Así pues, Francia es un país en el que, en 2012, y en su tercera metrópolis, se puede disparar contra una escuela judía y matar a varios niños a quemarropa. La investigación esclarecerá, o eso cabe esperar, las circunstancias de esta tragedia, la identidad del asesino, sus posibles móviles.
Pero, sean cuales sean esos móviles, se descubra lo que se descubra sobre el desarrollo del tiroteo ocurrido ante las puertas y, si lo he entendido bien, después, en el interior del colegio Ozar Hatorah, se establezcan los vínculos que se establezcan con los misteriosos asesinatos de militares en Toulouse y Montauban, el hecho sigue siendo y es monstruoso, que unos niños franceses, judíos y franceses o, si se prefiere, soberanamente franceses, pero culpables de haber nacido judíos, han sido abatidos fríamente, a plena luz del día, en el territorio de la República.
Y el corolario, casi igual de insoportable, es que hemos vuelto a los tiempos sombríos en los que hay que «dar orden a los prefectos de reforzar la vigilancia alrededor de todos los centros confesionales de Francia y, particularmente, en las inmediaciones de las escuelas judías». Se trata de los términos del comunicado del Ministerio del Interior que hizo público el ministro Claude Guéant unos minutos después del drama.
Este comunicado era inevitable. Era lo mínimo que podían hacer unas autoridades, tan desconcertadas como todos nosotros por el horror de la situación, que adoptaban las medidas de emergencia apropiadas.
Pero, al mismo tiempo, esas palabras ponen los pelos de punta. Uno se estremece de ira y de vergüenza al pensar que aún estamos así, de nuevo así, como tras los atentados de la Rue Copernic y la Rue des Rosiers, en París, como tras el estallido de actos antisemitas de comienzos de la década de 2000: orar, recogerse, morir o, simplemente, estudiar bajo «alta protección policial» y al abrigo de unos «perímetros de seguridad» reconstituidos. ¡Qué tristeza!
Así que, ante esta abominación, y teniendo en cuenta el momento tan particular en el que sucede, sólo hay una reacción posible. Quiero decir: ahora que la campaña para las elecciones presidenciales está en su apogeo e incluso, aparentemente, entra en su última fase, sólo una respuesta puede estar a la altura del acontecimiento.
Por supuesto, la indignación y el miedo. Por supuesto, las condenas verbales, las declaraciones contundentes, las transferencias simbólicas que nos anuncian, mientras escribo estas líneas.
Por supuesto, el gesto del candidato Hollande, que, en homenaje a las víctimas, ha suspendido unilateralmente su campaña para hacer de las próximas horas un gran momento de recogimiento colectivo y de luto. Por supuesto, el no menos hermoso reflejo del candidato Sarkozy, que, por su parte, ha hablado de «tragedia nacional» y ha decretado un minuto de silencio en todas las escuelas de Francia en memoria de los tres niños, de tres, seis y ocho años de edad, y del profesor masacrados a sangre fría por un asesino profesional.
Y, por supuesto, si se quiere, las especulaciones al uso sobre el tipo de ambiente político, de levantamiento de los tabúes, de liberación de la palabra infame, que, a través de unas mediaciones que la emoción del momento no debe hacernos pasar por alto, equivalen a una especie de permiso para matar, ora para un asesino de niños, ora para un serial killer de militares.
Pero también una respuesta común, ¿qué digo?, un acto de comunión que animaría a todos los candidatos republicanos, digo bien: republicanos, a olvidar por un instante lo que los opone y a gritar al unísono y, si es posible, sin segundas intenciones políticas, su rechazo categórico al antisemitismo y sus consecuencias, siempre criminales.
Hace algo más de 20 años, la clase política, es decir, todas las familias salvo el Frente Nacional, con François Mitterrand a la cabeza, fueron capaces de desfilar contra la profanación de 34 sepulturas judías en el cementerio de Carpentras.
Hoy, en esta Toulouse afligida, con Nicolas Sarkozy y François Hollande a la cabeza, haría falta un equivalente de aquella manifestación: en la plaza del Capitolio, ese santuario de nuestra memoria nacional al que, el 16 de septiembre de 1945, el general De Gaulle vino a predicar la unidad del país ante un pueblo de maquis de la Resistencia y supervivientes de las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española, una gran concentración solemne en la que todas las fuerzas políticas digan, sin matices, que es toda Francia la que está siendo atacada y la que debe dar una respuesta cuando sus hijos, cualesquiera de ellos y cualesquiera que sean, lo repito, el perfil o las razones del asesino, son asesinados así.
Aviso para los locos de la defensa de la «identidad nacional» percibida como una entidad cerrada, timorata, alimentada de odio y resentimiento: en una matanza de estas características, lo que se asesina es el contrato social; cuando se desencadena una locura semejante, la base misma de nuestra convivencia vacila y se tambalea.
No hay peor atentado contra nuestra cultura, contra el alma de nuestro país, contra su historia y, en resumidas cuentas, contra su grandeza que el racismo y, hoy, el antisemitismo.Notas relacionadas:
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