A pesar de que se trate de conjeturas sobre lo que no pasó, la pregunta es válida justamente debido a lo que sí sucedió. Y lo que sucedió no es otra cosa que la ruptura brutal de un orden brutal para terminar en uno todavía peor. De unos dictadores que manejaban a voluntad su propio corral, con alianzas oportunistas con una u otra de las potencias «decentes» del mundo, pasamos a un desorden inhumano y violento que nadie sabe cómo acabará.
El gobierno de Saddam Hussein fue resultado de un proceso muy antiguo que culminó en un orden estable bajo el cual Irak, si bien no era el paraíso, estaba mejor que hoy. Aparte de sus abusos internos, que no recibieron oportunamente el reclamo de quienes le necesitaban para contrarrestar a Irán, la invasión de Kuwait fue un acto inaceptable para la comunidad internacional.
Pero el remedio de ir volando a borrar a Saddam del mapa resultó peor que la enfermedad, si se recuerdan los argumentos mentirosos que condujeron a la ofensiva terrestre para derrocarlo y los cientos de miles de víctimas iraquíes que opacan la proclamación de unos cuantos «heroes» de una guerra sin sentido.
Y sobre todo ahora, cuando se entiende que la intervención violenta extranjera ayudó a sembrar la semilla del Estado Islámico que asombra al mundo con su crueldad y con sus pretensiones.
El gobierno de Muammar Gaddafi no fue otra cosa que la apoteosis despótica de un experimento revolucionario que, en medio de sus pretensiones y sus extravagancias, aquietó la costa norte petrolera del norte de África y después de dar muchas vueltas terminó por hacer las paces con Occidente, de una manera tan grotesca que a la carpa del gobernante libio fueron a parar Tony Blair, antes de pasar a ser consejero de países exóticos del tercer mundo, y Jacques Chirac. Y con él posaron el cazador de elefantes español, Juan Carlos I de Borbón, Silvio Berlusconi, Vladimir Putin, Barack Obama, Nicolás Sarkozy, Hugo Chávez y Cristina Kirchner.
Universidades británicas, políticos y bancos europeos se beneficiaron de donaciones e inversiones, y todo pintaba bien hasta que resolvieron salir de él por la vía rápida y nadie acudió en su defensa a la hora de su cacería en el desierto. Todo para abrir las compuertas de un desorden descomunal que dejó el país en manos del que más pueda matar y produjo una estampida humana que se lanza al mar, a más no poder, para cambiar su vida o perecer. Democracia o muerte.
El único modelo que, hasta ahora, tuvo éxito en la organización y el control del norte de África y Oriente Medio, completo, fue el del Imperio Romano. Ese orden, heredado después por el Imperio Bizantino y luego por el de los otomanos, vino a desfallecer y a dar paso a varias décadas de control directo europeo, cuando Francia y Gran Bretaña se repartieron los despojos del dominio turco.
El último proceso de descolonización produjo más tarde, con excepción de la democracia israelí, una serie de regímenes autoritarios cuyo mérito pudo ser el de manejar los equilibrios de aspiraciones tribales contradictorias propias de una historia muy antigua y darle un poco de estabilidad a la región.
Pretender que los ciudadanos de Bagdad se comporten como los de Washington y que los de Tikrit lo hagan como los de Boston es una muestra de ingenuidad y de falta de realismo político elemental. Hacer toda una guerra para buscar imponer el sueño americano en países de tradiciones que provienen de las primeras civilizaciones conocidas fue un estropicio. Y esperar que la salida del desorden implantado sea la de formas republicanas de corte occidental, impulsadas por campeones locales de la «democracia o muerte» que inviten a los ciudadanos a votar libremente por tal u cual partido, al impulso de mercadotecnia política adecuada, es desconocer abiertamente uno de los principios elementales de la vida política y de la coexistencia entre las naciones, según el cual cada una de ellas tiene derecho a buscar el orden político más acorde con su tradición, sus posibilidades y su voluntad.
La respuesta a la pregunta mencionada puede encontrar además una buena pista en el caso de Egipto, donde de manera inusual se rompió en las urnas el modelo de presidentes fuertes, de origen militar, reelegidos para mantener el statu quo.
Pero el desorden y la ingobernabilidad que trajo el experimento del gobierno de los Hermanos Musulmanes llegaron a tales extremos que el país del Nilo sólo encontró estabilidad cuando regresó a su viejo modelo, con la llegada del hasta hace poco jefe de las fuerzas armadas al poder. No avanzó en democracia pero sí tal vez en estabilidad y en su contribución a la de Oriente Medio.
A diferencia de Egipto, las invasiones extranjeras de Irak y Libia rompieron de tal manera el orden establecido y fracturaron a la sociedad en tantos pedazos que quedaron cerrados los caminos de retorno aunque fuese al cuestionable orden anterior.
De alguna forma, tanto Saddam como Gaddafi eran factores de estabilidad regional. Si hubieran seguido en el poder, difícilmente se podría haber llegado al caos actual, que es el que más preocupa desde el punto de vista del orden internacional.
Otra cosa, lamentable en todo caso, es que también difícilmente sus pueblos, bajo los regímenes de los dos tiranos desaparecidos, habrían podido soñar con avances democráticos, en caso de que la materia fuera ostensiblemente de su interés. Pero la lista de muertos hubiera sido de todas maneras mucho más corta.