El Comandante de la región de Efraín, Tzur Harpaz, no es un mero oficial de alto rango. Es todo un legislador. La pedrada que recibió por parte de terroristas judíos no causó más que un ligero daño a las ventanas de la Knéset, pero la balbuciente protesta de los ministros y diputados, y el hecho de que incluso ellos tuvieron que ocuparse de debatir la definición de terrorismo judío, constituyen sin embargo una prueba de que cualquier cambio legislativo importante, ya sea el tratamiento del presupuesto, la marginación de las mujeres, el terrorismo, etc., debe pasar primero a través del filtro de Tzáhal, antes de convertirse en parte legítima del discurso israelí.
Si Tzáhal fue considerado alguna vez como un crisol de razas, donde tenía lugar la fusión de "material humano impuro" para formar israelíes auténticos, actualmente sirve, entre otras cosas, como censor cultural, encargado de la creación de un lenguaje unificado, de paradigmas básicos de estrategia política y de los límites básicos que definen el comportamiento civil legítimo e ilegítimo.
El debate en el gobierno y en la Knéset acerca de si la pedrada judía constituye un acto de terrorismo, es un ejemplo de la paradoja del ejército en su rol de víctima del terrorismo, cuando en realidad debería haberse mostrado lo suficientemente fuerte y decidido para enfrentar a estos terroristas: ahora resulta que necesita modificaciones en la ley a fin de protegerse a sí mismo.
De hecho, en apoyo de Tzáhal, el primer ministro Binyamín Netanyahu accedió a extender el uso de decretos de remoción y arrestos administrativos; aseguró a los soldados autoridad suficiente para arrestar a terroristas, y a los tribunales militares, autoridad para juzgarlos. Y ahí se detuvo de golpe: No existe el terrorismo judío, afirmó Bibi.
El ejército no necesita realmente una nueva legislación para actuar contra el terrorismo judío, ni tampoco necesita redefinir el concepto para poder arrestar a un ciudadano, judío o árabe, en los territorios. Sin embargo, Tzáhal es la única fuerza capaz de convertir condenas poco entusiastas y consignas vacías en acciones concretas. Siempre que los terroristas atacaron objetivos civiles, judíos o árabes, incendiando mezquitas, derribando olivos, o amenazando a los pacifistas, lo hicieron actuando en el marco del consenso establecido por la derecha y Tzáhal, ya sea por omisión o comisión.
Por lo tanto, los terroristas pudieron continuar sus ataques contando con protección. Para peor, habrían de ser considerados luego delincuentes de poca monta o patriotas fundamentalistas, pero no una amenaza para la seguridad nacional.
De acuerdo con esta definición, incluso herir a un oficial superior con una piedra, o irrumpir en una base militar, constituyen a lo sumo un acto criminal, pero no terrorismo. De hecho, incluso el debate del gobierno - sobre si los terroristas son efectivamente terroristas - debería percibirse como algo difícil de creer, porque aun los magros resultados de dicho debate pueden provocar la fisura del consenso, romper las reglas por todos aceptadas y acabar con esa antigua tradición de poner los ojos en blanco. Tal consenso no podría ser puesto a prueba por árboles arrancados o ciudadanos heridos. Pero, ¿y en el caso del ataque contra un oficial del ejército? Ese es un asunto completamente diferente.
Hasta ahora, Tzáhal ha sido completamente ineficaz en la lucha por cambiar las concepciones que tiene la opinión pública acerca del terrorismo judío. Esa situación podría cambiar la próxima vez que los terroristas decidan enfrentarse con el ejército.
Sin embargo, no estamos discutiendo la definición de terrorismo, sino más bien la condición del ejército como legislador, capaz de configurar el discurso público de una manera mucho más eficaz que los ciudadanos comunes en un Estado democrático.
Es muy fácil burlarse de democracias fallidas, tales como Egipto o Turquía, donde los ciudadanos son sometidos a juicio por injuriar al ejército. En estos países, ni siquiera es necesario apedrear a los oficiales para terminar tras las rejas. Pero en las verdaderas democracias, el ejército no predomina por sobre la población; la población civil es el soberano, partido sagrado e intocable.
En las verdaderas democracias, el ejército no es una entidad educativa; indudablemente, tampoco es una organización encargada de establecer las fronteras culturales o políticas. En Israel, el ejército ha adquirido un carácter único, y ahora no puede renunciar a su responsabilidad.
Sólo Tzáhal, como árbitro principal del foro público, puede ahora modificar la definición de terrorismo, antes de que el completo estado de Israel se convierta en la próxima víctima de una operación "de represalia."
Fuente: Haaretz - 25.12.11
traducción: www.argentina.co.il