Liberman, Shas y los rabinos xenófobos amenazan con derribar todo aquello en lo que Herzl, Jabotinsky y Ben-Gurión creían. Ellos no hacen más que quitarle todo el apoyo al Estado judío, destinado a garantizar la igualdad a todos sus ciudadanos y a respetar a todas sus minorías.
Un viento maligno está soplando en este país. Primero fueron los rabinos que llamaron a prohibir alquilar viviendas a árabes; luego los jóvenes judíos que atacaron a desprevenidos transeúntes árabes; después los residentes judíos de Bat Yam, quienes se manifestaron en favor de una Bat Yam judía, y hace poco, los habitantes judíos del barrio Hatikva de Tel Aviv, expresándose en contra de los no-judíos.
Una serie de incidentes aparentemente no relacionados, y que ni siquiera son similares, han creado toda una nueva atmósfera de xenofobia. Han convertido a Israel en un país que emana un hedor xenófobo. ¿Qué pasa con nosotros? ¿Por qué esas oscuras fuerzas que suelen burbujear bajo la superficie de pronto estallan en la plaza de la ciudad? ¿Por qué la fiera cabeza del racismo surge ahora amenazadoramente?
La primera explicación es política. El periodista Nahum Barnea, por ejemplo, sostiene que el debate acerca de los territorios está muerto. Cuando el líder de la derecha habla de dos Estados para dos pueblos, no queda nada más acerca de lo que discutir. Así que en lugar de debatir acaloradamente sobre Hebrón y Shjem, ellos prefieren hacerlo acerca de Umm al-Fahm y la Estación Central de Autobuses de Tel Aviv. En lugar de oponer argumentos acerca de los extranjeros que nos rodean, preferimos argumentar acerca de los extranjeros que viven entre nosotros.
El Ministro de Exteriores, Avigdor Liberman, fue el pionero, pero fue el Ministro del Interior, Eli Yishai, quien comprendió el potencial del nuevo campo de batalla. Tanto la derecha nacionalista como la derecha religiosa se afanan en avivar deliberadamente las llamas del odio hacia los extranjeros. Son ellas quienes están contaminando el discurso público con una singular clase de conceptos que no escuchábamos desde los tiempos de Meir Kahane.
La segunda explicación es social. En los últimos decenios, la periferia israelí ha sido abandonada. Las ciudades en desarrollo y los barrios desfavorecidos fueron borrados del mapa de nuestra conciencia. Ciudades como Safed, Tiberíades, Lod y Arad han sido prácticamente abandonadas a su suerte. El Estado próspero de Tel Aviv ha conseguido escindirse a si mismo de la angustia y el sufrimiento del Estado de Israel.
Como resultado, gran parte de las zonas periféricas se han derrumbado. En muchas ciudades alejadas la estructura social se ha desintegrado. Cuando el orgullo local y la solidaridad comunal desaparecieron, la amargura y la desesperación fueron desarrollándose hasta ocupar su lugar. En tales condiciones, no resulta difícil provocar la incitación en contra de los extranjeros que pueblan esos desesperanzados barrios y ciudades. Los microbios del racismo se propagan mucho más fácilmente en un tejido social enfermo. Los israelíes que han sido alejados de la prosperidad del norte de Tel Aviv también han quedado alejados de ese liberalismo. Muchos de ellos han adoptado valores alternativos, tan oscuros como peligrosos.
La tercera explicación se relaciona con el Estado. Israel del siglo XXI es diferente del Israel del siglo XX. La minoría ultra-ortodoxa ha crecido considerablemente y se aleja cada vez más de los guetos en los que fue encarcelada. La minoría árabe es cada vez más fuerte y no vacila en defender sus derechos. La inmigración de Rusia ciertamente no se ha evaporado y, en gran medida, preserva todas las características de una comunidad consolidada. Tampoco los trabajadores extranjeros constituyen un fenómeno marginal y pasajero, ya que son una parte inseparable del nuevo panorama humano.
Como resultado de todos estos cambios, Israel se está convirtiendo en una sociedad multicultural y multicomunal. No sabe cómo gestionar las relaciones entre las diversas minorías o entre las minorías y el Estado. El resultado inevitable es la fricción, las amenazas y los temores mutuos. Las consecuencias son los repulsivos estallidos de odio.
Tanto el primer ministro, Binyamín Netanyahu, como la líder de la oposición, Tzipi Livni, están comprometidos con la idea de un Estado judío y democrático. Ambos desean por igual garantizar la supervivencia y la legitimidad de Israel como tal. Pero el virus del odio que pulula en las calles está corrompiendo ese Estado judío y democrático. El virus del odio está dándole a Israel toda la apariencia y la sonoridad propias de un embrutecido país racista.
A falta de un centro político fuerte e ilustrado, el proceso de desintegración social ha derivado en un colapso moral. Liberman, Shas y los engañosos rabinos de la derecha están amenazando con derribar todo aquello en lo que Theodor Herzl, Zeev Jabotinsky y David Ben-Gurión creían. De ese modo, no hacen más que quitarle veladamente todo el apoyo al Estado judío, que está destinado a garantizar la igualdad a todos sus ciudadanos y a respetar a todas sus minorías.
Ha llegado el momento de que Netanyahu y Livni entren en razón. Sólo la actividad conjunta y decidida de parte de ellos logrará contener el frenesí xenófobo y devolver a Israel su iluminado rostro, ahora odiosamente degradado.
Fuente: Haaretz - 29.12.10
Traducción: www.argentina.co.il