Nunca estuvo tan claro como ahora que la caída del régimen de Bashar al-Assad en Siria es cuestión de tiempo. Podría ser muy poco tiempo. El mortífero atentado perpetrado contra su cúpula de seguridad, alienta a sus oponentes, hace sentir al propio presidente mucho más vulnerable y hace que muchos alrededor de Siria abran bien los ojos.
Su entorno, el vecindario y quienes le observan desde un poco más lejos, prestan con razón atención a lo que acontece en Siria, a pesar de su evidente aislamiento de hace ya no pocos años. Basta con recordar que la Siria de Assad es el mayor aliado de la República Islámica de Irán para comprender la importancia de su rol.
Los expertos que se han estado manifestando en los últimos meses sobre el tema, parecían no tener ni una duda: la eventual caída de Assad, significará un debilitamiento de Irán, que encabeza el llamado «Eje del mal».
«Eso está clarísimo», dice al respecto el Dr. Mordejai Keidar, experto en Oriente Medio en el Centro de Investigación BESA en la Universidad de Bar Ilán. «La caída de Assad será un problema para Irán, que se verá debilitado, perderá un ancla importante. Es más: yo diría que Siria era el caballo de Troya de Irán en el mundo árabe; y la caída de Assad devolvería a Irán varios pasos hacia atrás».
Keidar ya habla en pasado, pero tiene claro que el futuro depara para la región no pocos problemas, aún con bastante incertidumbre. Por un lado, Irán sentirá la pérdida de la «base» siria, a la que abastece de armas y por la cual las hace llegar también a Hezbolá en Líbano, vecino de Siria.
Por otro lado, precisamente por esta situación negativa para Irán, las Guardias Revolucionarias pueden «perder los estribos». «Irán puede enloquecerse en el Golfo», advierte este experto israelí en Oriente Medio e Islam. «Recordemos que ya tiene el control de Irak y que quiere concretarlo en todo el Golfo».
Las implicaciones de una caída de Assad sobre la región en general tienen mucho que ver con la estructura actual de Siria y con su capacidad bélica.
El país está dividido en diferentes comunidades. El hecho que una comunidad minoritaria, la alawita, sea la gobernante, es simbólico.
Diversos especialistas estiman que el peligro mayor en Siria no sería necesariamente la toma de poder por parte de islamistas radicales - como se habló en otros países árabes al estallar sus respectivas revoluciones - sino el de la fragmentación.
Claro que un régimen islamista radical es una posibilidad peligrosa, especialmente para el vecino israelí del sur, pero por la división interna entre alawitas, musulmanes sunnitas, beduinos, drusos y otros grupos, puede ser una bomba tiempo, agravada por los avatares de la violencia de los últimos meses. Esto significa una seria inestabilidad.
Pero el peor riesgo al respecto, es que una situación de falta de control central aumenta el peligro de que organizaciones terroristas se apoderen de la gran cantidad de misiles de largo alcance y hasta del arsenal químico que desarrolló la Siria de Assad.
«Para Israel ese es el mayor peligro», opina Keidar. «Los países árabes están lidiando con numerosos problemas y creo que dejarán en paz a Israel por unos años. Pero las organizaciones terroristas, especialmente Hezbolá y otros afiliados o inspirados en Al Qaeda, tienen una agenda de conflicto abierto con Israel y ese frente es más que complejo».
Hace unos meses, el analista de asuntos árabes de la televisión pública israelí, Oded Granot, hacía referencia a la singular problemática de la situación para Israel. «Israel se encuentra ante un dilema muy importante. Assad selló una alianza con el diablo, se unió a Irán. Ha proporcionado cantidades enormes de armas a Hezbolá en Líbano, ayuda a Hamás en Gaza y también intentó crear armas nucleares. Por otro lado, en todos estos años ha garantizado que no haya ni un solo disparo en la frontera con Israel».
O sea que cabe preguntarse qué es mejor: un enemigo muy difícil pero que gobierna con estabilidad o un nuevo enemigo aún desconocido, que podría ser más peligroso todavía.
El dilema, claro está, lo resolverá sólo el tiempo.
Fuente: La Nación
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