Todo comenzó cuando el enviado británico, Mark Sykes, y el representante francés, Georges Picot, decidieron en 1916 - en un pacto secreto - partirse la torta que dejó, tras su implosión, el Imperio Otomano. Esas potencias imperiales se escogieron los pedazos que más apetecían, unos ricos en petróleo y otros útiles por razones estratégicas.
En ese marco, Siria y Líbano se convirtieron en protectorados franceses, en tanto que Basora, Bagdad (Irak) e Irán, fueron incorporados a la esfera de influencia inglesa, junto a la futura Jordania y a Palestina. Para regir los destinos de esas naciones, se fabricaron reyes, emires y gobernantes sumisos a París y Londres.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial perturbó el status quo de ese escenario, al compás del avance alemán. Sin embargo, desde 1945, los aliados vencedores nuevamente sojuzgaron territorios y recursos naturales para nutrir a sus multinacionales, que entonces incorporaron al factor norteamericano a disfrutar del manjar.
La continuidad histórica en Oriente Medio es muy conocida y se amalgama con la creación del Estado de Israel en 1948, lo que ya entices provocó oleadas de refugiados en la región.
La Guerra Fría condimentó aún más las frecuentes rivalidades entre las sectas del mundo musulmán y en los años posteriores la codicia por acceder a las fuentes de hidrocarburos azuzó enfrentamientos que provocaron guerras fratricidas entre diversas naciones musulmanas como Irak e Irán.
Llegamos a 2003, cuando el presidente Geroge W. Bush apoyado en la «existencia de armas de destrucción masiva», invadió Irak y Estados Unidos se enfangó en un laberinto sin salida.
Pasados pocos años, la piedra angular para comprender el éxodo actual, fueron las consecuencias de la mal llamada «primavera árabe», principalmente la guerra civil que estalló en Siria, reclamando la salida de Bashar al-Assad, y la aparición del grupo yihadista Estado Islámico (EI).
El defenestramiento de los autócratas en Túnez, Egipto y Libia fue relativamente sencillo, pues las redes sociales se encargaron de soliviantar el movimiento callejero que prontamente los destituyó.
En cambio, en Siria, la «primavera árabe» no llegó tan fácilmente, pues la eterna rivalidad entre chiítas y sunitas complicó el panorama, al que debe añadirse el surgimiento de una nueva Guerra Fría entre Occidente y el tándem ruso-chino que opuso su veto en el Consejo de Seguridad para frenar el envío de fuerzas militares a ese país, incluso cuando utilizó armas químicas contra su población.
Mientras escalaba el conflicto, paralelamente aumentaba la asistencia rusa a Baahar al-Assad, porque a Vladimir Putin le interesaba mantener su base militar en Tartus, una estratégica cabeza de puente en el Mediterráneo, única presencia rusa en la zona.
Cuando - simultáneamente - en 2014 irrumpe con estruendo el Estado Islámico, que en rápidas acciones militares se apodera de vastas regiones, tanto en Siria como en Irak, aprovechando la debilidad de ambos gobiernos, ya era tarde para organizar una respuesta militar con el apoyo de la ONU. No obstante, se realizaron esfuerzos coordinados entre Estados Unidos, Francia y otras potencias occidentales atrapadas en el dilema de escoger al enemigo principal: el régimen represivo de Assad o el temible EI.
El fuego cruzado de tantas facciones - oposición moderada en Siria, Al Qaeda, EI, las milicias kurdas y los regulares iraquíes - destruyó ciudades y sometió a sus habitantes a sus propios caprichos. El avance casi imparable del EI decapitando sin merced a sus adversarios, reduciendo a la esclavitud sexual a las mujeres de aldeas conquistadas y demoliendo sitios de alto valor arqueológico, causó pavor en las fuerzas militares regulares que se les oponían y produjo masivas deserciones, dejando ciudades y localidades enteras a merced de esos bárbaros. Los bombardeos de la coalición (6.000 en el último año) dejaron alrededor de 10.000 islamistas muertos, que fueron rápidamente reemplazados por nuevos reclutas, manteniéndose en 30.000 los efectivos plurinacionales del EI.
El balance en Siria, principal país afectado, es desolador: 3,9 millones de desplazados a países vecinos, 220.000 muertos y un aparato estatal cada vez más enclenque.
Todas las anteriores razones explican el éxodo masivo producido en las recientes semanas. Gente dispuesta a todo: por mar y tierra escapan, tanto de las bombas aliadas como de las atrocidades perpetradas por el radicalismo islamista. Para ello, queman sus pasaportes o piezas de identidad para evitar ser devueltos a sus lugares de origen. Caen en manos de traficantes que los esquilman para proveerles medios que los depositen en las fronteras de la Unión Europea (UE).
Primero, la meta deseada fue alcanzar las islas griegas o italianas. Sin embargo, cuando la canciller Angela Merkel decidió abrir las puertas de Alemania y otorgarles junto a la hospitalidad básica un emolumento mensual de 718 euros por familia para su subsistencia, se formaron aglomeraciones incontrolables que invadieron Grecia, Macedonia, Serbia y Hungría como caminos de tránsito hacia Austria, para finalmente alcanzar El Dorado germano.
Alemania, tiene razones nacionales detrás de su gesto generoso: una natalidad negativa la convirtió en un país de viejos pensionados, su economía hoy robusta puede revertirse por falta de mano de obra y sus gobernantes piensan que la inmigración es una fuente de crecimiento económico.
A esas reflexiones puede añadirse los traumatismos de carácter moral, la culpabilidad histórica del Holocausto judío y el recuerdo de 5,5 millones de alemanes que fueron despojados de sus tierras y expulsados de Europa Oriental, después de 1945. La noble actitud alemana, no puede ser imitada por el resto de los 28 miembros de la UE. Ni siquiera por Francia, donde el desempleo es el doble que el de Alemania, sin el equilibrio presupuestario de aquella y con un crecimiento económico estancado. No obstante, a Francia llegarán 120.000 refugiados, repartidos en los próximos dos años. Otros países como Suecia ofrecen recibir cantidades menores acordes con sus posibilidades. En cambio, uno de ellos, Dinamarca, rechazó de plano acogerlos, pues se teme que los intrusos alteren la tolerancia cultural actualmente existente.
Entre estos elementos, llama la atención que las petro-monarquías como qatar, Arabia Saudita y los Emiratos del Golfo, prefieran girar cheques que cubran los gastos, pero no recibir ni un solo refugiado en su suelo. Ello por no correr el riesgo de importar - por inadvertencia - islamistas radicales que enturbien su tranquilidad. No es el caso de Jordania, Líbano o Turquía, en cuyos campos de refugio están apretujados millones de sirios e iraquíes.
En suma, urge promover las negociaciones en Siria, incluyendo al indeseable Assad, a sus padrinos rusos e iraníes y a todas las partes implicadas en este funesto embrollo. Solo así se detendrá la avalancha de refugiados.