Todos estamos familiarizados con la protesta social. Comenzó con la crítica feroz de los medios de comunicación al dominio de los magnates; continuó con una campaña pública contra la concentración económica y la carestía de la vida, y terminó explotando con los campamentos multitudinarios y las campañas en las redes sociales. Culminó con las protestas masivas del verano de 2011.
La protesta social revolucionó el estado de cosas en Israel, tanto en términos políticos como conceptuales. Terminó impulsando a Shelly Yachimovich y Shaul Mofaz al frente del partido Laborista y de Kadima, respectivamente, y puso en escena a la estrella de la televisión, Yair Lapid. Se crearon varios comités, y miles de proyectos de ley fueron presentados en un intento por fortalecer el sistema de bienestar israelí. El masivo movimiento de protesta acabó con la hegemonía neoliberal de Israel; redujo drásticamente la influencia de los ricos sobre las políticas gubernamentales, y redefinió la vida socioeconómica del país.
Pero la protesta capitalista resulta menos familiar. Comenzó con la transferencia de inversiones desde Israel hacia Estados Unidos por parte de un promotor inmobiliario. Luego, un empresario de turismo tomó la decisión de no construir nuevos hoteles en Israel, y trasladó su negocio a Europa. Empresarios comprometidos con sus empleados se vieron obligados a despedir gente, e industriales patriotas juraron no volver a invertir nunca más en Israel. Culminó cuando los dueños de varias de las principales empresas israelíes fantasearon con la idea de venderlas porque ya no eran atractivas.
Bajo la superficie, lejos de la mirada del público, la protesta capitalista de 2011-12 revolucionó la relación entre Israel y la comunidad empresarial. En cada vez más círculos de negocios existe la sensación de que Israel - en la última década, la meca de la iniciativa empresarial y el desarrollo - se ha puesto en contra de la actividad comercial. Se ha convertido en el caldo de cultivo del populismo, la regulación retroactiva y los celos. Algunos afirman que la nueva perspectiva de Israel habrá de provocar una desaceleración. Otros predicen una recesión.
Los líderes de la protesta capitalista no son inocentes. Durante décadas, eludieron toda regulación gubernamental y el escrutinio de los medios e hicieron lo que quisieron con la propiedad pública. En los felices años de economía centralizada, disfrutaron de un ambiente de negocios cómodo y no competitivo. No hicieron nada para detener a sus colegas, los inescrupulosos magnates. Así y todo, muchos de ellos son irrevocablemente sionistas.
Lograron crear por sí solos maravillosas empresas que ofrecían empleo a miles y miles de personas, y que se encargaban de canalizar millones al Tesoro. Generando ganancias, han beneficiado al Estado de un modo incalculable. Si no lo hubieran hecho, Israel sería hoy un país atrasado.
De ahí la profunda conmoción de los capitalistas israelíes al darse cuenta de que se han convertido en enemigos del pueblo. No pueden sentir más que ira cuando se los tilda de usurpadores. Sin embargo, no expresan su protesta a través de Twitter o Facebook, o levantando campamentos en el Bulevar Rothschild de Tel Aviv. Les basta con darle la espalda a una sociedad que los expulsa; con recortar y vender. «No nos hagan ningún favor», dicen los principales empresarios israelíes mientras hacen sus maletas. Pero no emigran: Sólo invierten y construyen en el extranjero.
Israel pronto habrá de encontrarse entre la espada y la pared. Por un lado, la protesta social no ha comenzado a perder fuerza; el costo de vida sigue siendo demasiado alto; la vivienda y la energía resultan aún muy caras. La familia israelí promedio paga demasiados impuestos sin recibir los salarios, la educación, los servicios de salud y las pensiones que se merece.
Por otro lado, los efectos de la protesta del capitalismo están a punto de manifestarse. El clamor en contra de los ricos; la excesiva burocratización de la economía y la injerencia de los políticos en el mercado, se cobrarán su precio. Existe un peligro real de que esta atmósfera venenosa acabe desalentando por completo a los inversionistas extranjeros, y provoque, como resultado, que miles de personas pierdan sus puestos de trabajo. Por tal razón, el primer ministro Binyamín Netanyahu tiene muy poco tiempo.
Antes del verano, tendrá que hacer valer su autoridad y restaurar la cordura. Debemos mantener el equilibrio entre dos justas demandas: la justicia social y el mantenimiento de una economía libre, dinámica y competitiva.
Fuente: Haaretz - 24.4.12Traducción: www.israelenlínea.com