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El precio del miedo

Una palabra expresa siempre en sí un significado. La que hemos escuchado repetidamente en estos últimos días, se integra con cinco letras: miedo, temor.
Los que justifican su impotencia en el miedo, siguen describiendo un monstruo que funciona casi como un espejo.


Mucho de lo que nos ocurre tiene que ver con lo que hacemos, o dejamos de hacer. Si partimos de esta simple comprobación, las últimas explicaciones de los dirigentes de nuestras comunidades latinoamericanas en sus recientes visitas a Israel acerca de la necesidad de la precaución, de actuar con prudencia en sus acciones locales, de cuidar las palabras frente a sus gobiernos ya no resultan suficientes.

Los temores que pregonan, la realidad que nos describen, sólo son la insuficiente consecuencia que surge de sus propias motivaciones y omisiones.

Parte de los que deciden las políticas de las kehilot estuvieron acá, en las reuniones de la Organización Sionista Mundial. Hablaron y escucharon. No es fácil ser intérpretes de las necesidades y las aspiraciones de sus dirigidos; para llevarlas adelante les es exigible entender la dinámica sociológica del entorno. Se espera de ellos sabiduría, fuga de la retórica intrascendente y mirada autocrítica sobre las responsabilidades que se derivan de sus funciones.

Pero la realidad, a veces engañosa, nos muestra últimamente su cara descompuesta. Las muecas que contemplamos se hacen insensiblemente propias porque las clonamos. Escuchamos las justificaciones sin inmutarnos; aún inclusive aplaudimos. Ponemos negligentemente atención a explicaciones más o menos convincentes, porque a veces ellas mismas justifican nuestro propio letargo.

Una palabra expresa siempre en sí un significado. La que hemos escuchado repetidamente en estos últimos días, se integra con cinco letras: miedo, temor.
Los que justifican su impotencia en el miedo, siguen describiendo un monstruo que funciona casi como un espejo. Es que conjurar al temor paraliza y vuelve desdeñosos a los humanos, a las más dóciles criaturas de nuestros más sombríos sueños.

Los seres que aceptan estas prédicas, renuevan periódicamente su sumisión. Ese recorrido, en estos tiempos, ya no viene de la mano de revoluciones violentas, sino de las consecutivas batallas perdidas por la dignidad.

La excusa del bien común se ha constituido para muchos en la herramienta más efectiva para decrecer el sentido de la existencia. Es a veces el camino elegido por los dueños del poder para conducirnos plácidamente hacia el ostracismo interior.

Muchas de nuestras comunidades de la diàspora recorren lenta pero decididamente ese sendero, el de bajar la cabeza. Ese proceso está orientado por quienes pretender hacernos entender cómo funciona una sociedad rodeada de prejuicios, falsas creencias y viejos paradigmas. Pero en el fondo es la expresión de sus propios temores, el miedo al de arriba, el espanto al grito alevoso, la cobardía frente al insano odio que se levanta y resurge.

Esos dirigentes lo saben o intuyen, y por eso juegan con atemorizar, con asustar, con expulsar sus horrores hasta el punto de disponer de los pensamientos ajenos.  De este modo, pretenden disciplinar a sus comunidades. Éstas a su vez no pretenden dar el paso adelante que las descubra, quedándose de tal manera siempre a mitad de camino, masticando rabia, destilando impotencia, pero imposibilitadas de dar el imprescindible paso siguiente, ese que produce en definitiva la luz de la autoconfirmación judía.

Nuestros dirigentes saben que el temor está omnipresente, que es parte inseparable de la condición diaspórica y transmiten siempre la misma línea para fortalecer esa sensación, justificando el porque de las banderas arriadas. Pero la imagen denuncia que ellos también tienen miedo. Algún día, cuando se hayan desnudado muchos de estos argumentos, el centro y la periferia nos despabilaremos de este largo presunto diálogo para adquirir definitivamente esa certeza ausente y estableceremos entonces la confianza mutua que se nos debe exigir. Ese día, el peso de los argumentos que hoy esgrimimos, ya no será suficiente.

En tanto, seguiremos escuchando la vieja melodía en la misma catatónica entonación. Hasta tanto no despertemos y sigamos fabricando temores alrededor de las temibles consecuencias que se pagaría por asumir responsabilidades morales, no podremos sentirnos completos. Acá ni allá. 

Mientras tanto seguiremos todos pagando el "precio del miedo".