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Sin rumbo fijo


No está nada claro hacia dónde derivarán las protestas de los egipcios, pero la olla a presión que es toda la zona se está destapando y el resultado puede ser un período de gran inestabilidad que sume mayores frustraciones.


Una semana después del inicio de las protestas en Egipto, sigue sin verse con claridad el desenlace de este desafío mayúsculo y popular al régimen de Hosni Mubarak.

Su anuncio de no volver a postularse, así como el nombramiento de un vicepresidente, por primera vez en 30 años, en la persona del ex jefe de los servicios secretos Omar Suleimán, y de un nuevo gobierno, no es la solución que desean los egipcios, que exigen su dimisión inmediata y continúan manifestándose en la calle pese al toque de queda.

Esta operación continuista no garantiza ninguna transición democrática aunque podría allanar el camino a una posible salida de escena del presidente y satisfacer al mismo tiempo a un ejército que sigue disfrutando de prestigio entre la población.

Pero en Egipto hay mucho más en juego que un simple cambio de régimen.

Se trata del país árabe más poblado, su peso e influencia política y diplomática en la zona está fuera de toda duda. La frontera que comparte con Israel y el acuerdo de paz que ambos países firmaron en 1978 lo convierte en un interlocutor privilegiado de EE.UU y en receptor de ayudas militares.

El fantasma que ahora se alza ante la solución de la crisis egipcia es Irán.

Una revuelta popular acabó con el régimen autocrático del Sha, al que siguió un gobierno que introdujo reformas democráticas, pero que fueron aprovechadas por el Ayatolá Jomeini para instaurar una teocracia chiíta agresiva que, 32 años después, sigue firme y más amenazante que nunca.

Un cambio de régimen en Egipto podría significar el fin del acuerdo de paz con Israel si este fuera dirigido por los Hermanos Musulmanes, la única oposición organizada que en el 2005 consiguió una quinta parte de los escaños en el Parlamento.

EEUU, temeroso de perder su influencia en la zona y sin querer perjudicar a Israel, mantiene una posición ambivalente. Mientras defiende los derechos de los egipcios, ni apoya ni rechaza a Mubarak. Le exige reformas al tiempo que reclama un orden que impida un peligroso vacío de poder. Pero mientras tanto, el tsunami árabe sigue avanzando.

Egipto no es Túnez. Esta pieza juega un papel nuclear en el tablero de la política internacional porque intervienen en ella muchos marcadores a la vez: es frontera con Israel, muro de contención del integrismo en el Magreb, vecino de las monarquías del petróleo y llave de paso del canal de Suez.

No está nada claro hacia dónde derivarán las protestas de los egipcios, pero la olla a presión que es toda la zona se está destapando y el resultado puede ser un período de gran inestabilidad que sume mayores frustraciones.

La revuelta contra Mubarak no es, en consecuencia, un mero asunto de política interna. Con independencia de lo que le suceda a él y a su régimen, también hay componentes que determinarán el futuro de las relaciones entre Occidente y Oriente, entre civilizaciones de distinta matriz religiosa y entre las democracias y las dictaduras.

Todo ello se juega estos días en las calles de El Cairo.