En la torrencial avalancha de artículos que en el mundo entero se ocupan de las revoluciones populares en el mundo árabe, surgen, en forma marginal, distintas comparaciones históricas. Una de las más frecuentes es la referida a las revoluciones europeas de 1848.
Varios comentaristas la mencionan de paso, pero quien la ha planteado de la manera más detallada es el profesor Tim Roberts de la "Western Illinois University" de los Estados Unidos, que escribió su comentario para el "History News Service".
En su artículo, el historiador norteamericano sostiene que el año 1848 llamado "la primavera de los pueblos" demuestra que derribar a un gobierno es solo media revolución. Lo más difícil es construir una estructura política duradera.
A su juicio los paralelos entre 2011 y 1848 son numerosos. Las monarquías escleróticas y las repúblicas de "partido único" del moderno Medio Oriente tuvieron antecesores en los reinos e imperios que regían Europa a mediados del siglo XIX. En ambos lugares, la oposición política era regularmente reprimida y el voto era algo meramente simbólico. En Gran Bretaña solo podía votar alrededor de un 4% de la población y en Francia apenas un 1%. Del mismo modo, había limitaciones similares en otros países.
Si bien en teoría en los países del Medio Oriente el voto es universal, en los hechos las limitaciones impuestas a la oposición aseguraban de antemano la elección de los líderes autoritarios que detentaban el gobierno.
Otro paralelo interesante es la rapidez con la cual las revueltas cruzaron fronteras. Entre enero y junio de 1848 al difundirse las novedades de la revolución de Nápoles a Berlín, Viena y Budapest, unos 16 grupos étnicos diferentes se rebelaron contra gobiernos monárquicos e imperiales. Del mismo modo en que hoy se emplean los nuevos medios electrónicos de difusión al igual que el "boca a boca" tradicional, en la "primavera de los pueblos" los líderes utilizaron medios de comunicación modernos como periódicos baratos y recursos tradicionales como los discursos callejeros.
Sin embargo, al hacer el balance de las revoluciones de 1848, Tim Roberts encuentra que el paralelo es bastante menos estimulante. Los alzamientos populares no lograron imponer cambios duraderos. Muy pronto la Francia revolucionaria fue sustituida por la dictadura de Luis Napoleón. Los ejércitos de Francia y Austria aplastaron las repúblicas nacientes en Italia y los ejércitos del Zar eliminaron la autodeterminación húngara. Más tarde los pueblos centro-europeos se dividieron por diferencias étnicas.
Tim Roberts se pregunta si al igual que la primavera de 1848 la actual primavera de la libertad árabe no terminará en un fracaso.
Al tratar de responder esta pregunta, llegué a la conclusión de que todas las opciones están abiertas, desde las más esperanzadas hasta las más catastróficas.
Lo primero que salta a la vista en un análisis detenido, es que de todas las perspectivas de futuro la más difícil de materializarse es la implantación de genuinas democracias. Las razones son evidentes: carencia de tradiciones democráticas, fuerzas de oposición aletargadas por la larga opresión, fuertes estructuras tradicionales interesadas en impedir cambios substanciales como los ejércitos y el clero, ausencia de una genuina sociedad civil, grandes masas ancladas mentalmente en la pre-modernidad, falta de fuerzas democráticas con autoridad política y capacidad organizativa suficientes como para enfrentar los gigantescos desafíos sociales de sus sociedades.
¿Qué podría pasar una vez pasada la efímera fiesta democrática, que en el peor de los casos podría demorar unos meses y en el mejor, pocos años? Las respuestas posibles son múltiples: primarán los ejércitos, como fuerza colectiva o con el surgimiento de nuevos caudillos ; se abrirán camino las fuerzas teocráticas que no desempeñaron un rol destacado ni en la caída de Mubarak ni en la dramática y sangrienta puja por derribar el despotismo de Gaddafi; van a primar las mismas estructuras del pasado con algunos retoques cosméticos; en el plano geopolítico, se impondrá Irán sobre Arabia Saudita como principal potencia en la zona; la pugna por el poder pasaría por una nueva guerra árabe-israelí promovida por Irán por medio de Hezbolá en el Norte y Hamás en el Sur; o la toma de Bahrein por los chiítas llevaría a una acción militar saudita que podría desencadenar un conflicto bélico entre Arabia Saudita e Irán, que a su vez llevaría a un enfrentamiento entre la Sunna y la Chía en todo el mundo.
Sin duda hay otros escenarios posibles mucho más optimistas, en los que la democratización y la paz se impondrían a pesar de todas las dificultades. Después de todo, la historia es una caja de sorpresas en la que lo que sucede con mayor frecuencia es lo imprevisible. Por ahora, parece que todo conspira en contra de un "final feliz" democrático y quien tiene más para ganar de los cambios es el régimen más duro en la represión contra su propio pueblo después del de Gaddafi: el fascismo teocrático de Irán.
Pero felizmente, la historia también nos enseña que ninguna tiranía es eterna.