro líder. Él no la quería, pero Gaddafi lo rebajó a la condición de un simple trapo, mientras sus partidarios exigieron que respete su apoyo ideológico al tipo de diplomacia conciliadora y a los derechos humanos, así como su llamado a eliminar al coronel del poder. Así fue como resultó finalmente arrastrado al conflicto. También es cierto que se dejó seducir por la creencia de que Libia es un "régimen de un solo hombre" y que la eliminación del líder desencadenaría una fácil victoria. Eso fue lo que también le dijeron a Bush acerca de Saddam Hussein antes de la guerra de Irak.
Obama no es el primer líder que lanza una guerra luego de embolsar un Premio Nóbel de la Paz. Lo precedieron Menajem Begin, Shimon Peres y Yasser Arafat. Él no es más hipócrita o deshonesto que los demás. Sólo que se parece a ellos aún más de lo que hubiese esperado una vez que llegó al poder. Los mismos paradigmas que han dictado el comportamiento de la raza humana desde los albores de la historia también se aplican a él.
Es importante que Obama recuerde ahora la segunda regla: lo único peor que salir a una guerra es no ganarla.
Fuente: Haaretz - 25.3.11
Traducción: www.argentina.co.il