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Dónde quedó el «israelismo»

Se ha vuelto difícil en este país distinguir, al menos en el plano visual, entre una ceremonia de inauguración de un nuevo libro de la Torá y una llegada a la reunión de gabinete a cargo del primer ministro (que es «bueno para los judíos») y su cortejo ataviado con kipá y talit.

Y cuando la política diplomática central del gobierno, aparte de la colonización de los territorios, exige el reconocimiento del carácter «judío» del Estado de Israel, lo único sorprendente es que, de hecho, somos capaces de quedar nuevamente pasmados ante cada revelación sobre la naturaleza teocrática de la nación hebrea.

Una conmoción de esta clase se produjo recientemente luego de conocerse las conclusiones de una encuesta en la que se indicaba que la mayoría de los judíos de la Tierra de Israel son religiosos, ultraortodoxos, tradicionalistas o, de algún modo, partidarios de la fe y el pensamiento mágico, o por lo menos, traumatizados por el Holocausto. Otra tuvo lugar por la supuestamente fatídica batalla entre el primer ministro Binyamín Netanyahu y su rival de la derecha, Moshé Feiglin, por «la imagen del Likud».

Otra más se originó a partir de la dicotomía trazada por la líder de la oposición, Tzipi Livni, entre «esos dos Estados completamente diferentes» que, según ella, están luchando entre sí: por un lado, «un Estado regido por la ley rabínica, introvertido y aislado, donde las mujeres deben sentarse en la parte trasera de los autobuses», y por otro, «la mayoría sionista; aquel grupo que entiende que el Estado de Israel es nacionalmente judío».

Si la palabra «israelí» estaba ausente (hoy está de moda decir «excluida») de todas esas conmociones y dicotomías, no es por casualidad. Porque es evidente, incluso para Livni y su rival por el liderazgo del partido, Shaul Mofaz, que actualmente es mucho más valioso y más políticamente correcto utilizar la frase «nacional judío», o «mayoría sionista», contrastándolas con «país ultraortodoxo», en el extremo opuesto, que respaldar el verdadero significado del «israelismo»: la definición general de una nación hebrea que, desde un punto de vista político y jurídico, debe contenernos a todos, con todas nuestras facetas y variantes, incluida la religiosa y la étnica, separando la religión del Estado.

En efecto, en ausencia de una separación de este tipo, no hay ninguna diferencia de fondo entre «los judíos nacionales» y los «judíos ultraortodoxos» aparte de algunos matices teológicos, estilos de vida, y demás adornos de los diversos partidos políticos que funcionan con el sólo objetivo de repartirse los escaños de la Knéset. Por lo tanto, no son «dos Estados» lo que tenemos aquí, sino el Estado de un único gueto, basado esencialmente en el mismo fundamento nacional-religioso.

En una situación como ésta - en la que los representantes de partidos seculares, de «orientación estatal», también están obligados a agruparse bajo el dosel de un «judaísmo» cálido y tribal, que vuelve su rostro hacia el pasado y se define principalmente por sus temores y traumas - no es de extrañar que el «israelismo» haya sido relegado a los márgenes de la esfera política, y que se haya convertido casi en un paria.

En todos los demás días del año, y en todos los demás niveles, el «israelismo» vive y florece, de facto, sano y salvo. Es sólo cuando el tiempo de las elecciones se acerca, y únicamente en el ámbito político, que comienzan a suceder cosas extrañas con el concepto. Por un lado, «israelismo», en boca de sus enemigos, se convierte casi en un término peyorativo, tal como lo fue alguna vez «cananeo». Pero por otro, incluso a los ojos de sus partidarios, se limita exclusivamente a ser anti-religioso y anti-ultraortodoxo.

En otras palabras, cuando se habla de política, «israelismo» se convierte en un sector - y no uno cualquiera, sino uno pequeño, confundido y nervioso, situado entre el «sector árabe« y el «sector ultrortodoxo». Y por esa razón, incluso sus abanderados - esos 15 escaños representados en la Knéset «que sólo quieren vivir»; que están «en el centro del mapa político», y que pasean en torno al fracaso, década tras década, buscando a alguna celebridad sin compromiso para que los lidere - dejaron de tener pretensiones revolucionarias.

La aspiración más ambiciosa del «sector israelí» es mantener el equilibrio de poder en una coalición, y acumular unos cuantos logros sectoriales: conseguir que el horario de verano se alargue; algunos beneficios de vivienda; unos cuantos créditos fiscales aquí y allá; algunos estipendios. En otras palabras, ser como el diputado ultraortodoxo Yaakov Litzman, viceministro de Salud, o sus predecesores, pero en hebreo en lugar de yiddish.

¿Cambiar la cara del país? ¿Separar la religión del Estado? ¿Israelizar y normalizar nuestra existencia? Olvídenlo. Después de todo, todos somos nacionalistas judíos.

Fuente: Haaretz - 5.2.12
Traducción: www.israelenlinea.com

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