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Combatir a los racistas, no a la sociedad

En Jerusalén tuvo lugar hace unos días una manifestación de miles de personas promovida por ciudadanos miembros de la comunidad etíope - con muchos de ellos al frente -, en protesta contra el racismo y exigiendo plena igualdad en la sociedad israelí.

El detonante de la protesta lo dieron los incidentes registrados recientemente en la ciudad de Kiriat Malaji, en la que hubo casos que residentes locales rehusaron alquilar departamentos a israelíes de origen etíope, alegando que ello bajará los precios de sus propiedades.

Al marchar por Jerusalén, a las quejas justificadas se agregaban casos puntuales con los que seguramente no pocos de los manifestantes - o amigos y familiares suyos que no se hicieron presentes - han tenido que lidiar en distintos momentos: comentarios ofensivos en clases, autobuses, en diferentes sitios y ocasiones.

El fenómeno debe ser combatido y para eso la ley puede ayudar (como en el caso de los alquileres), pero lo central es la educación. Han hecho bien los israelíes de origen etíope en salir a protestar, a manifestar no sólo para expresar su justificado enojo sino también para concientizar a la gente. La presencia en la marcha de israelíes no de origen etíope, es una buena señal, aunque habría sido deseable que los números fueran otros, mucho más significativos.

Hicieron bien pues, y tienen razón en protestar.
Sin embargo, creemos imperioso hacer algunas precisiones.
En Israel hay racistas, como - lamentablemente - los hay en casi todos los países del mundo. Entre eso y la afirmación de que la sociedad israelí es racista, hay un trecho muy largo.

Como en toda sociedad, liberales y moderados conviven con radicales y extremistas, los que aceptan con plena y auténtica satisfacción a aquellos que son diferentes en su color, sus códigos, idioma o costumbres, conviven con quienes consideran que sólo los «suyos» pueden estar a su lado.

La primera vez que asistimos a un espectáculo del cantante israelí Idán Raichel (que estuvo recientemente por segunda vez en Uruguay), él contó algo sobre Kabra Qasai, una de las excelentes miembros de su conjunto, miembro de la comunidad etíope, como varios más de su grupo.

Raichel relató sobre lo singular de su madre, de cuánto vale la pena conocerla, de la amistad entre ambos... y contó sobre un incidente que le ocurrió a Kabra de pequeña. Volvió de la escuela llorando, antes de finalizar el día de clase, porque la maestra, al preguntarle la niña por qué no la deja nunca contestar aunque la ve levantando la mano, le había dicho que «a niñas como tú no las quiero ni oír».

Kabra interpretó la frase de inmediato como señal de sentimientos contra su color de piel y salió corriendo de la clase. Según Idán Raichel, la madre de Kabra, ni corta ni perezosa, fue a la escuela, entró en la clase, y le dio una bofetada a la maestra.

No pudimos nunca confirmar la vericidad de la historia. Pero no tenemos duda alguna de que también en Israel hay maestros, almaceneros y conductores de autobuses a los que no les gusta la gente de color. Tampoco tenemos duda de la admiración de la que goza Kabra Qasai, de su rol protagónico en el conjunto de Idán Raichel, de los numerosos casos de exitosa adaptación e integración a la sociedad israelí, que no es por cierto nada fácil.

Pero más allá de casos puntuales, que fácilmente pueden verse como una excepción, nos resulta clave recordar lo que nosotros vivimos años atrás, en 1991, cuando estaban por aterrizar los aviones de la Fuerza Aérea de Israel que habían viajado secretamente a Etiopía a traer a los judíos que esperaban en Addis Abeba. Se nos hace un nudo en la garganta al rememorar aquellos momentos cuando se abrió el vientre de los Hércules y comenzaron a salir judíos negros, todos vestidos de blanco, con los ojos enormes y sorprendidos, que venían de otro país y de otro tiempo.

Vimos a oficiales del ejército israelí secándose las lágrimas. El entonces primer ministro, Itzjak Shamir, había ordenado traer a esos judíos de Etiopía y se comenzó la preparación del operativo secreto, todo un desafío, cuando en su país no era la calma lo que reinaba en la vida diaria.

No pocos errores fueron cometidos en el proceso de absorción. El mantenimiento en general en el marco de su propia comunidad, creó zonas en las que los problemas se agudizaban en lugar de permitir una integración más rápida y fluida. Pero no fue racismo. Quizás cierto aire de superioridad; eso sí, pero derivado no sólo de políticas equivocadas sino del hecho que parte de la comunidad venía de sitios en los que la civilización parecía estar a años luz de distancia.

Paralelamente a esos errores, hubo luces. La sociedad israelí se desvivió para ayudar, para donar, para organizarse. Es cierto que eso no duró por siempre. Los desafíos van cambiando y no todos tienen la entereza y perseverancia para mantenerse siempre firmes con la antorcha en la mano.

Pero aún con los baches no resueltos y los problemas con los que todavía hay que lidiar, los judíos etíopes fueron convirtiéndose en parte de la sociedad israelí. Para los mayores la dificultad fue más seria y esto se ha traducido - también hace pocos días - a veces en tragedias de gran magnitud. Ha habido varios asesinatos de mujeres israelíes etíopes por parte de sus cónyuges, explicados por asistentes sociales como una expresión extrema de la influencia que tuvo el cambio de la estructura social de la familia al venir a Israel. En Etiopía, una sociedad totalmente patriarcal, en Israel, una sociedad más abierta, en la que la autoridad del padre no siempre es respetada como lo era en su país de origen. Verdaderos dramas de por medio.

Israel es un país complejo, una sociedad heterogénea que a veces uno se pregunta cómo es que logra salir adelante estando compuesta por tal mosaico de orígenes e identidades. El israelí es, además, vehemente y discutidor. Las amenazas de afuera son contra todos, pero eso no quita ni un ápice a las diferencias internas que son por cierto numerosas. Por lo tanto, las discusiones y discrepancias suelen ser acaloradas y llenas de ardor. A veces, en medio de los debates, cuando a cada uno se le va el alma en sus argumentos, parecería que hay odio de por medio entre seculares y religiosos, veteranos sabras e inmigrantes, rusos y etíopes, judíos y árabes. Claro que las diferencias y tensiones existen; y que cada uno está seguro de que todos los problemas son culpa «del otro».

Pero a nuestro modo de ver, lo central no son esas diferencias ni choques sino el común denominador, el hecho que hay algo que une y empuja hacia adelante. De lo contrario, Israel no estaría hoy donde está.

Su comunidad de origen etíope, sus ciudadanos de piel negra y rasgos suaves, también son parte de ese todo.

Cabe suponer que seguirán cometiéndose errores oficiales y que en la calle también seguirá habiendo intolerantes de mente cerrada. Pero a los judíos etíopes se los trajo a Israel para que sean parte. Y aunque no siempre les sea fácil, tienen muchos hijos destacados en diferentes áreas del quehacer nacional, profesionales, oficiales, artistas y demás.

Son parte de una sociedad imperfecta que, si fuera racista, no los habría traído jamás.

Fuente: Semanario Hebreo de Uruguay