No hay necesidad de mentir ni fantasear. No se puede utilizar el argumento de seguridad según el cual la liberación de prisioneros traerá consigo la vuelta del terrorismo, o que el mantenerlos presos lo evitará.
¿Se dieron cuenta del silencio que reina de repente? ¿Percibieron la agradable sensación de que el terror palestino casi desapareció de nuestras vidas?
¿También ustedes leyeron las conclusiones de la década, las cuales determinaron que éste fue el año más tranquilo en la historia del pueblo que habita las tierras de Sión? ¿Les resulta claro que el agradecimiento y la bendición le corresponde no precisamente a los servicios de seguridad, que luchan con denuedo contra los terroristas, ni tampoco a la Autoridad Palestina, que actúa incansablemente contra Hamás, sino a un soldado solitario, pálido y escuálido? Su nombre es Guilad Shalit.
¡Todo gracias a él! Todo debido al hecho de que aún permanece allí, sacrificando su libertad y su existencia por nosotros, para que podamos vivir tranquilos y serenos.
Porque resulta comprensible y diáfano, y no se necesita ser un Yuval Diskin o un Boogie Yaalón para saber que el temible terror está aquí, preso entre nosotros, en las cárceles. En el momento que liberemos a un Ahmad Sa'adat o a un Marwan Barghouti, y ni hablemos de Ibrahim Hamed, volverán a explotar los autobuses y nuestra apacible existencia regresará a ser un infierno.
¿Qué es lo que no queda claro? Los terroristas están en las cárceles, todo el resto de los palestinos y los hombres de Hamás en el exterior son personas pacíficas que no conciben la idea de un atentado contra gente inocente.
Todo pende de un hilo: si los liberamos, caerán sobre nosotros en las calles y las avenidas, porque sólo ellos saben lo que ningún otro palestino aprendió, ellos son los únicos expertos en enviar un terrorista suicida a un shopping colmado de gente, o Dios no lo permita, secuestrar un soldado.
Y así, en algún lugar de Gaza o Rafah, en un pozo hediondo, permanece un soldado solitario y herido sin siquiera saber el honor que le cabe en todo esto. Como los más grandes y valientes héroes de Israel, carga sobre sus espaldas la seguridad de la Nación sedienta de sosiego. Él representa la bandeja de plata en la que nos fue otorgado el gran triunfo sobre el terrorismo. Dentro de poco tiempo se incorporará a los muchos que inmolaron sus vidas para que nosotros podamos sobrevivir aquí. Con su muerte nos demandará la derrota del terrorismo.
O nó. Quizás en un frío y diáfano amanecer nos demos cuenta que Ibrahim Hamed permanece en la cárcel, pero sus herederos libres saben hacer las cosas exactamente igual o mejor que él. O tal vez descubramos que es posible secuestrar a otro soldado, y a otro más, y que no existe un solo Barghouti.
Shalit seguirá cautivo en algún lugar, vivo o muerto, o destinado a un futuro desconocido como el de Ron Arad; y nosotros, asombrados, nos daremos cuenta que el terror regresó; sin él. Ya habrá alguien de turno que nos relatará que si bien es cierto que en estos diez años transcurridos fueron asesinados 180 israelíes en manos de prisioneros liberados, otros 850 fueron eliminados por simples asesinos despreciables, que no estuvieron en la cárcel ni un solo día de sus cobardes vidas.
No hay necesidad de mentir ni fantasear. No se puede utilizar el argumento de seguridad según el cual la liberación de prisioneros traerá consigo la vuelta del terrorismo, o que el mantenerlos presos lo evita.
No se debe endilgar la seguridad de todo Israel sobre los estrechos hombros del soldado Guilad Shalit.
Fuente: Yediot Aharonot - 3.1.2010
Traducción: Lea Dassa para Argentina.co.il