Si no salimos del círculo egocéntrico del "yo soy mejor que todos y más justo", entraremos en un proceso irreversible que nos dividirá en dos Estados: uno judío liderado por rabinos y otro israelí democrático con leyes parlamentarias. Uno debilitará al otro.
Todo hombre y todo pueblo cultiva su orgullo. Es una necesidad humana natural. Pero no cualquiera sabe diferenciar entre orgullo y arrogancia. Para ello se requiere inteligencia, sabiduría y humildad.
El camino que va desde del orgullo hasta la altivez constituye una grave debilidad de individuos, grupos y pueblos desde los albores de la historia. Los antiguos griegos definieron la arrogancia como un pecado que conduce inevitablemente a la tragedia.
La historia demuestra que tenían razón.
La arrogancia está inmersa en el pueblo de Israel desde los comienzos de su derrotero como tal. "Tú nos has elegido de entre todos los pueblos"; "somos un pueblo meritorio"; "el mundo está contra nosotros"; "Dios está con nosotros"; "con la ayuda de Dios".
No obstante la altivez nacional y el apoyo del Señor de los Ejércitos, nos olvidamos cuán cortos fueron los períodos de independencia a lo largo de nuestra historia.
Dicha arrogancia legendaria recibió un impulso con la independencia del Estado de Israel que impulsó el nacionalismo y convirtió la seguridad en un valor supremo. No hay como nuestra fuerza aérea. No existe un ejército con más moralidad que Tzáhal.
El nacionalismo es un edema enfermizo y peligroso de la sana nacionalidad. Conlleva a la impertinencia y la supremacía sobre el distinto por el hecho de ser simplemente eso, distinto. El mismo alimenta la arrogancia y convierte la nacionalidad sana en un sebo del que gotea la omnipotencia y la maldad.
La arrogancia engendra desprecio hacia lo diferente. Hacia todo lo diferente. Y principalmente hacia aquellos a quienes conocemos de cerca. La suposición básica es que sus características humanas son distintas, de baja ralea, inferiores a las nuestras.
No hay nada que comparar, por ejemplo, entre una madre árabe, una madre persa o una madre alemana y una idishe mame. De aquí se desprende que la suposición acordada de que tampoco podemos comparar una idishe mame askenazí con una madre marroquí o etíope, resulta natural y obligada.
Los errores básicos, fatales en el terreno político y de seguridad, son similares a los errores en el plano étnico y religioso. Un círculo dentro de otro, y ambos concibiendo la arrogancia y la maldad humana que si no logramos neutralizar terminarán poniendo en riesgo nuestra propia existencia como Estado.
Comencemos con el plano político y de seguridad. Cuando evaluamos las respuestas de nuestros vecinos o enemigos, o vecinos-enemigos, a nuestros programas de acción en dichos terrenos, la arrogancia no nos permite entrar en sus zapatos y entender que ellos responden exactamente como nosotros lo hubiéramos hecho en igual situación.
La semejanza en el comportamiento, en el carácter y en las características humanas, supera a lo que nos diferencia, incluso entre pueblos lejanos física y genéticamente uno del otro, más aún cuando se trata de pueblos cercanos, geográfica, histórica y genéticamente (dos de nuestras cuatro madres son arameas. Aram es Siria e Irak. El rey David era descendiente de Rut la moabita y Moisés contrajo matrimonio con una mujer midianita).
En los simulacros que llevan a cabo las fuerzas de seguridad, la suposición errada, que conduce irremediablemente al fracaso, es que la concepción de mundo de los árabes es opuesta a la nuestra, que su comprensión e inteligencia son inferiores, que los combatientes por la paz son terroristas pusilánimes, diferentes por completo de los terroristas judíos que tanto admiramos en los días del Mandato Británico, que la vida no es tan sagrada para ellos como para nosotros, y que si no comen cilantro y halva derrocarán al régimen de Hamás al que eligieron por ser tan tontos.
Y los resultados, desde hace cien años, son los mismos, porque el error es el mismo.
Entre ellos hay extremistas y criminales; también pragmáticos, moderados, inteligentes e imbéciles; líderes honestos y corruptos; exactamente igual que entre nosotros. Hasta que no entendamos eso e internalicemos que no son peores, malos o justos que nosotros, continuaremos matándonos y enterrando a los hijos de Ismael y a los hijos de Israel.
Nosotros nos destruimos mutuamente por la misma estupidez. Desgraciamos no sólo a las familias de nuestras víctimas y a las de ellos, sino también a miles de familias de heridos, cuyas vidas quedaron totalmente derrumbadas. Y todo ello por el razonamiento engreído que los árabes entienden sólo la fuerza, que no hay un socio para la paz, que si nuestros vecinos fueran escandinavos podríamos gozar de calma y tranquilidad.
Mientras sigamos convenciéndonos que todo depende de nuestros vecinos y nosotros sólo hacemos lo que corresponde, lo correcto, lo lógico y lo justo, nos estamos alejando más y más de cualquier solución.
La arrogancia étnica y religiosa en Emanuel y los seminarios rabínicos surgen de la misma fuente de altivez hacia los árabes y hacia los gentiles en general, y el peligro de nuestra existencia no es menor. Tal arrogancia engendra guerras, que son las tragedias humanas más graves: algunas veces en Líbano, en Gaza, en Emanuel o en Beit Shemesh.
Si no salimos de este círculo egocéntrico del "yo soy mejor que todos y más justo", nos encontraremos en un proceso irreversible, que nos dividirá en dos pueblos, en dos países: un Estado judío liderado por rabinos del Señor del Universo y un Estado israelí democrático secular con leyes establecidas por la mano del hombre. Uno debilitará al otro, hasta que llegará el último acto de la tragedia griega clásica, a cuyo desenlace nos estamos acercando.
* Amnon Shamosh es escritor y poeta.
Fuente: Yediot Aharonot - 23.7.10
Traducción: Lea Dassa para Argentina.co.il